Libertad provisional para los miembros de La Manada bajo fianza de 6.000 euros por cabeza. Lamento infinito escribir que no me sorprende en absoluto la decisión de la Audiencia de Navarra. Por descontado, deseaba otro desenlace, e incluso cuando nos llegó el primer chachau sin confirmar del todo, albergué la vana esperanza de que se tratara de un piscinazo que se vería desmentido con el tiempo. Sin embargo, los hechos contantes y sonantes junto al mínimo conocimiento del paño judicial apuntaban hacia lo que finalmente ha llegado a los titulares y ha provocado —eso también era de manual— que ardan las calles de santa y justa indignación.
Y está bien que gritemos, que nos desgañitemos movidos por la incredulidad, la rabia, la impotencia o la montaña rusa emocional que nos ha provocado ver negro sobre blanco la confirmación de los peores temores. Pero ese clamor no puede convertirse, como ya está ocurriendo, en el sempiterno concurso de la declaración más incendiaria o la proclama más biliosa. Ni tampoco debe tener carácter de pataleo difuso sobre la aplicación testicular de la Justicia. Ni orientarse en exclusiva a los cinco seres vomitivos que van a salir a la calle en cuestión de horas. No es la primera vez que escribo aquí que, aunque sea la más mediática, esta no es, ni de lejos, la única manada que practica la depredación sistemática. Si de verdad nos creemos lo que vociferamos hasta rompernos la garganta, tendríamos que conjurarnos para declarar la guerra sin cuartel a todos y cada uno de los machos que, individualmente o en jauría, se dedican a la caza de mujeres para satisfacer sus instintos. Hagámoslo.