Un máster en bragas

En la variedad está el gusto, dicen, pero sin pasarse. Porque ha llegado un punto en el que hasta para comprarse unas tristes bragas hay que hacer un máster. Tanga, boxer tanga, brasileña, brasileña de tira, a cadera, clásica, boxer a cadera, sujeción… Joé, ni que fuéramos a desfilar por el pasillo de la oficina en plan ángeles de Victoria’s Secret. Que yo solo quiero taparme el culo, como ellos, que apenas tardan unas centésimas de segundo en elegir entre un boxer o un slip.

Ni siquiera en la peluquería, encima del sablazo que te pegan, te dan opción a relajarte. ¿Te pongo mascarilla, suavizante, espuma, laca, unas mechas, extensiones, un café? Ponerme, me estás poniendo de los nervios. Y cuando crees que el interrogatorio se ha acabado, vuelven al ataque. ¿Lo quieres rizado con las puntas lisas, liso con la puntas rizadas, planchado, cardado, peinado despeinado…? ¿Eins? No sé, yo solo venía a cortarme las puntas, como ellos, que se sientan, dicen: «Lo de siempre», como si estuvieran pidiendo una caña, y al de un rato se levantan sin necesidad de explicarse más.

Tampoco comprar productos de cosmética es fácil. Y eso que la última vez llevaba en el bolso el minilarousse de inglés. Pero ni por esas. Qué quieren que les diga, yo leo Base de maquillaje waterproof con brocha perfect touch, me suena a plato de Ferran Adrià y me bloqueo. Así que voy por el mundo con la cara lavada, ahora sí que sí, como ellos. ¿No dicen que está de moda lo andrógino? Pues eso.

Gadafi le da risa

Decían que Gran Hermano era un experimento sociológico. Y entonces El Reencuentro ¿qué es? ¿Una tesis doctoral? Con idéntico rigor se ha realizado el siguiente sondeo de opinión. Fecha: ayer, miércoles. Hora: ocho de la mañana. Muestra: un individuo de sexo femenino y cuatro años. Margen de error: más menos cero (los niños, hasta que no te piden dinero, no mienten demasiado). Recién levantado, el sujeto es expuesto a una arenga de Gadafi en Youtube. A la pregunta: ¿Qué te parece este señor? (por llamarle algo, no olviden que estamos en horario infantil), la encuestada responde: «Gracioso. Parece que está hablando en francés». Me lo temía. Al menos ella puede alegar su minoría de edad y que las legañas le nublaban la vista, pero ¿qué argumentarán los presidentes de Gobierno de todo el mundo que se han fotografiado enseñando dientes con él?

La segunda fase del estudio consiste en mostrar a la misma inconsciente unas imágenes del tsunami de Japón. Tras ver los vehículos flotando, concluido el vídeo, dice: «Qué gracia, ponme otra vez esos coches sin ciudad». ¿Pero qué tipo de monstruo estoy criando? Le pregunto que qué le da pena. Y contesta que el capítulo en el que Bob Esponja llora porque su mascota Gary le ha abandonado. Uf, qué alivio. Al menos tiene empatía, aunque sea con un dibujo animado. Bien pensado, no es la única a la que, más que la muerte de 10.000 japoneses anónimos, le ha conmovido la del oso polar Knut.

Ni contigo ni sin tweet

http://www.youtube.com/watch?v=vJOmrqvJsAQ

Lo mío con las redes sociales es un ni contigo ni sin tweet. Mientras muchos las utilizan con fines humanitarios, como derrocar a dictadores, otros tantos se asoman a ellas solo para saber de familiares y amigos. Pero así, por encima, sin entrar en profundidades. Aunque siempre hay algún pelma que se excede en su afán informador. «Me estoy meando». «Ya voy por el pasillo, camino del baño». «Psssssss». «Tengo que comprar Baldosinín». ¡Basta ya! ¿Es que tienes un ipad incrustado en la tapa del sanitario? ¡Deja de retransmitir tu vida al minuto como si fuera la final de la Champions League!

