Catalunya, a trompicones

Catalunya vuelve a la feria de las vanidades y vaciedades que llamamos actualidad. Y está muy bien celebrar que no se han cumplido ciertos negros presagios, pero cualquiera con media gota de realismo sabe que lo del domingo, con ser meritorio, no es para sacar el cava. ¿O es que acaso esto va de salvar los muebles, patadón a seguir y vamos a ver qué pasa? Hasta donde uno recuerda, la primera hoja de ruta ya habría tocado pelo soberanista hace un rato largo. El 9 de noviembre, oigan, fue hace dos años. A mi, que no soy nadie, y al pueblo catalán, que sí lo es, los políticos que tiraban del carro nos aseguraron que, sin la menor duda, la suerte estaba echada.

Me dirán que sigue estándolo, pero en el ínterin, da toda la impresión de que no ocurre absolutamente nada. O peor, que lo que ocurre se parece muy poco a lo previsto y pregonado a grandes voces. Se antoja extraño que alguien hubiera vaticinado el desmoronamiento del partido institucional, la humillación de su líder, un vergonzante cambio de nombre y piel y, de propina, que los enchaquetados y encorbatados sobrevivan al albur de los caprichos de los de las camisetas y las chancletas.

Quizá el asunto tuviera un pase si al otro lado se percibiera algún temblor de rodillas. Lo único que llega del búnker es la sonrisa picaruela de quien ya tiene claro que ha pasado lo peor. En el caso cada vez más probable de unas terceras elecciones, a Rajoy no le viene mal que se le revuelvan un tantín las aguas catalanas. Otro pasito hacia la mayoría necesaria para dejar de estar en funciones. Ahí se las vayan dando todas, pensará, con buen criterio, Mariano.

(Más) Razones para el no

Viernes, casi a la inusual hora de la segunda edición del Telediario. No habían levantado el culo del escaño sus señorías tras haber participado en la chirigota de la investidura imposible de Tancredo Rajoy, cuando saltó, así como al despiste, la enésima liebre. El Gobierno español —ya ni nos preocupamos de precisar que está en funciones— le ha procurado un puestazo de doscientos y pico mil euros anuales en el Banco Mundial a José Manuel Soria, el ministro que tuvo que hacerse a un lado, entre otras razones, por mentir reiteradamente y por haber colocado un pastizal de sus empresas en paraísos fiscales. La regeneración de verdad de la buena y el firmísimo propósito de enmienda recién prometidos a cambio de otros cuatro años en los bancos azules quedaban perfectamente retratados. Cada uno de los 180 noes que acababa de registrar el previsible tanteador de la cámara, incluyendo esos cinco que han hecho correr ríos de tinta y saliva, se revelaban, si cabe, como más justos y más necesarios que cuando los habían pronunciado las diputadas y los diputados.

A todo esto, en el hemiciclo devenido en retablo de las maravillas, aún resonaban los ecos de la última intervención de Rafa Pichi Hernando, el chulo que castiga del Portillo a la Arganzuela. O, en su caso, de los rojoseparatistas a los serviles naranjitos, sobre los que se orinó largamente el mangarrán, una vez comprobado que sus votos no le alcanzaban para mantenerse en el machito. Si en política hubiera memoria, la promoción morruda de Soria y el navajeo guarro de Hernando deberían convertir en irreversible bajo cualquier circunstancia el no al PP.

De pacto a pacto

La Historia no es lo que era. Por lo menos, la de Celtiberistán. Ya no se preocupa de dejar pasar un tiempo prudencial para repetirse. Y cuando lo hace, ni siquiera es, siguiendo el tópico atribuido a Marx, primero como tragedia y luego como farsa. Qué va. La degeneración es tal, que cada reedición no supera la broma chusca y pedorrera. Vean como enésimo ejemplo el pacto-parto entre el PP y Ciudadanos.

Han transcurrido seis meses pelados desde su primera versión, que en lugar de a los de la gaviota tenía como abajofirmantes a los de la rosa empuñada. El elemento común, el aguaplás naranjito, que se apunta al bombardeo que le digan sin mudar el gesto de solemnidad de cartón piedra. Entonces era para la investidura imposible de Pedro Sánchez y hoy lo es para la más que improbable proclamación presidencial de Mariano Rajoy.

Todos sabían cómo acababa el cuento medio año atrás y todos tenemos claro el desenlace impepinable que arrojará la votación del próximo viernes. Nadie nos ha ahorrado, sin embargo, la cansina coreografía previa, con su palabrería rimbombante, su camisita y su canesú. Que si lo acordado es la hostia en bicicleta y dos huevos duros, que si la altura de miras, que si la responsabilidad, que si el sentido de Estado. Pura farfolla cutremente reciclada de la vez anterior y destinada a encallar en exactamente el mismo resultado. Se impondrá la terca aritmética y regresaremos a la puñetera casilla de salida. Quizá más cabreados y con la entrepierna más sobeteada, pero al fin y al cabo, igual de dóciles y lanares como para propiciar en las terceras elecciones idéntica situación.

