Cuentan que a lo largo de los caminos a Santiago encontramos toda una serie de monumentos religiosos de simbolismo popular como humilladeros, «cruceiros» y cruces de término, todos ellos situados, habitualmente, a las salidas o entradas de las aldeas, pueblos, ciudades y villas. Con el paso del tiempo, el cristianismo transformó estos pequeños lugares de devoción en pequeñas capillas o ermitas para que los caminantes rezasen por las almas del Purgatorio; en realidad servían también para señalizar los caminos y como muestra de devota plegaria entre los viajeros y caminantes. Esta es una costumbre que se considera de origen pagano o romano de cara a jalonar las calzadas romanas mediante «miliarios», una columna cilíndrica que indicaba la distancia de mil pasos, la cual señalaba una milla romana equivalente a 1480 metros.
Los pueblos celtas marcaban, por ejemplo, las encrucijadas de sus sendas como veneración a la Naturaleza y para gozar de la protección de sus dioses. Incluso atrapados por la creencia del retorno de los muertos colocaban piedras para que los difuntos pudiesen descansar en su itinerario hacia la eternidad y, además, colocaban a los enfermos en los cruces confiando en que lograsen la sanción por mediación divina o con la ayuda de otros caminantes. Es curioso, pero hoy en día en los cruces de las rutas jacobeas se pueden encontrar pilas de guijarros depositadas por los peregrinos y peregrinas….
El simbolismo de los cruces siempre ha estado estigmatizado por el miedo a la muerte y la oscuridad, leyendas de comercio con demonios, brujas y almas en pena, pues existía la creencia de que los caminos estaban destinados durante el día para los vivos y durante la noche para los muertos aunque, como antes se ha indicado, el cristianismo transforma todo estos símbolos en lugares donde corresponde humillarse o inclinar la cabeza en señal de sumisión a la cruz y a la imagen sagrada del humilladero para que proteja con un Buen Camino al peregrino o peregrina.
Cuentan que en el Camino del Norte al pasar por Donostia San Sebastián, en la plaza de Okendo, los peregrinos y peregrinas encuentran la estatua del navegante guipuzcoano Antonio de Oquendo y Zandategui, «Gran Almirante, experto marino, heroico soldado y cristiano piadoso», según se indica en el pedestal, al que «nunca el enemigo vio las espaldas», el cual, además, supo mantener el honor a la patria en cien combates. Su vida transcurrió vinculado a la mar, entre los años finales del siglo XVI y la mitad del XVII; al recibir de su padre Miguel de Oquendo, una sólida vocación a la Corona y la Mar Océano. El monumento fue realizado por Marcial Aguirre Lazcano y promovido por el ayuntamiento donostiarra y costeado en 1894 por suscripción popular y siendo fundida la escultura en bronce mediante los cañones viejos aportados por el Ministerio de la Guerra. Antonio de Oquendo con apenas 16 años comenzó su recorrido vital en el mar Mediterráneo, en las galeras de Nápoles capitaneadas por Pedro García de Toledo, como «entretenido» sin ninguna experiencia previa, enchufado y recomendado, al rey Felipe III como consecuencia de la brillante trayectoria de su padre que había sido general de la escuadra de Gipuzkoa.
Por entonces, Antonio de Oquendo y Zandategui era un joven barbilampiño, de pequeña estatura, y de rostro moreno, el cual se adaptó con diligencia a la vida en el mar y que, además, aprendió con celeridad los detalles y particularidades de la navegación, demostrando valor en el combate a la hora de batallar contra los piratas; hasta lograr, al de pocos años, el primer mando de los galeones el Delfín de Escocia y la Dobladilla para buscar y destruir a dos corsarios ingleses que saqueaban las costas y pueblos del Golfo de Cádiz. Finalmente, Antonio de Oquendo salió vencedor capturando una de las naves inglesas y haciendo huir a la otra. Este éxito le significó el nombramiento de jefe interino de la Escuadra de Vizcaya, que navegaba por el mar Cantábrico y las costas portuguesas, escoltando a los barcos mercantes de la Flota de Indias.
A partir del año 1611 comienzan sus viajes transoceánicos como general de la Flota de Nueva España, continuando con las labores de vigilancia de los mercantes que transportaban metales preciosos desde América y atesorando un gran prestigio siendo nombrado por el rey Caballero de Santiago. Es en estos años cuando contrae matrimonio, por poderes, con María de Lazcano, perteneciente al linaje de los Oñacinos.
