Después de cinco años —los cuatro reglamentarios más el de propina en funciones— de rodillo y tentetieso, los heraldos anuncian el final de la glaciación mariana en lo que toca a las relaciones del glorioso centro con la pecaminosa periferia vascongada. “El deshielo”, lo bautizó Aitor Esteban, y la expresión ha prendido entre los que nos dedicamos al blablablá de mediana y baja intensidad. No en vano es lo suficientemente gráfica como para que sobren más explicaciones respecto a su significado. Otra cosa es que cada cual lo cuente a su modo. Dirán unos, elevando el tono de disgusto y sin ahorrar exabruptos contra la flexibilidad jeltzale, que volvemos a los tiempos del intercambio de cromos. Enfrente o al lado, los habrá más pragmáticos y por eso mismo cínicos (o viceversa) que simplemente describirán el fenómeno como la normalidad política.
Sin demasiado rubor, aun sabiendo lo poco popular de la postura, confieso que estoy censado más cerca de los últimos. A estas altura de la liga —duodécima legislatura en las cortes españolas, undécima en el parlamento vasco y novena en el de Navarra—, no me voy a rasgar las vestiduras por asistir a la coreografía del dame y te daré.
Y ahora que ya tengo escandalizados a buena parte de los lectores, añadiré que lo único que pido y espero es que los negociadores locales le saquen los higadillos al PP. ¿Retirar los recursos? Eso ni se discute; condición número cero. A partir de ahí, cupo al decimal más alto, pasta para esta y aquella infraestructura, el fin del tarifazo energético y como guinda, una transferencia de las lustrosas. ¿No vale todo eso cinco votos?