Allá quien se lo trague

Quizá sea una impresión personal, pero diría que nos toman por gilipollas cosa fina. Cabe una opción peor, que es que, efectivamente, lo seamos y se estén aprovechando de ello. O una intermedia, que consiste en que no siéndolo, actuemos como si lo fuéramos porque ya casi todo nos importa una higa y por una paz, bien está un avemaría. Conste en acta que eso también es una claudicación que facilita el trato que nos dispensan.

Bien es cierto que allá quien trague con un embeleco tan burdo como el que nos están tratando de colar el par de truhanes advenedizos que encabezan el vetusto PSOE y el rancio antes de tiempo Ciudadanos. Dos días llevan haciéndose la ola, celebrando como la rehostia en verso de los acuerdos un apaño que, amén de ser imposible llevar a la práctica, ni siquiera da para la investidura monda y lironda de Sánchez y que luego se vaya viendo. Y aún tienen los santos dídimos de ir proclamando que “no es cuestión de aritmética sino de política”, palabras literales de uno y otro, que los retratan no se sabe si como unos mastuerzos, unos desahogados, unos primaveras, o todo al mismo tiempo.

Por si faltara algo a la gran estafa, cuando el dúo dizque dinámico se pone por separado a detallar los términos de la componenda —a la vera de ese cuadro de Genovés que es una chufa cósmica; gran metáfora, solo que no en el sentido pretendido—, resulta que las versiones se parecen entre sí como los hermanos Calatrava. El chico del Ibex cuenta una novela al gusto de sus poderosos señoritos y el zagal de Ferraz, entre otras rojeces, da por muerta la Reforma Laboral. ¿Quién miente? Seguramente, los dos.

Pablo siempre gana

Salvo en los nutridos y crecientemente poderosos clubs de fans de Iglesias Turrión, hay cierto consenso en que la encorbatada última propuesta del ayatolá morado a Pedro Sánchez es la clásica de El Padrino, aunque formulada exactamente al revés. “Tengo una oferta que solo podrás rechazar”, vendría a ser el enunciado adaptado, y a la vista de la enganchada en bucle en que han entrado los negociadores de las formaciones que habrían de componer el (presunto) gobierno de progreso, tiene bastante pinta de que la cosa va por ahí. Bien es cierto que, conociendo media gota los usos y costumbres del gurú, no me quedaría en esa única interpretación.

Quiero decir —y creo que ahí está la clave— que ahora mismo a Iglesias le importa un pito lo que ocurra porque prácticamente todas las opciones le son favorables. Si Sánchez traga, aunque sea la mitad, y él arrampla con la vicepresidencia, la jefatura del CNI que mentó con ojos de lujuria indecible —joder, con el Carrero Blanco de Vallecas—, y la mayoría de los ministerios macizos que exige, jugada maestra. Si el líder nominal del PSOE no tiene más remedio que mandarlo al guano y hay que volver a llamar a las urnas, mejor todavía. Correría a montar la escenita del “Yo puse todo de mi parte, ya lo habéis visto, snif”, y acto seguido, con el auxilio de una claque en la que a los forofos de aluvión se han unido los que hacen cálculos del cacho que les va a caer, se dirigiría con paso firme a consumar el ansiado sorpasso sobre el PSOE. O directamente, a ganar las elecciones, hipótesis que, viendo al PP nadando en mierda, ya no parece en absoluto descabellada.

¿Están fingiendo?

Les confieso mi perplejidad y mi despiste. Al preguntar a personas que están bastante cerca de las negociaciones para la investidura del próximo inquilino de Moncloa si creen que habrá nuevas elecciones, me contestan invariablemente que no. Lo hacen, además, con gran contundencia y dándome a entender que todo está mucho más maduro de lo que vamos viendo en esa rueda de prensa si solución de continuidad en que se ha convertido últimamente la política española. Si es así, pido un Oscar colectivo para los actores de esta farsa porque se están empleando a fondo para que parezca exactamente lo contrario.

