La sociedad es la culpable

Aún estaban perorando los que saben a pies juntillas que la política migratoria es cuestión de abracitos de oso y terrones de azúcar, cuando se sumaron al jaleo los expertos en psicología infanto-juvenil. Llegaron juntos y revueltos los megafachas, los requeteprogres, y los de cuarto y mitad con sus teorías a cada cual más lisérgica para explicar por qué un criajo de trece abriles se había llevado por delante a un profesor de un machetazo y dejaba heridos a dos adolescentes y otros dos adultos. Se entiende, ojo, que explicar sin que quedara medio resquicio a la duda ni a lo que pudiera desvelar una investigación posterior. Y así empezaron los unos a señalar la letal influencia de los juegos del interné, los de rol, y las sanguinolientas series de televisión. Tres diapasones más arriba, hubo un componedor de perfiles de urgencia que llegó a verter algún grado de responsabilidad sobre Ardá Turán y Valentino Rossi, ídolos deportivos del asesino alevín.

A la recontra, el sector zen dictaminaba con total certeza que, como de costumbre, no había otra culpable que la alienante sociedad que inocula en los seminiños un vacío tan atroz que lo menos que pueden hacer, ¡pobres angelitos!, es liar una escabechina. Pero sin mala intención, ¿eh? Solo como forma poca elaborada de reclamar la atención de sus mayores. Una pena y tal, lo del cadáver y los cuatros heridos, fruto, en todo caso, de no haber profundizado lo suficiente en esa mano de santo que llaman educación en valores.

Tíldenme como equidistante, pero les aseguro que me siento a tantos años luz de las versiones edulcoradas que de las tremebundas.

Sí, ¿pero cómo lo evitamos?

Novecientos muertos en el Mediterráneo. Cómo no participar de la congoja y del espanto. Por un ratito, aunque sea, hasta que empiece el partido de nuestro de equipo o venga el camarero con los entrantes. Lo difícil, para mi absolutamente imposible, es distinguir los sentimientos genuinos —y me incluyo— en la torrentera de golpes de pecho. Debo de ser un mal tipo, porque buena parte de los lamentos de las últimas horas me parecen parte de una coreografía o de un concurso de ocurrencias lastimeras o recriminatorias. Son tan plásticas, tan fotogénicas, las catástrofes ajenas… Se prestan tanto al engolfamiento estético, que se diría que, en realidad, ocurren para que ese artista-protesta que casi todos llevamos dentro pueda dar lo mejor de sí mismo. No ya a coste cero, sino además, sacando como rédito un toque de chapa y pintura para la conciencia y un ensanchamiento de ego. Cómo molan las dos docenas de retuits a tus incisivas y rechulas frases de denuncia. Y si van con foto, ni te cuento.

Me repugna, como a cualquiera, la hipocresía de los gerifaltes de la Unión Europea que andan convocando reuniones urgentísimas para no arreglar nada y soltando discursos plañideros tan babosos como faltos de crédito. Me sumo a los que se acuerdan de sus muelas y hago mía la peor de las invectivas que se les haya dirigido. Pero un segundo después pregunto absolutamente en serio y sabiendo a lo que me expongo cuál es el modo de que no vuelva a ocurrir. No hablo de grandes y nobles palabras de cuatro céntimos ni de cagüentales estentóreos, sino de las actuaciones concretas que se deben acometer. Yo lo desconozco.

Los p… vascos

Era de manual. Conforme se acercara la hora de echar la papeleta en la urna y las encuestas le mostraran al PP alavés que el culo le va oliendo a pólvora, habría que sacar de la bodega un nuevo bidón de gasolina. No resultaba difícil averiguar cuál, y menos, siendo jefe de la campaña un tipo como Iñaki Oyarzábal, al que nunca se le han dado bien ni las matemáticas ni las sutilezas. Ande o no ande, exabrupto grande. ¿No parece que al munícipe de los récords cutretortilleros le está saliendo medio bien, con sus cosillas, la jugada de los p… moros? Pues a qué estamos esperando para que el otro Javier, el que manda sobre más territorio pero vende menos escobas mediáticas, empiece a ciscarse públicamente en lo p… vascos —léase naturales de Bizkaia y Gipuzkoa— y en su p… idioma, el euskera.

