Criptomonedas a cuatro pesetas

Se queja Iñigo Errejón en un tuit de la cantidad de personas que “lo están perdiendo todo” por haber invertido en criptomonedas. Culpa a la publicidad “que se nos ha metido hasta en la sopa” y exige una regulación inmediata. Seguro que se puede y se debe hacer algo a ese respecto, pero me temo que es demasiado fácil, pelín ventajista y, desde luego, paternalista, culpar a la publicidad de decisiones que, en última instancia, toman esas personas de las que se compadece con aspavientos el líder de Más País.

En el caso concreto que nos ocupa, el de las criptomonedas, que ya en el propio nombre llevan su condición de oscuras, no resulta difícil ver, además, un afán directamente especulador en quienes se han pillado los dedos. No iban a sacarse unos eurillos sino a forrarse. Y en no pocos casos, en la certidumbre de ser tipos mucho más listos que el común de los mortales. Tarde han descubierto que es justo al revés, y no les queda más recurso que la queja al maestro armero.

Excluyo, desde luego, los casos de engaños flagrantes, sobre todo a personas mayores, pero no es la primera vez que nos encontramos con la avaricia rompiendo literalmente el saco de los que un día se sienten genios de la inversión. En realidad, esto de los Bitcoins y sus múltiples clones no es muy diferente de los bulbos de tulipanes que llegaron a costar más que un castillo en los Países Bajos en el siglo XVII. O, viniéndonos más cerca en el tiempo, de las hipotecas basura, la burbuja del ladrillo (que se volverá a repetir) o esas colecciones de sellos compradas a millón que acabaron valiendo su peso en papel. Parece que algunos no aprenden.

Diario del covid-19 (52)

Después de varios días de mareo de perdiz, o sea, del personal, desde hoy mismo es obligatorio el uso de mascarilla en aquellos lugares donde no sea posible mantener la distancia de seguridad. Eso quiere decir que prácticamente en todos, pues tal como se ha puesto el ansia paseatoria de la peña, hasta en los ascensos a los montes se las ve uno y se las desea para no rozar a un congénere o no ser rozado por él. No les cuento la cantidad de runners sudorosos que me han rociado estos días con sus felipilllos renqueantes u otros fluidos.

Puesto que, en el fondo, no dejo de ser un miembro disciplinado del cuerpo social, seré el primero en acatar la medida, así me hostie treinta veces por el jodido vaho que, por más vídeos reenviados por guasap que mire, sigue empañando mis gafas. De hecho, antes de la entrada en vigor de la medida, ya iba con el tapabocas en mis temerosas y cívicas salidas por la rúa. Lo que no voy a dejar de hacer, sin embargo, es mostrar mi perplejidad ante los mil y un zigzags que se han marcado las autoridades públicas antes de decretar el uso impepinable del dichoso trocito de tela con filtro. Recuerdo en particular a un muy molesto Fernando Simón adoctrinando a un periodista sobre la inutilidad absoluta de las mascarillas frente a este coronavirus concreto. Pues ya ven.

Femimachismo

Nada por aquí, nada por allá… et voilá! ¡El gran prestidigitador Pedro Sánchez saca de su chistera sin fondo nada menos que 370 medidas para aplicar —implementar, gusta decir ahora— si algún decenio de estos deja de estar en funciones! Si el pomposo anuncio viniera inspirado por algo diferente a la pirotecnia desvergonzadamente preelectoral, cabría ponderar con la seriedad debida lo bueno de algunas de las propuestas, incluso obviando la cobardía de pasar de puntillas por cuestiones nucleares como la territorial. Pero como ya hemos renovado un porrón de veces el carné de identidad y hace tiempo que perdimos el vicio de chuparnos el dedo, no se nos escapa que todos esos castillos en el aire no son más que un puñado de giliprogreces.

Casi cada una merecería un comentario de texto, pero me van a permitir que me centre en la que en mi humilde opinión, es perfecto resumen y corolario del resto. Item más, me temo que es el retrato a escala del femimachismo que nos asola. Hablo de la promesa de hacer que el primer curso de las carreras técnico-científicas sea gratuito para las mujeres, supuestamente para combatir la actual escasa presencia femenina en esas titulaciones.

Aquí es donde le cedo la palabra a la reconocida química y divulgadora Deborah García Bello, que, de saque, hablaba de una medida “condescendiente, paternalista, sexista, machista e injusta”. Y después de una retahíla de collejas extraordinariamente repartidas, remataba: “No quiero que me digan qué debo estudiar. No quiero que me digan qué es lo mejor para mí, como si por ser mujer no lo supiese. Quiero que me dejen ejercer mi libertad”. Amén.

El discurso de Jesús

Fíjense que este año tenía el firme propósito de dejar pasar de largo esos Oscar de regional preferente que llevan el nombre —nunca he acabado de entender por qué— de un reputado pintor español. Pero el columnero propone y el azar, disfrazado de machaque por tierra, mar, y aire desde todos y cada uno de los medios patrios, dispone. Ni arrancándose los ojos y las meninges habría sido posible escapar del bombardeo de chafardadas, donde se mezclaban, curiosa paradoja, los mensajes de género más contundentes con chismorreos heteropatriarcales del quince sobre los trapitos y los complementos que lucían las asistentes a la gala. De acuerdo, y también un poquito los asistentes, que es verdad que vi a Paco León presumir de que no sé qué chuchería que llevaba en la solapa costaba 26.000 euros del ala. Y vale, que no es suyo, que se lo prestan y bla, bla, bla, pero es un poco descuajeringante que un tipo que se atiza en la pechera ese pastizal luego nos adoctrine sobre la pobreza.

