Antonio de Oquendo y Zandategui, el almirante guipuzcoano al que «nunca el enemigo vio las espaldas»

Cuentan que en el Camino del Norte al pasar por Donostia San Sebastián, en la plaza de Okendo, los peregrinos y peregrinas encuentran la estatua del navegante guipuzcoano Antonio de Oquendo y Zandategui, «Gran Almirante, experto marino, heroico soldado y cristiano piadoso», según se indica en el pedestal, al que «nunca el enemigo vio las espaldas», el cual, además, supo mantener el honor a la patria en cien combates. Su vida transcurrió vinculado a la mar, entre los años finales del siglo XVI y la mitad del XVII; al recibir de su padre Miguel de Oquendo, una sólida vocación a la Corona y la Mar Océano. El monumento fue realizado por Marcial Aguirre Lazcano y promovido por el ayuntamiento donostiarra y costeado en 1894 por suscripción popular y siendo fundida la escultura en bronce mediante los cañones viejos aportados por el Ministerio de la Guerra. Antonio de Oquendo con apenas 16 años comenzó su recorrido vital en el mar Mediterráneo, en las galeras de Nápoles capitaneadas por Pedro García de Toledo, como «entretenido» sin ninguna experiencia previa, enchufado y recomendado, al rey Felipe III como consecuencia de la brillante trayectoria de su padre que había sido general de la escuadra de Gipuzkoa. 

Por entonces, Antonio de Oquendo y Zandategui era un joven barbilampiño, de pequeña estatura, y de rostro moreno, el cual se adaptó con diligencia a la vida en el mar y que, además, aprendió con celeridad los detalles y particularidades de la navegación, demostrando valor en el combate a la hora de batallar contra los piratas; hasta lograr, al de pocos años, el primer mando de los galeones el Delfín de Escocia y la Dobladilla para buscar y destruir a dos corsarios ingleses que saqueaban las costas y pueblos del Golfo de Cádiz. Finalmente, Antonio de Oquendo salió vencedor capturando una de las naves inglesas y haciendo huir a la otra. Este éxito le significó el nombramiento de jefe interino de la Escuadra de Vizcaya, que navegaba por el mar Cantábrico y las costas portuguesas, escoltando a los barcos mercantes de la Flota de Indias. 

A partir del año 1611 comienzan sus viajes transoceánicos como general de la Flota de Nueva España, continuando con las labores de vigilancia de los mercantes que transportaban metales preciosos desde América y atesorando un gran prestigio siendo nombrado por el rey Caballero de Santiago. Es en estos años cuando contrae matrimonio, por poderes, con María de Lazcano, perteneciente al linaje de los Oñacinos.

Los años pasan y tras diversas vicisitudes en la vida de Antonio de Oquendo, los holandeses amenazan las costas del Caribe, adueñándose de puertos estratégicos, ocupando la región brasileña de Pernambuco, productora de caña de azúcar, con el fin de instaurar el monopolio de este comercio entre sus dominios, además, del tráfico de esclavos entre África y América. Pero el rey Felipe IV puso al mando de Antonio de Oquendo una flota compuesta por un total de dieciséis galeones españoles y cinco portugueses acompañados de doce carabelas con 3.200 soldados de refuerzo para recuperar Pernambuco.

La flota holandesa estaba compuesta por dieciséis buques y 1.500 hombres al mando de Adrian Hans-Pater que «plantó batalla» en la Bahía de Todos Los Santos a la armada española capitaneada por el galeón Santiago de 700 toneladas gobernada por Antonio de Oquendo. Después de siete horas de cañonazos entre las naves de los líderes, el buque de Hans-Pater se prendió fuego quedando el almirante guipuzcoano vencedor de la contienda. 

La última batalla de Antonio de Oquendo llegó en la Guerra de los Treinta Años cuando tuvo que vérselas en el Canal de la Mancha con la armada de Tromp, quien impuso una nueva estrategia en las batallas navales al evitar el clásico abordaje, que empleaba el almirante vasco, eludiendo el combate directo; cuatro naves holandesas mortificaron, sin éxito, con más de mil quinientos cañonazos el galeón Santiago, que se resistió a flote. El almirante guipuzcoano se mantuvo firme sin entregar el estandarte real, aunque, finalmente, gravemente enfermo pudo llegar a La Coruña para morir acompañado de su esposa e hijo. Antonio de Oquendo y Zandategui está enterrado en el Monasterio de Las Bernardas de Lazcano.

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