Debate sobre el debate, he ahí un género ya muy asentado y que reverdece en cada campaña electoral. Si tuviéramos la mitad de memoria de la que presumimos, seríamos conscientes de cómo las posturas de siglas y menganos han sido diferentes según su conveniencia. En general, cuando se se es oposición, se reclama con insistencia y aspavientos el duelo dialéctico, y cuando se es gobierno, se silba hacia la vía y se trata de evitar la confrontación en la medida de lo posible.
En estas últimas anda Pedro Sánchez. Tanto que en su día buscó el lengua a lengua (perdón por la perturbadora imagen mental) con Rajoy, Rivera, Iglesias o quien le pusieran por delante, para andar ahora racaneando los careos. Manda narices, por lo demás, que siendo quien es y defendiendo lo que dice que defiende, el único que había aceptado era un sarao a cinco en una cadena priovada de televisión. Tiene guasa que haya tenido que venir la Junta Electoral Central, con su normativa prehistórica, a poner las cosas en su sitio, borrando a Vox del festejo —favor que le hacen al indocumentado Abascal, que es un manta intercambiando argumentos— y obligando prácticamente a llevar la cosa a la televisión pública, que debió ser la opción de origen. ¿Y debería ser también la única? Por supuesto que no. En esto estoy muy de acuerdo con Pablo Iglesias. Todas las personas que se presentan a unos comicios deberían tener la obligación legal de vérselas con sus adversarios en un número razonable de debates. Otro cantar sería dar con el formato adecuado para que estuvieran representadas todas las opciones sin que los mensajes se perdieran en la polvareda.