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La última llaga de Pedro de Tolosa curada por la Virgen de Santa María La Real de Sangüesa

Cuentan que en el Edad Media el caballero francés Pedro de Tolosa no disfrutaba de un cuerpo muy agraciado pues estaba cubierto por un centenar de llagas, que le tenían angustiado y humillado por sus amigos y vecinos del Condado de Tolosa en la región francesa de Occitania. Cada día veía pasar junto a su casa a peregrinos y peregrinas por el Camino de Arles o Vía Tolosana, en dirección a Santiago de Compostela y, aunque el hidalgo señor no era un hombre demasiado creyente, terminó por rendirse a la convicción y fe que le transmitían aquellos caminantes en la búsqueda de «algo» tan espiritual, invisible, lejano y agotador. De esta suerte, Pedro de Tolosa tomó la decisión de emprender el Camino de Santiago, atravesar los Pirineos y, por Aragón, Navarra y Castilla León llegar a Galizia para postrarse a los pies del apóstol Santiago para pedirle que le librara de las úlceras que le carcomían su cuerpo. Día a día, jornada a jornada, el aristócrata caminó hacia Compostela a través de pueblos y aldeas, deteniéndose en las ermitas, conventos e iglesias consagradas a cada santo o virgen (como la de la fotografía de Santa María la Real de Sangüesa) a quienes suplicaba su recomendación con el apóstol Santiago para que le liberase de sus heridas.

Así, a lo largo de los dolorosos días de travesía, Pedro de Tolosa veía que sus males no cesaban, pero, al mismo tiempo, notaba que los peregrinos y peregrinas, compañeros en el «Camino de las Estrellas», le contagiaban una alegría y fe inflexible mediante el Canto de Ultreia (¡OH Señor Santiago! — ¡Buen Señor Santiago! — ¡Eultreya! ¡Euseya! — ¡Protégenos, Dios!). 

Poco a poco, la esencia del espíritu del Camino Jacobeo fue adueñándose de Pedro de Tolosa, que, finalmente, llegó a postrarse delante de la tumba del apóstol lleno de fe; ya no le importaba su sufrimiento pues consideraba que Dios le había encomendado sus penas como una prueba de fidelidad. Entonces, Pedro de Tolosa se mostró orgulloso de soportar su calvario hasta que Dios lo decidiera. 

Con esta convicción inició la vuelta a su hogar por los mismos pueblos y aldeas del camino, que días atrás había recorrido, deteniéndose en aquellos conventos, ermitas e iglesias en los que había suplicado por su curación; aunque ya no lloraba su desdicha sino que rezaba, con devoción, por el perdón de su pecado de soberbia al haber comprendido y aceptado sus dudas de fe. De esta suerte, en cada etapa, en cada devota plegaria, le sanaba una de sus úlceras hasta desaparecer de su cuerpo. 

Pedro de Tolosa, jubiloso y contento con su nueva y espiritual vida llegó por el Camino Aragonés a la iglesia de Santa María la Real de Sangüesa (en las fotografías), templo donado en 1131 por el Alfonso I el Batallador a la orden de San Juan de Jerusalén. Allí, contemplando la portada de la colegiata navarra, la última postilla se desprendió de la piel del peregrino, al comprender y aceptar los misterios que para él había supuesto la peregrinación a Santiago de Compostela.

La Leyenda de San Virila, el mito del monje hechizado por el canto de un pájaro

Cuentan que en los incontables caminos a Santiago suele repetirse un mito de origen celta, cristianizado, como es la «Leyenda de San Virila», el monje hechizado por el canto de un pájaro, que relata lo que aconteció a este fraile al escuchar y deleitarse con el gorjeo de un petirrojo. Según el lugar, donde se escucha la leyenda, suele ser un ruiseñor, una alondra, un mirlo u otro pájaro, el encargado de «embobar» a cada protagonista de la historia; como al religioso gallego Era, fundador del Monasterio de Armenteira (Pontevedra); el monje bretón Yves o el caballero Camilo de Carvajales del Castillo de los Templarios en Castro Urdiales, como ejemplos de otras muchas leyendas repartidas por todo el mundo. En este caso, nos referiremos al abad San Virila, religioso del Monasterio de Leyre, en el Camino Aragonés, que se une al Francés en Puentelarreina Gares. Todas las historias son similares con variantes en sus matices, pero con una semejanza y paralelismo único. Este es el cuento de «La Leyenda de San Virila».


Virila era un bondadoso monje del Monasterio de Leyre, preocupado por saber si sólo con la vida contemplativa alcanzaría la vida eterna; pues el piadoso fraile temía que no fuera suficiente para lograr el Paraíso. Todos los días le embargaba la duda y trataba, continuamente, de apartar estos pensamientos de su mente porque los consideraba influencias del Diablo. Así, una agradable tarde de primavera, estaba realizando sus oraciones junto a un árbol en el jardín de la comunidad cuando un sugestivo petirrojo se posó cerca de él y comenzó a lanzar sus trinos y gorjeos, los cuales obligaron a San Virila a cerrar sus ojos, fascinado por el delicado instante. 

El santo monje quedó prendado de tan agradable momento y alargó su mano intentando alcanzar al pajarillo, pero este, asustado, voló hacia el bosque cercano y el fraile fue en su búsqueda, tratando de continuar con la atractiva situación; una y otra vez San Virila intentaba acercarse a la cantarina ave, pero no lo lograba, y mientras tanto ambos se iban adentrando cada vez más, en la frondosa arboleda. Finalmente, el religioso, cansado, decide volver al monasterio para asistir a la oración de vísperas.

San Virila, durante el camino de regreso, apreció que el sendero hacia el convento, se encontraba cambiado y que, además, su barba se había vuelto blanca, pero continuó y entró en la recepción del claustro donde se topó con un joven novicio, que no conocía, el cual preguntó al «viejo fraile» quien era. San Virila se identificó una y otra vez, pero ninguno de los monjes le reconoció, hasta que el bibliotecario recordó la desaparición de un religioso hacía ya 300 años. 

El episodio de éxtasis para San Virila sólo transcurrió durante poco menos de una tarde, mientras que la realidad se había convertido en 300 años; una parte de la eternidad que explicaba las dudas del piadoso fraile y el enigma de cómo pasar toda la vida en el Paraíso. El sencillo canto de un pajarillo fue capaz de demostrar el infinito paso durante la serena dulzura de la vida eterna.