La tumba de César Borgia es pisoteada «por hombres y bestias»

Cuentan que en la ciudad navarra de Viana, en el Camino Francés, a su paso por «Tierra Estella», se encuentra enterrado el segundo hijo natural del Papa Alejandro VI y de su amante Vannozza dei Cattanei, llamado César Borgia, el cual fue cardenal, obispo de Iruña Pamplona, arzobispo de Valencia, mecenas y protector de Leonardo da Vinci, y protagonista del famoso relato «El Principe», escrito por Nicolás Maquiavelo. También, fue general de las milicias del Vaticano y de los ejércitos del Reino de Navarra, además de poseedor de innumerables títulos nobiliarios. Entonces transcurría el siglo XV del Renacimiento, una época en la que nació y se crió César Borgia en una Italia, plagada de peleas y conflictos entre clanes, «acunado» y protegido por el inmenso poder de su padre, el Papa Alejandro VI.


Según cuenta la historia, César Borgia aprendió en la Italia del Renacimiento a intrigar, negociar, conspirar y traicionar, según su conveniencia, para convertirse en el principal caudillo de la dinastía de los Borgia, que  lideraba, en un principio, su valenciano padre Alejandro VI, el cual tuvo cuatro vástagos: Juan, César, Lucrecia y Jofré. El primogénito Juan era el preferido del Papa Alejandro VI, asunto que no gustaba a su hermano César, el cual fue destinado a la carrera eclesiástica, que abandonó después de la misteriosa muerte de su hermano Juan. 

En una noche de verano Juan y César cenaron juntos y, al final, cada uno se fue a sus correspondientes viviendas, pero el hermano mayor desapareció y nada se supo de él hasta que fue encontrado flotando en las redes de un pescador en las aguas del río Tiber. Nada se supo de quién le mató aunque algunos cronistas de la época señalan a César como el autor de su muerte, lo cual nunca se ha demostrado. Era el momento ansiado por César Borgia para sustituir a su hermano Juan y convertirse en el  capitán de los ejércitos vaticanos. Fue entonces cuando hizo cincelar en su espada el lema «¡Aut Caesar aut nihil!» (¡O César, o nada!), prueba de su ambición. 

A partir de este momento, la trayectoria de César Borgia ascendió como la espuma con el refrendo y las conspiraciones de su padre, el sumo pontífice. Pero el punto de inflexión se produce cuando el progenitor y su hijo acuden a una banquete, invitados por el cardenal Adriano de Corneto. Días después, Alejandro VI enferma, al igual que César, pero el Papa fallece mientras su heredero logra salvarse. Por esas fechas había una epidemia de malaria en Roma, aunque todos los indicios señalan a que fueron envenenados. 

Ha llegado el tiempo de la decadencia de César Borgia que, finalmente, se ve encarcelado en Italia y, después de diferentes avatares, termina acudiendo al reino de Navarra, acogido por su cuñado el rey Juan II de Aragón, que le nombra condestable y capitán de los ejércitos navarros en un intento de ganar la guerra que se desarrollaba entonces entre los agramonteses, los seguidores de los reyes navarros y los beaumonteses, los partidarios del condestable del reino de Navarra.

El final de César Borgia está ya cerca, cuando en el asedio a la ciudad de Viana —el Castillo se mantiene firme— se produce una escaramuza que encoleriza al capitán navarro. César Borgia sale a caballo en persecución de los hombres, que han evadido el cerco, sin darse cuenta que ha dejado a sus hombres rezagados. Es el momento aprovechado por sus enemigos en el llamado Barranco Salado para darle muerte.

Su cuerpo, recogido por sus soldados, es llevado para darle sepultura en presbiterio de la iglesia de Santa María de la Asunción de Viana, pero, pasado un tiempo, el obispo de Calahorra decide que César Borgia no tenga privilegios y ordena sepultarle en la calle, a la entrada del templo, para que «los hombres y las bestias pisen sobre su tumba y de esta forma, purgue los pecados cometidos». 

Los segadores gallegos y la Virgen de las Nieves del Santuario de La Tuiza en el Camino Sanabrés

Cuentan que durante muchos años, hacia el final de la primavera entre abril y mayo, numerosas cuadrillas de jornaleros gallegos caminaban en dirección a los «anchos» campos de Castilla para ocuparse de las siegas del cereal, la alfalfa o el trigo. Los segadores gallegos descendían a través de los Montes de León, por los puertos de Piedrafita de O Cebreiro o por el Padornelo y A Canda dispuestos a ganarse su jornal —por ejemplo, unas 700 u 800 pesetas de los años cincuenta del siglo pasado— después de unas semanas en las que se concentraba la siega de los campos en la meseta castellana; hacían el mismo recorrido de ida y de vuelta, como el caso que nos ocupa del Santuario de La Tuiza, en las cercanías del pueblo de Lubián, en la comarca zamorana de Sanabria.


