Amama se fuga

A mi amiga Maite se la sopla, con perdón, que se hayan ventilado a Bin Laden, que el trasero de Pippa cause furor y que el Barça juegue la final de la Champions. A ella lo que le quita el sueño es la huelga de comedores. Sobre todo porque su madre se ha declarado en rebeldía y eso es peor que un paro de los controladores en agosto. La señora estaba hasta los mismísimos rulos de tener cada día más comensales. Porque además de guisar para su marido, que solo pisa la cocina para sintonizar el televisor, lo hace también para su hija pequeña y su yerno, que llevan diez años casados y aún no han desprecintado la olla exprés. El microondas sí, para descongelar los platos precocinados. También se sientan a su mesa un par de nietas con padres encadenados en cuerpo y alma al trabajo. Y de vez en cuando, las amigas de las nietas, que entran y salen como Pedro por su casa. Vamos, que si les cobrara a todos el menú del día, no tendría que teñirse de supermercado.

El pasado domingo, viendo la que se le venía encima con la huelga de comedores, colgó el delantal y les dejó a todos plantados. Ahora eso sí, con la nevera repleta de tupperwares. Ante el temor de que no vuelva, dividen las albóndigas con bisturí para racionarlas como hacen con los cocos los concursantes de Supervivientes. Mi amiga, que se ha quedado con los niños colgados, dice que el curso que viene, en vez de al jantoki, les va a apuntar a un wok, que le garantiza gambas calientes los 365 días del año.

No más regalos

Niños con dos madres, con un solo padre gestados en vientres de alquiler, que viven con los aitites, una familia de acogida o vaya usted a saber. Con este panorama, no es de extrañar que en algunos colegios hayan optado por suprimir los regalos del día del padre y de la madre. Y no saben cómo se agradece el gesto, no solo por la apertura de miras, también por el ahorro de espacio. Porque empiezas a guardar todos sus garabatos y en cinco años tienes ya catalogados más bocetos que el Museo de Bellas Artes. Rayajo verde con pegote de potito de manzana y plátano. La cría, once meses y tres días. Y por más que haces limpieza, nunca te atreves a tirarlos. ¡Ni que fueran picassos!

A las obras de arte que hace en casa hay que añadir las que perpetra en horas lectivas. Que si un collar de macarrones, que si una corona de cumpleaños, que si una botella de plástico decorada, que si una pelotilla de papel pinchada en un palo… El currículum escolar debería prohibir los trabajos manuales que no fuesen plegables o planos. Vale que si el niño es un albardado, según se da la vuelta, aprovechas para tirarlos, pero no es mi caso. «Ama, ¿dónde está el sol de plastilina que hice en la haurreskola?». Glups, ya me ha pillado. Ahora su desconfianza es tal que escruta todo lo que echo a la basura. Y siempre le vale para algo. Con un par de yogures y un hilito, la tía se ha montado una intranet. No tengo claro si es una artista, una ecologista radical o sufre síndrome precoz de Diógenes.

Yo confieso

No sé si será porque la artrosis impide reclinarse a los fieles, cada vez más entrados en años, o porque, visto el panorama mundial, nos creemos todos unos santos, pero lo cierto es que ya casi nadie revela sus pecados en los confesionarios. Hay quienes ni siquiera dicen la verdad sentados en el banquillo de los acusados, pero vayan depilándose las ingles para hacer un striptease fiscal, porque con Hacienda hemos topado. Para evitarnos tentaciones y pensamientos impuros, ella misma declarará por nosotros en buena parte de los casos. El resto tendrá que sufrir su particular calvario, atornillado al T-10. Un documento con nombre de robot galáctico con el que deberán rendir cuentas.

Y no es por desanimarles, pero no se molesten en adjuntar los vales descuento del supermercado. Mi vecino, que es muy apañado, ya lo intentó el año pasado. Tampoco trate de desgravar por su hijo parado, porque ese tiarraco con entradas que se le ha grapado al sofá-cama de los invitados, por más que usted le llame mi niño, tiene ya 47 años. La peor penitencia, sin duda, es encontrar el recibo del impuesto de alcantarillado. Un papelillo que le enviaron Dios sabe cuándo y que su pareja archivó, como solo él sabe hacer, en el sitio más insospechado. Escrutados los maceteros, el cajón de los calcetines y el botiquín, por fin lo hallará en el armario de la cocina, clasificado alfabéticamente entre el albal y las bayetas. «¿Ves como no nos hacía falta un A-Z?». ¡Dios, qué cruz!

No caigan en la trampa

No sé para qué les aviso porque seguro que a estas alturas más de uno ya ha caído en la trampa. La cosa habrá empezado de forma aparentemente inofensiva, tal que así: «Cari, encárgate tú del viaje para Semana Santa». Y no es por amargarles la fiesta, pero tienen todos los boletos para que termine con un: «Menuda mierda de vacaciones, para esto nos habíamos quedado en casa». La mayoría de sus parejas, todo hay que decirlo, se quejarán de puro vicio. Por el gustillo que da criticar cuando uno no ha pegado ni golpe. Que si en el bufé del hotel no tienen barritas de muesli ni chistorras, que si los masais podían haber escondido sus smartphones para posar en la foto

Pero también habrá quien protestará con razón. Pensar que a su marido le encantaría dormir en la habitación de Mickey Mouse en Disneyland París es bastante osado. No solo porque odia los ratones, sino porque ya ha cumplido 65 años. Tampoco contratar un paquete multiaventura cuando su novia está embarazada de ocho meses parece, a priori, muy acertado. A no ser que quiera que dé a luz en plan naturista, bajo el agua, mientras descienden por unos rápidos. Decantarse por la casita de los aitites en Burgos tampoco parece buena idea, teniendo en cuenta que irán sus cuñados con las gemelas diabólicas, el adolescente mosqueado por defecto y el San Bernardo. En mi casa, para evitar sobresaltos, firmamos antes de viajar un pacto de no agresión. Y luego ya vuelan los platos.

El rollo de celo

Hay productos que deberían ser retirados inmediatamente del mercado. Y no me refiero a los atunes con tres sospechosos ojos rasgados, sino a los objetos cotidianos que, valiéndose de su impunidad como seres inertes, te complican la vida. Como esos botecitos para el lavabo que, más que dispensarte jabón, te lo escupen a bocajarro. Eso en mi tierra se llama agresión, pero, claro, a ver quién es el listo que se querella contra un trozo de plástico. Aunque Berlusconi parece de látex y está imputado.

También son desesperantes los rollos de celo que se resisten a ser despegados. Te dejas las uñas de porcelanosa rascando y a lo sumo arrancas una tirilla lateral que no da ni para envolver un espagueti con papel de regalo. Pero tu herido orgullo de consumidor te impide tirarlo, así que va pasando de generación en generación. «Antes muertos que vencidos», te dice a punto de expirar tu padre poniéndote el rollo de celo en la mano. Y, claro, como poco, lo echas a un cajón.

Los rotuladores para pizarra blanca también deberían estar vigilados. Algunos huelen tan fuerte que ha habido niños que se han colocado. La cría, sin ir más lejos, soltó el otro día, bajo sus efluvios, que de mayor quería ser médico violinista. Está bien. Así podrá tocar en la calle mientras busca trabajo. Lo malo es que luego pidió que la borrásemos ya del colegio. Pronto empezamos. «Cari, esconde el pegamento, que se nos echa a perder». «Tranqui, siempre le quedará lehendakaritza«.