El gen torpiño

No hay lugar a dudas. Lo ha heredado. Por más huevos Kinder que le ofrendé a Santa Clara, la niña tiene el gen torpiño desarrollado. No tanto como su padre, pero haberlo, haylo. El otro día, sin ir más lejos, con un sutil toque de cuchara consiguió salpicar de puré de acelgas, además de sus pestañas y el mantel, dos azulejos, el reloj de pared, el entrecejo de su padre, mi pelo recién planchado y la tortuga, que desde entonces sufre estrés postraumático y no sale del caparazón. Pena que ya no se lleve el gotelé, porque la cría tendría el futuro asegurado. Tanto hablar del efecto mariposa y es el efecto catapulta el responsable del desaguisado. Y todo ello a menos cinco. Cuando ya tienes el bolso colgado y las llaves en la mano.

A veces padre e hija se conjuran. Creo que quieren desquiciarme y que eche espumarajos por la boca para grabarme y colgar el vídeo en Youtube. La última vez que lo han intentado la bendita se dibujó un graffiti con un rotulador velleda punta gorda en su pijama blanco. No traten de hacerlo en sus casas. Les aseguro que en los tejidos no se borra con la mano. Si frotas mucho, a lo sumo, logras difuminarlo. Así lo eché al cesto de la ropa, con la esperanza de que la lavadora hiciera algo. Pero él y su calzoncillo bermellón de Superman -lo de Superman es un decir- acabaron de rematarlo. Ahora no sé si se parece más a la camiseta ketchup del Athletic o a un diseño de Custo. Aun así, no podrán conmigo. Para combatirles he decidido plastificarlo todo. Vale que las bragas de hule rascan, pero es lo que hay.

Del curro al hoyo

Supermán no se jubila

De niños sobrevivieron a una guerra y a estas alturas de la película poco hay que les pueda impresionar. Por eso hablan de la muerte sin tapujos. E incluso la echan de menos, pero para los demás. «A ver si la gripe se lleva a unos cuantos viejos por delante, que no hacen más que estorbar», te suelta un día tu tía, noventa años del ala en el carné de identidad. Y tú le dices que qué barbaridad y luego piensas que, dado cómo está el sistema de pensiones, no nos vendría nada mal. Pero lo piensas sin querer y muy bajito, porque te da vergüenza. La culpa ha sido de tu tía, por empezar.

Otro día, tu madre, octogenaria, te mete más cizaña. «Llega una edad en la que te acorchas y ya no coges ni un catarro ni nada». Y la puñetera, como diría el polígrafo de la tele, dice la verdad. Ni un estornudo en todo el invierno, oye, y todos los hijos hechos polvo, que el que no tiene ciática tiene vértigos y el resto anda con el virus gastrointestinal. ¿Por qué habrá remedio para los virus informáticos y ninguno para los de verdad?

En resumen, que entre que hay muchos y son invencibles, nos queda mucho que escuchar. Lo peor es cuando empiezan a darte instrucciones sobre su propio funeral. «A mí no me enterréis, que me da yuyu«. «Y ojito con meterme al horno, que no soy ningún ave de corral». Y tú, todo agobiado, pensando si los disecas y los expones en un museo, los troceas a lo Santa Teresa de Jesús o los donas a la ciencia. Quita, quita, a la ciencia no, que como siga avanzando, no nos jubilamos ni para atrás.

Marranónimos

No a las colillas en la playa.

No hay nada como el anonimato para hacer el marrano. A esta certeza se llega lo mismo en un baño público nauseabundo que en la intimidad de un ascensor garabateado. El segundo caso ofende, sobre todo, si al elevador le precede una lucha titánica contra los vecinos del bajo. Aún no ha acabado uno de pagar derramas y aparece el primer rayado: Gora ETA. Además de capullo, desinformado. Más le valdría leer el periódico. A nada que hubiese echado un vistazo, se habría topado con alguno de los fascículos del comunicado.