El Santuario de La Tuiza se encuentra entre los puertos de montaña de El Padornelo y el de A Canda, lugar donde la tradición cuenta que estos colectivos de segadores gallegos eran los más devotos de la Virgen de las Nieves, al igual que los peregrinos de este Camino Sanabrés, obligados a superar estas sierras habitadas por lobos. El viaje de los segadores gallegos era una práctica que se remonta desde el siglo XVI hasta bien entrado el siglo XX con las lógicas diferencias de los tiempos modernos de desplazarse, a pie, en ferrocarril y, finalmente, en autocares contratados por las mismas cuadrillas. Una odisea de penurias que comenzaba en el viaje de ida y no finalizaba hasta que volvían a casa.

Los braceros gallegos, provistos de su «fouce» (hoz), un atillo con unas prendas para cambiarse y poco más, viajaban rápido, y al pasar, en la ida, por el Santuario de La Tuiza se encomendaban a la Virgen de las Nieves y, a la vuelta, solían dejar sus ofrendas en agradecimiento por regresar a Galizia. Atrás dejaban jornadas de trabajo de 16 horas, bajo el abrasador sol de Castilla, desde el amanecer hasta el anochecer y de lunes a domingo. 

Ya en 1863 la poetisa Rosalía de Castro  en su obra «Cantares Gallegos» reprochaba a Castilla el maltrato que obtenían los segadores gallegos: 
¡Castellanos de Castilla,
tratade ben ós gallegos;
cando van, van como rosas;
cando vén, vén como negros!
… 
Van probes e tornan probes,
van sans e tornan enfermos,
que anque eles son como rosas,
tratádelos como negros.

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El Puente del Paso Honroso de Hospital de Órbigo en el Camino Francés

Cuentan que al noble leonés, Suero de Quiñones, se le ocurrió una aventura caballeresca, en la localidad leonesa de Hospital de Órbigo, en el Camino Francés, donde encontramos un viaducto al que se le conoce como el Puente del Paso Honroso. En realidad, se trata de un hecho histórico, sucedido en el «año jacobeo» de 1434 y contrastado, según la crónica escrita por Pero Rodríguez de Lena, notario del rey  Juan II de Castilla. En aquellos tiempos, miles de peregrinos atravesaban Hospital de Órbigo camino de Santiago de Compostela. En total fueron unas 166 batallas las que mantuvieron durante un mes los amigos y caballeros de Suero de Quiñones, logrando mantener el paso invicto, hasta que cansados y malheridos decidieron dar por finalizada la contienda para dirigirse a postrarse a los pies del apóstol.

Esta aventura caballeresca comienza como consecuencia del enamoramiento del caballero Suero de Quiñones hacia Leonor de Tovar, pues el noble leonés, señor de Navia, portaba en su cuello una argolla y una cinta azul, como prueba de su amor hacia Leonor, con la leyenda: «Si no os place corresponderme, no hay dicha para mi». Pero parece que el caballero estaba ya cansado de llevar estos «grilletes» para lo que ideó peregrinar a Santiago, como prueba de amor, no sin antes derrotar a todos aquellos caballeros que osaran atravesar el Puente del Paso Honroso de Hospital de Órbigo.  Así que Suero de Quiñones solicitó permiso al rey, Juan II de Castilla, para el torneo y acampó en una de las orillas del río con 9 amigos, caballeros como él, dispuestos a luchar en un combate con lanzas contra aquellos hidalgos que quisiesen atravesar el puente. 

Durante un mes del verano de 1434 tuvieron lugar las justas con lanzas en el Puente del Paso Honroso, saliendo  los caballeros de Suero de Quiñones victoriosos en todos los desafíos. Pero estos duelos «pasaron factura» a los hidalgos leoneses, acampados en la orilla del río Órbigo hasta que, finalmente, levantaron el campamento y se dirigieron en peregrinación a Santiago de Compostela para depositar la gargantilla y la cinta azul en la capilla de las reliquias y en el cuello de la imagen de Santiago el Menor, respectivamente.

Hospital de Órbigo celebra a primeros de junio la festividad del Paso Honroso con romerías medievales y la reconstrucción de un torneo. En el viaducto un monolito recuerda los nombres de los amigos que acompañaron a Suero de Quiñones durante los combates: Pedro de Ríos, Sancho de Rabanal, Lope de Estúñiga, Diego de Bazán, Suero Gómez, Pedro de Nava, López de Aller, Diego de Benavides y Gómez de Villacorta. 

Esta es una historia real, cantada por numerosos poetas y juglares medievales.