Dicho y hecho. Allá que se plantaron en un pepetoqui los mentados De Andrés y Oyarzábal, con el metáforico pelucón rizado de Pablo Mosquera y la imaginaria falda de cuero de Enriqueta Benito, a vomitar bilis victimista sobre los malvados vecinos y su bárbara lengua de imposición. Si los de las pateras roban las ayudas sociales a los propios del lugar, los que llegan en BMW (como poco) desde el norte arramplan con los curros chachis de los locales. Palabrita del Diputado General: “[Los vizcaínos y los guipuzcoanos] vienen a quitar los puestos de trabajo de aquí porque [en Araba] hay menos euskaldunes y eso supone una barrera enorme para que los alaveses puedan acceder a la Administración”.

Y esa es la versión más dulce. El resto de las intervenciones tuvieron aun mayor octanaje. Creen que sembrar odio da votos.

Votar en conciencia

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? O, preguntado de modo más directo: ¿Tienen conciencia los representantes políticos? Entre que por mis venas corre sangre gallega y que aborrezco el vicio de la generalización, tiendo a pensar que unos sí y otros no. Aunque, ahora que caigo, para los efectos de esta columna, que la tengan o la dejen de tener es secundario. Lo que en realidad yo quería plantear, atiéndanme al matiz, es si se les puede o debe permitir ponerla de manifiesto en una votación parlamentaria.

Advierto que no sirve como respuesta el sí cuando el desmarque del (o de la) culiparlante en cuestión coincide con nuestra postura y el no cuando ocurre lo contrario. Y tampoco vale la triquiñuela de establecer que hay asuntos en los que cabe apelar a la tal conciencia —mayormente, los de cintura para abajo— y otros que no están sujetos a ella. Como coincidimos hace un par de noches en Gabon de Onda Vasca, tan peliagudo puede ser pronunciarse sobre el aborto como hacerlo sobre las aspiraciones soberanistas, una reforma laboral que lamina derechos o un aumento del IVA que no se contemplaba en el programa electoral.

Hechas todas esas apostillas, volvemos al intríngulis de estas líneas: ¿Es o no de recibo que una persona elegida en el seno de una lista cerrada, bloqueada y vaya a usted a saber si en el número tres o en el catorce, se constituya en verso suelto y vote lo que le salga de… la mentada conciencia? ¿Lo es cuando el pronunciamiento personal va abiertamente en contra de los motivos que han llevado a los electores a optar por ese partido en concreto? Confieso que no lo tengo claro.

El regalo de Pablo

Incluso sin haber sido alumbrado, el régimen de 2015 (o 16, o 17, o cuando toque) empieza a parecerse un huevo y medio al malhadado de 1978 que dice venir a derribar y sustituir. Si en aquellos días glorificados ad nauseam por Victoria Prego y Cuéntame, el joven turco —o sea, sevillano— Felipe González Márquez barnizó de legitimidad con su saliva al sucesor del caudillo a título de rey, en este nuevo cambiazo de era aún por llegar, ha sido el adelantado Pablo Iglesias Turrión el que ha investido de campechanía al Borbón menor.

Qué imagen para los futuros videos de primera que glosen con almíbar y ajonjolí la retransición o como sea que vayan a llamar a la cosa. Frente a frente, los dos preparados, el de cuna y el de Alcampo, se echan unas sanotas risas a cuenta de los deuvedés de Juego de tronos con que el líder de Podemos obsequió —tal es el verbo— a SuExcelenciaElJefeDelEstado. Hasta García Margallo, que es un sieso del copón, se descojonaba relajado a la vera del marido de Letizia Ortiz. Lo que el baranda de la diplomacia española probablemente sospechó que iba ser un trago de cuidado acabó convertido en un entrañable momento Nescafé. Los dos mocetones que simbolizan el haz y el envés (y viceversa) del futuro de la patria, departiendo en buena armonía. El consenso redivivo, qué profunda emoción. España mañana será, como siempre, monarquicana.