Otros, sin embargo, son tan parcos en palabras que solo te escriben en las grandes ocasiones. Como aquel primo lejano de cuarenta y tantos que de repente twittea: «Va a ser niño. Le llamaremos como mi pareja, George». ¿¿Niño?? ¿¿George?? Creo que me he perdido algo. Eso sí que es concisión. Y todavía le sobran 89 caracteres. También hay quien se hace la interesante y cuelga dramáticos posts del tipo «Tranquilos, saldré de esta». Perdona, pero yo estaba muy tranquila hasta que has escrito eso en tu muro. ¿No será que tienes la gripe y quieres llamar la atención? Y qué me dicen de los que te mandan jueguecitos del tipo: «Ricardo se siente hoy como una amapola. ¿Con qué linda flor del campo te identificas tú?». Pues con la mala gaita que me canta, con la carnívora, ¡no te fa! Si ya lo decía Bisbal, la peña tiene mucho tiempo libre. Sobre todo los parados. Multipliquen por cuatro millones. ¡Ahí es nada!

¿Susto o muerde?

Adoro los animales. De hecho, tengo tres: dos racionales y una tortuga. Aunque al precio que está la comida para galápagos y teniendo en cuenta que no pega palo al agua, creo que ella es la más sapiens de los cuatro. La niña tampoco aporta mucho a la economía familiar, pero al menos se alegra al vernos, no como la otra, que ni mueve la cola.

Parásitos desagradecidos aparte, insto al resto de dueños de mascotas a que nunca pierdan la perspectiva. Que uno duerma con su perro tamaño poni a los pies no quiere decir que a un chavalín le guste sentir el aliento de su dogo alemán a un palmo de su cara. Es como si tu vecino saliera a pasear con su boa constrictor atada con una correa extensible que le permitiera reptar, por delante de él, a dos o tres manzanas. Si, tras mucho caminar, alcanzara a su dulce serpiente y esta estuviera enroscada a tu cuello, en plan fular, le bastaría con pronunciar las palabras mágicas: «Tranquilo, no muerde». ¡Solo faltaba! Como si no fuera suficiente con el tembleque de piernas y la taquicardia.

¿Y qué me dicen de los chihuahuas con traje de lentejuelas y uñas de manicura que se te encaran, cuando menos te lo esperas, como si fueran pit-bulls? ¿Acaso vamos el resto de los viandantes pegando sustos al personal? Ahora que los perros tienen por dónde correr sueltos en Bilbao, no hay excusa que valga. La libertad de las mascotas debe estar acotada. Advierto de que mi tortuga es carnívora. Y no la emprendan conmigo, que solo soy una pobre mamífera.

Ya pienso yo, gracias

Vale que las nuevas tecnologías te facilitan la vida, pero al menos podían hacerlo con tu consentimiento. No me digan que nunca han mentado a la madre del que inventó la autocorrección del Word. Escribes una palabra en euskera y, lejos de admitir su ignorancia, busca entre su repertorio y la sustituye por la que más se le parezca. Automáticamente, oye, sin titubear. Tú, erre que erre, tecleas Arantza. Y él, que Araña. Y tú, que Arantza. Y así hasta que te mosqueas y eliminas el documento. Entonces, sí, empieza a preguntar. ¿Está seguro? Le das a aceptar. ¿De verdad que lo quiere borrar? ¡Sí! Luego no me venga con que lo quiere recuperar… Por si fuera poco, libras la batalla atrapado en un edificio inteligente, que te cuece o te criogeniza según decide unilateralmente su termostato, y que, a falta de ventanas por las que tirarse, en un alarde superlativo de ahorro, te hace respirar el mismo aire una y otra vez.

Tampoco le veo la gracia a los ascensores con memoria, sobre todo porque hay quien llama a varios y, para cuando el tuyo para en su planta, ya se ha esfumado en otro. En lo que se abre y ves que no hay nadie solo pasan segundos, suficientes para desear que el ausente se quede colgado en la entreplanta. Los elevadores son tan autónomos que detectan a los metepiernas y vuelven a abrir las puertas que estaban a punto de cerrarse sin atender a que el pasaje pide a gritos la amputación. Reivindiquemos nuestras neuronas. Que las máquinas no se pasen de listas.