Y ahí tienen como ejemplo inmediato —por lo menos, a la hora que escribo; seguro que en los próximos cinco minutos hay cambios— las comparecencias sucesivas del secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, y del portavoz parlamentario del PSOE, Antonio Hernando. El “Pablo, no sabes ni dónde estás” que le escupió el segundo al primero tenía toda la pinta de genuino hartazgo ante la suficiencia que, una vez más, acababa de mostrar el líder morado. Del mismo modo, la intervención completa del aludido, ofuscado en el reparto de sillones y mostrando incluso un manual de instrucciones sobre cada ministerio, daba la impresión de ser un intento descarado de conseguir que los socialistas se encabronasen y le mandaran a hacer gárgaras. La inclusión del referéndum en Catalunya como condición impepinable apuntaría también por ahí.

Pero vayan ustedes a saber. A lo mejor es verdad que solo estamos asistiendo a una representación guionizada y, como en una mala teleserie, todo se soluciona en el último minuto.

Vetando voy

Pedro Sánchez es tan grouchomarxiano como el partido que lidera nominalmente. Incluso un poquito más, porque lleva a registros sin parangón la máxima histórica de Ferraz de marcar el intermitente a la izquierda antes de girar a la derecha y quedarse más ancho que largo. Para comprobarlo, les bastará comparar sus dichos y sus hechos de las últimas fechas.
Desde que la incapacidad y la apatía mariana le regaló, en carambola a la quinta banda, ser designado candidato a la investidura, no habrá habido piada ante los micrófonos en la que no se haya extendido prolijamente sobre lo malísimamente malos tirando a pésimamente pésimos que son los vetos. Y ahí va uno de los mil ejemplos: “La política no son los vetos y no se pueden vetar siglas ni ideas”, machacó la martingala Sánchez… apenas media hora antes de que nos enterásemos medio de refilón de que excluía expresamente de su ronda de charletas a EH Bildu.

¿Por qué? Pueden creerme que he dedicado un buen rato a buscar una explicación entre la torrentera de declaraciones del candidato y sus mariachis, y no he hallado ni media referencia a la cuestión. Me temo que estamos ante uno de esos asuntos que en la mentalidad hispanistí al uso forma parte de los sobrentendidos: es por todo, por nada, y básicamente, porque los gachós de la calculadora dan por hecho que ponerle proa a los-sucesores-de-batasuna-eta es todavía más rentable que no hacerlo. No deja de ser el perfecto menú degustación del presunto cambio que se proclama. Quizá sea pedir demasiado que digan algo los partidos que sí van a participar en los vis a vis con el de la camisa blanca.

¿El final de Rajoy?

Compruebo que le van cayendo epitafios políticos a Rajoy. Comprendo la tentación, las ganas de quitarse de la vista a quien ha resultado tan dañino y, cómo no, la argumentación lógica que lleva a pensar que el fulano es ya virtualmente un fiambre. Es mi obligación recordarles, sin embargo, sus capacidades resucitatorias ajenas a la humana comprensión. El ave Fénix resulta una aprendiz al lado del registrador de la propiedad a la hora de resurgir de sus cenizas como si se estuviera levantando de la siesta.

Sin forzar demasiado la memoria, tendrán presente su primera muerte aparente. Fue el 14 de marzo de 2004, cuando palmó en sus elecciones de estreno. Dirán que algo tuvieron que ver los atentados del penúltimo día de la campaña, pero el tiempo ha desempolvado encuestas anteriores a la matanza que ya vaticinaban la derrota ante el por entonces considerado inane Rodríguez Zapatero. Lo normal es que el PP, en esas fechas atestado de gallos que podrían haber ocupado su lugar, lo hubiera mandado al desagüe.