Irresponsables o algo peor

Lo de Cagancho en Almagro quedará en broma menor al lado del sofoco que se va a llevar algún estadista de cuarto de kilo cuando le toque anunciar que no hay otra que abstenerse y dejar gobernar a Rajoy. Será por responsabilidad, por altura de miras y por el resto de mandangas habituales que sueltan por la bocaza los mangarranes venidos a más, pero unos miles de contribuyentes con un par de dedos de frente sabrán que es un digodiego como una catedral. La lástima es que no faltarán palmeros con y sin carné que se encenderán en aleluyas, y que la memoria de pez que gastamos dejará sin castigo la enésima tomadura de pelo de unos tipos a los que se elige para que representen a la ciudadanía.

Parecía imposible empeorar la tragicomedia que nos hicieron vivir tras las primeras elecciones, pero en dos semanas y media que han pasado desde las segundas, hemos comprobado que los récords, incluidos los de ruindad, están para batirse. Mandan quintales de pelotas que, salvando a los partidos minoritarios, que por mucho que los señalen, ni pinchan ni cortan, los comportamientos menos deleznables estén siendo los del PP y Ciudadanos.

Sí, eso he escrito, y no sin rabia. Miente como un bellaco quien diga que Rajoy está volviendo a hacer el Tancredo. A la fuerza ahorcan, esta vez está meneando el culo a base de bien; hasta con los supuestos diablos de ERC se ha reunido. Y en cuanto al recadista del Ibex, ha sido el primero en tragar el sapo de la rectificación en público. Mientras, los de la nueva política se rascan la barriga a todo rascar y el PSOE acumula boletos para la rifa del hostión que evitó por un pelo.

Gracias, Pablo

No era fácil prever los resultados, pero sí lo que ocurriría si no salían al gusto de la creciente cofradía de los enfurruñados demócratas selectivos. De manual: la culpa es del jodido pueblo que no sabe abanicar, o sea, votar. Me cuento entre los desazonados por la contundente victoria del PP, y si bien no fui capaz de olerla en su dimensión completa, una vez convertida en hecho, se me antoja perfectamente explicable. ¿En el natural rebañego y sumiso de determinados votantes que, al parecer, no son cuatro ni cinco? ¿En el voto del miedo? No les voy a decir que no hay algo de eso, aunque inmediatamente después añado que tampoco sé de partido que no agite estos o aquellos espantajos. ¿O es que acaso cuando se mentaban los recortes que vendrían si Rajoy repitiera no se apelaba al canguelo?

Por lo demás, y más allá de la comprensible frustración por las expectativas largamente incumplidas, quizá mereciera la pena que quienes están en ese trance no busquen todos los errores fuera. ¿Les parece muy descabellado pensar que uno de los principales aliados del Ícaro de Pontevedra ha sido el mismo que se postuló como su único rival, ayudado por un sinnúmero de heraldos de ocasión que lo piaban de tertulia en tertulia? Por ahí tengo anotada mi sospecha de que por cada equis simpatizantes que seduce Iglesias Turrión para su causa, consigue ene adeptos para la contraria.

Hay motivos para que Génova reconozca al líder de Podemos los servicios prestados. Y de rebote, para que también lo haga Ferraz. El sorpasso no consumado ha convertido en triunfo el nuevo tortazo del PSOE. Qué menos que un Gracias, Pablo.

Fernándezgate

Nos equivocamos al pedir la dimisión del ministro Fernández. Lo que debemos exigir a voz en grito es su detención e ingreso en prisión a la espera de un juicio del que no cabe esperar sino una condena de una porrada de años. Y a poco que las cosas sean como parecen —benévolo que soy, concederé la presunción de inocencia—, Mariano Rajoy Brey debería correr exactamente la misma suerte, como conocedor (dejémoslo ahí) de la turbia maquinación contra los líderes del proceso soberanista de Catalunya.

No creo que exagere ni un gramo. Es posible que la torrentera de latrocinios y pisoteos de derechos que se han sucedido en los últimos tiempos nos haya endurecido la piel y la sensibilidad ante los atropellos. Es muy complicado, efectivamente, establecer un ránking de desmanes, pero no hay la menor duda de que estamos ante uno de los escándalos más graves de los cuatro decenios de postfranquismo que llevamos. Claro que tampoco es nuevo ni mucho menos, no nos engañemos.

Una vez más estamos ante la fetidez y la inmundicia de las cloacas del Estado —el español, por descontado— siguiendo al pie de la letra la peor versión de Maquiavelo, aquella que proclama, con aroma a Varon Dandy y copazo de Sol y Sombra, que el fin justifica los medios. De propina, con una mezcla de torpeza y vileza dignas de Nobel de la mendruguez. Hay que ser inepto a la par que malvado (o viceversa) para grabar una conversación llena de pelos y señales sobre propósitos claramente delictuosos. ¿Qué tenía en la cabeza esta manga de truhanes de tres al cuarto, paletos aprendices de Richard Nixon? Seguramente, la certidumbre de la impunidad.