Los años pasan y tras diversas vicisitudes en la vida de Antonio de Oquendo, los holandeses amenazan las costas del Caribe, adueñándose de puertos estratégicos, ocupando la región brasileña de Pernambuco, productora de caña de azúcar, con el fin de instaurar el monopolio de este comercio entre sus dominios, además, del tráfico de esclavos entre África y América. Pero el rey Felipe IV puso al mando de Antonio de Oquendo una flota compuesta por un total de dieciséis galeones españoles y cinco portugueses acompañados de doce carabelas con 3.200 soldados de refuerzo para recuperar Pernambuco.
La flota holandesa estaba compuesta por dieciséis buques y 1.500 hombres al mando de Adrian Hans-Pater que «plantó batalla» en la Bahía de Todos Los Santos a la armada española capitaneada por el galeón Santiago de 700 toneladas gobernada por Antonio de Oquendo. Después de siete horas de cañonazos entre las naves de los líderes, el buque de Hans-Pater se prendió fuego quedando el almirante guipuzcoano vencedor de la contienda.
La última batalla de Antonio de Oquendo llegó en la Guerra de los Treinta Años cuando tuvo que vérselas en el Canal de la Mancha con la armada de Tromp, quien impuso una nueva estrategia en las batallas navales al evitar el clásico abordaje, que empleaba el almirante vasco, eludiendo el combate directo; cuatro naves holandesas mortificaron, sin éxito, con más de mil quinientos cañonazos el galeón Santiago, que se resistió a flote. El almirante guipuzcoano se mantuvo firme sin entregar el estandarte real, aunque, finalmente, gravemente enfermo pudo llegar a La Coruña para morir acompañado de su esposa e hijo. Antonio de Oquendo y Zandategui está enterrado en el Monasterio de Las Bernardas de Lazcano.
Cuentan que en el Camino Primitivo, en el concejo de Allande, se encuentra la parroquia románica de Santa Maria de Celón, donde subsiste el mito del «cuélebre», un demonio convertido en serpiente alada por la mitología asturiana, que devoraba los cuerpos sepultados en el convento y se apoderaba de las almas de los peregrinos y peregrinas que pernoctaban en aquella capilla. Ni siquiera los monjes benedictinos, que habitaban atemorizados e impotentes aquel monasterio del siglo IX, se atrevieron a combatir al reptil en aquellos años de la Edad Media, pues consideraban que un enfrentamiento directo sería una imprudencia tal que conduciría al valiente a una muerte segura. Hoy en día, los habitantes de la comarca de Allande todavía recuerdan la leyenda, la cual se vincula con el arcángel San Miguel derrotando a Satanás y conduciendo las almas de los elegidos al paraíso.
Pola de Allande es un lugar de paso del Camino Primitivo, que Alfonso II «El Casto» inició desde Oviedo por las tierras asturianas de Salas, Peñaseita, Tineo, Berducedo, Fonsagrada y Allande, atravesando una tierra montañosa y hostil, aislados valles de verdes prados y bosques espesos, camino del Puerto del Palo en dirección a Santiago de Compostela; en estos inhóspitos lugares es donde la leyenda de Santa Maria de Celón cobró «vida propia».
Los monjes benedictinos alojaban a los peregrinos y peregrinas en su monasterio, avisándoles de la presencia del «cuélebre» que por las noches entraba por un orificio de la pared para reclamar los exhaustos cuerpos y las atemorizadas almas de los que allí descansaban. Pero, una noche, un peregrino hizo frente a serpiente asestando con su cayado un terrible golpe en la cabeza del reptil hasta matarla.
Este mito del «cuélebre» se extiende con diferentes acepciones a lo largo y ancho de muchas culturas: Egipto, países escandinavos, celtas y germánicos, así como en China, India, Japón y el lejano Oriente. En Asturias se producen tradiciones de serpientes que asedian a los habitantes de los pueblos cercanos desde cuevas, como por ejemplo, en Ribadesella, Cudillero, Salas, Somiedo y Cangas de Onís, aunque la más conocida, probablemente, es la del Convento de Santo Domingo en Oviedo, donde existía un «cuélebre» que devoraba los frailes del monasterio hasta que el cocinero le dio a comer una hogaza de pan rellena con alfileres que le ocasionó la muerte.