El bobo anónimo confirma haberse quedado anclado en el pasado con un CxS grabado a llave entre los botones del tercero y el cuarto. ¿No se habrá enterado de que lo último en romanticismo barato es colocar por ahí un candado? Tras escrutar las iniciales de todos los buzones, uno se da por vencido y dirige sus iras contra los del piso alquilado. ¿Quién si no? El último en llegar, está claro.

Lo más traumático aconteció hace semanas, con la aparición estelar de un excremento. «Hay una caca en el portal», anuncio al llegar a casa. «¿De persona o de perro?», indaga el de siempre, intrigado. Es como cuando le dije que se había muerto el panadero y me preguntó si antes o después de darme la txapata. «Me imagino que de perro», contesto. «¿Estás segura?», insiste. «No la he analizado, pero ¿qué más te da? Sea de quien sea, aquí hay un guarro». También hay marranónimos en los trabajos. ¿O no se han encontrado algún vaso de café lleno de colillas? A veces se acumulan tantos que parecen una obra del museo de titanio.

Vuelve la colleja

La creía erradicada, pero la colleja ha vuelto. Tanto psicólogo advirtiendo de la falta de autoridad de los padres que no saben poner límites a sus hijos y resulta que algunos -antes muertos que permisivos- han decidido marcar sus normas, como antaño, a tortazo limpio. Y no tienen una sola ceja ni un garrote bajo el brazo, no. Son aparentemente normales. Como usted y como yo.

¿Que el niño se salta un semáforo? Pues le enseñan educación vial con un buen cachete. ¿Que le estira del pelo a su hermana? Pues le conciencian sobre lo detestable que es agredir soltándole un pescozón. Y una que los ve, con un nudo en el estómago y otro en la lengua, implora por lo bajines que aparezca una legión de supernannys para que les manden a una esquina a pensar lo malos educadores que son.

A otros no les pillas in fraganti, pero defienden sin pudor que un tortazo a tiempo es mano de santo, alaban el buen resultado de los azotes en las pataletas de supermercado y te hacen sentir como una gili por utilizar técnicas de motivación con pegatinas o castigos no violentos como apagar el televisor.

El tiempo dirá a quién le sale mejor, pero mientras tanto ruego a los programadores que dejen de sacar en la tele a adolescentes macarras. Algunos los utilizan para justificar su mano dura preventiva y a otros nos tienen tan asustados que nos hemos hipotecado para construirnos un búnker. En algún sitio habrá que esconderse cuando los gomets ya no sean suficiente aliciente para que estudien en vez de hacer botellón.

Desaparecido en combate

Foto: KoramchadNada. Que no le encuentro. Ha pasado ya una semana y, por más que aparto embalajes, el padre de la criatura no aparece. La última vez que lo vi estaba tras una montaña de pelotillas de papel de regalo, apuntalando los tabiques de una casa de muñecas y colocando dos docenas de pegatinas en el minúsculo mobiliario. No hay derecho. Todo venía desmenuzado. Le habría salido más rentable que le hubieran mandado directamente a la cadena de montaje. Al menos, la casita habría venido construida y la niña no se habría quedado con esa cara de pavo al ver caer sobre la alfombra doscientas piezas de plástico. Es la misma que se les quedaría a ustedes si dejáramos el periódico a medio escribir y adjuntáramos un boli para que rellenaran por sí mismos los blancos.

Mientras remuevo cartones sin demasiado entusiasmo -le echo de menos, pero tampoco es para tanto- me tropiezo con el chucho interactivo, que aún lleva la etiqueta y ya ha sido abandonado. ¿Recogerán en la perrera a un bichón maltés sintético o tendré que reciclarlo? Ahora que lo pienso, lo último que masculló el desaparecido es que iba a descolgar la granja de Playmobil por el balcón, en plan adosado. Ups. Pues sí. Está ahí, encerrado. Le veo ojeroso. Y enfadado. No sé si abrirle ya o esperar un rato. Menos mal que el Papa le va a dar una alegría. Dice que el purgatorio no es un lugar del espacio, «sino un fuego interior, que purifica el alma del pecado». Ya decía yo que esos ardores de estómago tras las comilonas navideñas le tenían que redimir de algo.