El 14 de abril que acabamos de dejar atrás ha sido el más descafeinado de los últimos años. ¿Cómo es posible, si el anterior puso temblonas muchas rodillas regias? Respondan los opinadores de la izquierda fetén… cuando dejen de reír la gracia del regalo.

Adulando a Galeano

He participado, lo confieso, en los excesos fúnebres, casi juegos florales, en torno a Eduardo Galeano. No me disculparé por ello. Era casi un imponderable físico o aritmético. Incluso, diría, puro determinismo vital. Pertenezco a la última (o como mucho, penúltima) generación que se dejó deslumbrar por lo que llamaron y creo que aún llaman boom latinoamericano. Qué gracioso o todo lo contrario, anoto al margen robándole una idea al gran Bernardo Erlich, que el único superviviente de aquella explosión de la izquierda literaria sea el que pegó el enorme brinco a la derechaza, o sea, Vargas Llosa.

Qué divertido también, sigo señalando paradojas, que muchísimos de los que se vinieron arriba en la hemorragia laudatoria del uruguayo lo hicieran esgrimiendo a modo de biblia Las Venas Abiertas de América Latina. No hacía ni un año que su autor había reconocido sin reparos que en la época en que escribió el libro que tantos tuvimos como verdad revelada, sus conocimientos de economía y política eran manifiestamente mejorables. Aunque aseguró que no se arrepentía de haberlo firmado, sí dijo que sería incapaz de leerlo de nuevo, y añadió: “Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital”.

Miren que Galeano fue un mago casi insuperable pariendo aforismos y frases redondas de apenas línea y media, pero encuentro pocas que me digan más que la que encabeza el entrecomillado. Ahí está el retrato de un tipo que no se dejó sobornar siquiera por su legión de aduladores. Bien es cierto —me apuesto algo— que la mayoría no se han dado por aludidos.

El fin del sistema

Vuelvo de unas vacaciones de diez días disfrutadas a partes casi iguales en un pequeño pueblo que no sale en ninguna guía y en una gran capital turística. En ambos lugares y en los respectivos viajes de uno a otro más el de regreso a mi casa —dos mil kilómetros en total— me he encontrado con hordas de seres humanos de amplísimos bolsillos. Allá donde mirara, corrían con igual alegría las modestas rondas de vermú con tapa incorporada que las prohibitivas comandas de combinados alcohólicos acompañadas de generosas raciones de gambas o ibéricos. Y no era solo una cuestión del sector hostelero. Ante cada caja de cada local comercial abierto he visto interminables colas formadas por individuos que aguardaban a que les cobrasen, y no precisamente a precio de ganga, toda clase de quincallería de quinta, sexta o séptima necesidad. Teniéndome por un tipo austero por lo general, debo confesar que yo mismo he participado de esa ligereza de cartera con un levísimo, apenas imperceptible, sentimiento de culpa.

Mientras derrochaba y (sobre todo) contemplaba cómo derrochaban los demás, me rascaba la cabeza pensando en lo poco que se parecía el brutal espectáculo consumista que se desplegaba a mi alrededor con el paisaje lunar que me pintan una y otra vez en algunos medios y no digamos en las redes sociales. ¿Esta es la crisis sistémica, la antesala de la muerte inminente del modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí, los postreros estertores del malvado y alienante capitalismo antes de dar paso a un nuevo orden requetejusto y megaigualitario que lo flipas mazo? Joder, pues yo no lo diría. Pero quizá esté equivocado.