No fue así, y cuatro años después volvió a estrellarse en las urnas frente al mismo rival, que ya había demostrado que era nada entre dos platos. Eso sí debería haber sido el final, porque más allá del fiasco electoral, terminó de hinchar las narices a sus sostenedores de la casposa Diestralandia mediática. Pedrojota y Losantos, entre otros, comenzaron a atizarle con tanta saña como ineficacia. El 20 de noviembre de 2011 Mariano Rajoy Brey ganó por mayoría absolutísima, no sin antes haber laminado uno a uno a todos los que tuvieron la ilusión de haberlo matado. Así que ojo, Sánchez y la compaña.

¡Sánchez, al salón!

Algo hemos avanzado: no fue en un vagón de tren sino en un atril reglamentario del mismísimo Palacio Real donde Patxi López comunicó la buena nueva. Estuvo, eso sí, a un tris de marcarse un Penélope Cruz, porque el nombre que le tocó pronunciar era el de su superior en el organigrama. El rey, también conocido como el jefe del estado o ciudadano Felipe de Borbón, traslada el marronazo de intentar formar gobierno a Pedro Sánchez y Perez-Castejón que, a diferencia de Mariano Rajao (no le echen la culpa al corrector), ha aceptado el envite. O el embate, que le viene marejada al nominal líder del PSOE. Ahora es cuando va tener que demostrar que lo es.

Jodido, lo tiene un rato largo el flamante candidato. Por la aritmética, que como dijo la luminaria galaica arriba citada, “es como es y no la podemos cambiar”, pero también por la cola de tipos y tipas armados de un zurriago que aguardan para fostiarlo. Los primeros, dentro de su misma casa; los de la vieja guardia, que apenas son unas pulgas cojoneras, y con un peligro aun mayor, los barones… y la baronesa. Luego, los editorialistas y portadistas, que si llevan seis semanas disciplinándolo a modo, en lo sucesivo le van a brear por cada vez que respire.

Y last but not least, que dicen los columneros finos, se las va a tener que ver con un socio que, además de marcarle hasta los turnos para ir al baño, en los últimos diez días no ha perdido una oportunidad para ponerlo de mingafría para abajo ni para recordarle que si puede ser algo en esta vida será gracias a él, ¡oh, su vicepresidente y señor! Vayan encargando palomitas, que esto se pone (más) divertido.

Negociar… la precampaña

Comparto con ustedes una sospecha con su tanto de mala conciencia: les estamos engañando. Desde el 20-D a las diez de la noche no dejamos de hablar de negociaciones para la investidura. Quizá en los primeros días la expresión se compadecía con la verdad. Sin embargo, conforme corría el calendario y se mareaba a la sufrida perdiz, la cosa ha empezado a oler a precampaña que echa para atrás. Se diría que la mayoría de los actores y actrices de la farsa y no pocos de los espectadores no buscan ningún pacto —que, por lo demás, saben improbable e intuyen escasamente deseable—, sino que exhiben huchas petitorias de votos. En algunos casos, con un descaro rayano en la obscenidad, cuando no con matonismo de nuevo rico.

No tendré el menor problema en desdecirme si, como vimos casi anteayer en Catalunya, en el último suspiro se alcanza algún apaño a la desesperada, con o sin pintas de patada a seguir, y que sea lo que los Hados quieran. No obstante, en el minuto en curso, y por más que los titulares-que-van-a-misa proclamen que ya se negocia a todo trapo, mi escepticismo no deja de crecer.

Y bien que me gustaría, siquiera para ver qué tal funciona, un acuerdo entre PSOE, las cuatro marcas de Podemos y las siglas que hicieran falta para bingo, incluyendo el apoyo activo o pasivo del PNV y, si le cuadra, EH Bildu. Poca pinta tiene de que algo así vaya a prosperar. De entrada, porque es una carambola a demasiadas bandas, pero además, porque se enfrenta a mil resistencias en el seno de cada una de las fuerzas que deberían configurar el convoy gubernamental. Que sea lo que tenga que ser, pero pronto, por favor.