El Fuego de San Antón en el Camino Francés

Cuentan que a la entrada de Castrojeriz en el Camino Francés se estableció, por mandato de Alfonso VII de Castilla, hacia el año 1146 la Orden Hospitalera de San Antonio —los monjes Antonianos— que se dedicaban a cuidar a los peregrinos y peregrinas, sobre todo por una rara enfermedad que entonces se  llamó «El Fuego de San Antón». Nadie tenía conocimiento de por qué enfermaba la gente siendo la creencia, en aquellos años de la Edad Media, que era  «castigo divino» por lo cual los enfermos emprendían la peregrinación a Santiago de Compostela, Roma o Jerusalen para expiar sus pecados. La enfermedad era atroz, pues las personas afectadas padecían alucinaciones, espasmos, dolores abdominales y una fuerte quemazón que terminaba en una gangrena y la necrosis de sus extremidades para, finalmente, después de una horrible agonía, la muerte.


Fue en 1095 cuando Girondo, joven noble de la región francesa de Auvernia, contrajo la enfermedad. Por entonces el centeno era el cereal con el que, en muchas regiones de Europa, se hacía pan, llamado «pan de los pobres», infectado por el hongo del cornezuelo, que contaminaba los cultivos del centeno. Así, Gastón de Valloire, padre del muchacho enfermo, hizo voto de ofrecer sus bienes si San Antón curaba a su vástago, cosa que ocurrió a los pocos días. Padre e hijo cumplieron su promesa y, a partir de ese día, vestidos con un hábito negro con la letra tau azul en el pecho se dedicaron a curar los enfermos aquejados por «El Fuego de San Antón». Así nacía una de las órdenes religiosas más enigmáticas y desconocidas de la cristiandad; la Orden de los Caballeros de San Antonio, cuya constitución fue aprobada por el papa Urbano II, llegando a extenderse por los caminos de peregrinación de toda Europa —con más de 370 hospitales— y siendo, además, los encargados de la salud dentro de la curia vaticana.

Los monjes de San Antonio lograban éxito sanando esta rara enfermedad en muchas ocasiones porque lo que realmente sucedía era que «El Fuego de San Antón» no era una enfermedad infecciosa, sino una intoxicación por comer el pan elaborado con centeno infectado por el hongo que atacaba las cosechas, epidemia muy extendida, principalmente, a lo largo de los pueblos del norte de Europa, pues tenían como base de su alimentación el pan de centeno. Al contrario que en la Europa meridional, donde se nutrían con el pan de trigo. 

Los peregrinos y peregrinas infectados pedían a los clérigos antonianos que tocasen sus extremidades con su báculo en forma de Tau (letra hebrea y griega utilizada por la iglesia por parecerse a una cruz y, también, empleada por San Francisco como su firma); aunque la realidad era que los cuidados de los monjes cuando, por ejemplo, llegaban enfermos por «El Fuego de San Antón» al convento de Castrojeriz en el Camino Francés, se limitaban a alimentarles con pan de trigo, de modo que los contagiados dejaban de comer el perverso hongo y podían recuperarse, aunque tiempo después al regreso a sus lugares de origen podía repetirse la enfermedad.

Hoy el día del Convento de San Antón en Castrojeriz sólo mantiene sus muros y columnas, sin techo, aunque en los últimos 20 años la Fundación San Antón se ha encargado de dar vida a las ruinas y abrir un albergue, el cual ha acogido a más de 15.000 peregrinos y peregrinas, manteniendo el espíritu de los monjes antonianos; dando cama, cena y desayuno sin contraprestación económica alguna. http://fundacionsananton.org

La Torre de La Quadra

Cuentan que en el Vexu Kamin, Camino de la Montaña o Camino Olvidado se mantiene en pie la casa torre de La Quadra, en el municipio vizcaíno de Güeñes. La torre tiene una larga historia, enclavada en la Edad Media, protagonista de luchas banderizas e instrumento de financiación de nobles y eclesiásticos. Esta torre de La Quadra está situada en un lugar estratégico pues era el lugar idóneo para controlar el derecho de pontazgo  —de paso— por el río Cadagua y los caminos cercanos, por donde transitaban mercancías en dirección a la costa cantábrica y Bilbao, que debían pagar un peaje para el señor feudal; en aquellos tiempos exigido por un hijo bastardo de Ordoño de Zamudio, el cual se estableció en este punto fundamental de Bizkaia en el siglo XV.  


Esta época medieval se encuentra marcada por las luchas banderizas entre Oñacinos y Gamboínos, en las que los señores de la torre de La Quadra forman parte del bando de los Oñaz, aunque en alguna ocasión tuvieran que enfrentarse a familias de su mismo bando oñacino.

