La antipolítica ha ganado en Italia. Eso dicen los titulares, que añaden la consecuencia de tal hecho: la península con forma de bota es ingobernable. A mi la legión de lingüistas, sociopolitólogos y exorcistas. Necesito, y creo no ser el único, que alguien me explique el significado de ambos términos machaconamente repetidos en los encabezados y en los cuerpos de las informaciones sobre el pifostio electoral transalpino.
¿Ingobernable? Conozco yo un par de sitios muy cercanos donde los parlamentos son una especie de ensalada multicolor o patchwork —escojan ustedes la metáfora que más les guste— y los gobiernos están en manos de partidos que sacaron la pajita más larga, sí, pero no lo suficiente como para mandar en solitario. En uno de esos lugares, por demás, se da la depresivo-jocosa circunstancia de que el único representante de una formación liliputiense con vocación de ladilla se tira el moco de tener la piqueta para romper empates. Para colmo y desgracia, con frecuencia es cierto. ¿No sería esta situación el paradigma de la ingobernabilidad? Podría parecerlo, pero según las teorías al uso, el damero maldito es un regalo del cielo que permite los acuerdos entre diferentes, es decir, la quintaesencia, el novamás y la rehostia en verso de las bellas artes políticas. Luego, claro, rascas con media gota de espíritu crítico y ves que los cacareados consensos son cambalaches mondos y lirondos. Y ahí nos damos de bruces con la otra palabra del momento: antipolítica.
Me temo que la política sin prefijos se ha quedado para los manuales de uso exclusivamente académico. Fuera del laboratorio no existe; muere al contacto con la realidad. Como maniobra de distracción, o sea, de despiste, cabe tratar de identificar la antipolítica con propuestas pintureras o extravagantes como las que han descollado en Italia. Pero la otra, la oficial, la de carril, es también antipolítica. E igual de dañina.