En una de las columnas que dediqué a la lotería del informe PISA, especialmente en lo que tocaba al morrazo de los escolares de la CAV, menté la necesidad de reflexionar sobre el esfuerzo. Lo hice a sabiendas de que ahora mismo es lo que Pablo Iglesias denominaría “significante perdedor”. Vamos, que quien lo enarbole como valor no solo no se comerá un colín, sino que resultará sospechoso de pertenecer al fascio y/o la reacción.
Ciertamente, en los ambientes donde se desenvuelve la ortodoxia bienpensante el concepto tiene una pésima fama. Se asocia —muchas veces con buena intención, pero en general, por postureo gandul— a la vetusta máxima “La letra con sangre entra”. No negaré que quede por ahí algún residuo de la (literalmente) rancia escuela que equipare esforzarse con recibir una mano de hostias, pero la vaina no por ahí. Y tampoco por el del sacrificio pseudopurificador ni cualquiera de las formas del masoquismo.
Es una cuestión bastante más simple, diría incluso que primaria y, desde luego, ajena al sufrimiento por el sufrimiento. Se trata, sin más y sin menos, de comprender que para conseguir cualquier cosa hay una cantidad razonable de trabajo que debe hacerse. Es verdad que hay afortunados de cuna a quienes los favores y los logros les caen del cielo. A los demás, que somos la mayoría, nos toca currárnoslo. Tenerlo claro es, de entrada, una buena vacuna contra la intolerancia a la frustración que muestran cada vez más congéneres que lo han tenido todo demasiado fácil. Pero el beneficio no se queda solamente ahí. También es una forma de dar sentido a aquello por lo que nos hemos esforzado.