Claro que para incoherencia supina, la reacción de los catequistas de rigor ante el merecido gran protagonista de la noche, que como ya sabrán de sobra fue el actor Jesús Vidal. De su impecable y emocionante discurso, cada quien escogerá su frase. Yo me quedo con esta: “Queridos padres, a mí sí me gustaría tener un hijo como yo porque tengo unos padres como vosotros”. Han pasado ya más de 48 horas y me da que los que más han aplaudido y repicado esas palabras son los que más motivos tienen para sentirse incómodos por la tremenda acusación que contienen hacia ellas y ellos. Pero vayan a explicárselo a los campeones siderales del paternalismo.

Un incidente… ¿racista?

No se repite lo suficiente que una de las peores formas de racismo es el paternalismo melifluo de los blanquitos bonachones y cantamañanas que van viendo xenofobia en cada mota de polvo que desplaza el aire. En su ausencia de luces entreverada de soberbia, no se dan cuenta de que, además de dar alpiste a toneladas a los Bolsonaros, Salvinis o Abascales de turno y cabrear tres huevos y pico a tipos corrientes y molientes, sus mandangas justicieras les convierten en supremacistas de talla XXL.

Ha vuelto a ocurrir con el video espolvoreado a tutiplén —viral, se dice en jerga— que además de en su territorio natural, las corralas modernas llamadas redes sociales, ha estercolado espacios de aluvión de los todavía medios tradicionales. Se presentaba, en la versión más suave, como “Incidente racista en un autobús de Vitoria”. Y es rigurosamente cierto que en la pieza se ve a un cagarro humano identificándose como militar que profiere amenazas de muerte a una mujer de raza negra. Ocurre que para los beatones arriba mentados, ese fulano es un personaje secundario. A quien señalan como protagonista y reo de racismo intolerable, es al conductor que pide a la mujer que plegara el patinete de su hija. Lo hace en voz alta, es verdad, porque no era el primer incidente de este tipo, y porque la aludida también habla a gritos. Una bronca como las mil que se producen cada día en el transporte urbano. Si no hubiera colores de piel por medio, casi todos tendríamos claro que la actitud verdaderamente maleducada es la de la persona que se niega a cumplir una norma elemental. ¿Por qué esta vez no es así? Reflexionemos sobre ello.

Demagogias del balón

Cuando uno creía haber cubierto el cupo de memeces futboleras y extrafutboleras para un siglo a cuenta de la verborrea cuñadil de Camacho en las transmisiones de Mediaset, apareció esa gran luminaria de Occidente que responde al nombre de Juan Carlos Monedero para elevar el listón hasta la estratosfera. O sea, para bajarlo hasta la sima de Las Marianas. Tomen nota de la mendrugada, que les transcribo incluyendo un cuesco gramatical que se le escapó al zutano: “Los negros han ganado el mundial de fútbol. Podría Europa salvar a los que vienen en pateras aunque sea pensando que alguno seguro ese [sic] es un genio del fútbol”.

Ahí tienen la lógica argumentativa de un tipo que, además de dar clases en una universidad pública y atesorar una descomunal colección de másteres y doctorados —¡reales, en su caso!—, cobra las asesorías a ciertos gobiernos a casi medio millón de euros la pieza. Excuso el comentario de texto completo, pero basta esa retahíla para tener el retrato preciso de una especie por desgracia muy abundante, el blanquito bueno que chorrea paternalismo sin darse cuenta de que, sin rascar mucho, enseguida se ve que es más supremacista que el más descerebrado del Ku Klux Klan de Nashville.

Como les digo, aunque el bocabuzón fundador de Podemos es el que ha llegado más lejos en el regüeldo, la idea que late en el tuit ha sido ampliamente repetida. Y sí, está muy bien reparar en el evidente mestizaje de la selección que ha conquistado el campeonato en Rusia, pero es una trampa no subrayar a continuación que todos los jugadores, salvo Umtiti y Mandanda, han nacido en territorio francés, o sea, europeo.

El machirulo Monedero

Entre las mil y una imágenes que nos han dejado estos días alucinógenos de vuelco gubernamental inopinado, hay una que no deberíamos pasar por alto. Quizá se considere que solo es una anécdota dentro de la vertiginosa trama de la moción que no iba a salir y salió, pero, al contrario, para mi es toda una categoría que explica parte de las grandes mentiras que pretendemos creernos a pies juntillas porque suenan chachis.

Les hablo del instante en que, terminada la votación y consumada la derrota del ejecutivo de Rajoy, el caballito blanco de Podemos que atiende por Juan Carlos Monedero abordó a Soraya Sáenz de Santamaría. Consciente, como buen farandulero que es, de que los focos y las cámaras le apuntaban, agarró por los hombros a la ya exvicepresidenta, y le espetó lo mucho que se alegraba de la caída de su gobierno. De entrada, sobra la superioridad moral y el pésimo saber ganar de quien, por otra parte, además de ser un puñetero outsider de la formación que fundó, viene a anotarse el tanto del líder de un partido ajeno. Sin embargo, no es eso lo peor. Lo verdaderamente vomitivo es el machirulismo paternalista del gesto. ¿Con qué derecho pone sus manazas sobre Sáenz De Santamaría y las mantiene ahí, pese a la evidente incomodidad de quien ve invadido su espacio íntimo?

No niego que haya habido un cierto revuelo al respecto. Sin embargo, todos sabemos que si las ideologías de los protagonistas de la imagen estuvieran invertidas, habría ardido Troya. Ni de lejos ha sido así. Imaginen, por ejemplo, a Rafa Hernando manoseando a Irene Montero. El silencio de las y los más beligerantes clama al cielo.