Nunca disimularé mi condición de tipo simple y primario. De esos que dejan caer una lagrimita con lo que el grandioso Chaves Nogales —¡Lo que le habrían llamado hoy!— definía como “Historias para porteras”. No uno, sino dos o hasta tres goterones de agua salada brotaron de mis ojos viendo cómo la tiktoker (yo tampoco sé muy bien qué es eso) gasteiztarra Belén Santos, alias Belu, en su condición de dependienta de una tienda de chuches, había entablado relación con niño sordo.
Seguro que ya están al cabo de la calle, pero por si no fuera así, les hago un breve resumen. A la tienda donde trabajaba Belén llegó un día un crío de siete años con aspecto de afecto huidizo. Cuando ella se dio cuenta de que el chaval no oía, le dio por aprenderse unas cuantas expresiones en lengua de signos. Tan básico como emotivo. La narración de la joven fue directa a la fibra sensible de quienes, como servidor, necesitamos un contrapeso de humanidad en este mundo lleno de egoísmo y maldad. Algunas figuras de renombre, como la periodista Ana Pastor o la actriz Candela Peña, contribuyeron a difundir la maravillosa a la par que sencilla historia, que tardó un puñado de horas en convertirse en lo que hoy llamamos viral. Y eso fue bueno, porque millones de personas tuvieron acceso al gesto de la vendedora de gominolas. Pero también fue regular o malo, puesto que no tardaron ni un segundo en aparecer los escocidos guardianes de la ortodoxia a dictaminar que Belén era una farsante que, valiéndose de su atractivo físico, buscaba fama fácil a costa de “un pobre discapacitado”. Dan pena. Y quizá algo peor.