Como detalle histórico, hacia 1453 un señor del linaje de los Salazar se apropió de la torre y forzó a la viuda de Juan de la Quadra, propietaria entonces de la fortificación, a casarse con él, apoderándose así del patrimonio del linaje. Pero el prestamero, el funcionario de más autoridad  del Señorío de Bizkaia y, además, ejecutor de la justicia, acompañado por linajes oñacinos y gamboínos reunió un ejercito de 1.500 hombres para atacar a los Salazar, los cuales atrincherados, con tan sólo 800 hombres, derrotaron a los asaltantes. Pese a todo este éxito, los Salazar hubieron de restituir el torreón al linaje de los La Quadra.

Parece que esta guerra destrozó algunas partes de la torre, que hubo de ser reconstruida y, años después transformada en un caserío hasta que, finalmente, en 1981, un incendio destruyó la estructura interna y la casa fue abandonada.

El palacio árabe de oro macizo de Vegapujin

Cuentan que en el pueblo leonés de Vegapujin en el Vexu Kamin o Camino Olvidado narran una leyenda sobre la existencia de un palacio árabe con todos sus muebles de oro macizo, en una colina denominada El Teso de las Pozas, que los vecinos intentaron localizar hace muchos años. No es de extrañar que este cuento tenga como protagonista al oro, pues los romanos, ya en los siglos I y II, buscaron este vil metal en las montañas que baña el río Omaña por medio de varias explotaciones auríferas del Valle Gordo y la red hidráulica construida para buscar el oro en estas montañas leonesas donde, hoy en día, todavía se enseña a los turistas a explorar el río Omaña «a la caza» del rico metal.


Así, un buen día, los vecinos de Vegapujin se reunieron en asamblea y decidieron encontrar el palacio y repartirse los muebles de oro macizo; en realidad sabían, aproximadamente, dónde debían excavar para descubrir el tesoro. Poco a poco, hicieron una gran fosa hasta encontrar un pórtico de bronce que no lograron abrir a pesar de tirar, con todas sus fuerzas, de las argollas de aquel enorme portal. Uno de los vecinos propuso la idea de utilizar unos bueyes para abrir las puertas y penetrar en el palacio; tarea que hicieron enganchando los animales a las anillas de la entrada. La pareja de bueyes tiró y tiró, pero el portón no se movió un ápice hasta que, de pronto, las anillas cedieron hasta romperse dejando a los lugareños muy desanimados.
Otro de los vecinos tuvo otra idea, desviar un cercano riachuelo y echar agua en la fosa para ablandar la entrada y lograr echar las puertas abajo. Así lo hicieron pero el regato no sólo reblandeció el terreno sino que taponó la fosa con tierra, piedras y barro, de forma que ya no había nada que hacer.
En la actualidad el agua que viene de la montaña leonesa se precipita por un gran hoyo, que según dicen, corresponde a la fosa perforada por los vecinos, y sale en la parte baja de la colina para bañar el pueblo de Vegapujin.

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Las peregrinas convertidas en sirenas en San Martín de Valdetuéjar

Cuentan que en el Vexu Kamin, en el «Valle del Hambre» en la iglesia de San Martín de Valdetuéjar, se pueden ver dos imágenes de sirenas, en la ermita que se encuentra en lo alto de una colina junto a dos cabezas de atlantes. En la mitología griega, las sirenas eran unos seres con cuerpo de mujer y extremidad de pez, que finaliza en una aleta caudal; hijas de Aqueo y de la diosa Gea. En la poesía épica de la Odisea de Homero se cita a estas ninfas como unas criaturas que seducían con sus cánticos a los marineros para atraerles a un destino desgraciado. Este cuento del valle, que baña el río Valdetuéjar, es una historia de leyenda más de las muchas que se han narrado a lo largo de los tiempos, aunque, en este caso, resulta una narración bastante machista.


La leyenda cuenta que la ermita de San Martín fue monasterio en la edad media, que acogía a los peregrinos del Camino de la Montaña. Así, un buen día, llegaron al convento dos peregrinas, las cuales, lógicamente, fueron admitidas en la abadía. Pero las jóvenes viajeras optaron, primero, por descansar unos días y, luego, divertirse por las noches bailando con algunos de los monjes del claustro. 

La fábula relata que por entonces –no existe documentación fehaciente al respecto– el abad de San Martín de Valdetuéjar era San Guillermo, el cual en su juventud había peregrinado a Santiago de Compostela, y que a su vuelta a Italia fundó congregaciones benedictinas con una regla muy austera pues no se permitía en las comidas el vino, la carne y la leche, y, además, durante tres días a la semana, los monjes solo podían ingerir verduras y pan seco.

Así, el santo prior del convento observó que algunos frailes estaban muy fatigados durante las oraciones y rezos matinales. Sus sospechas de relajación de la regla de San Benito y la celebración de los guateques nocturnos fueron certificados, de forma que castigó a las peregrinas convirtiéndolas en sirenas del río Tuéjar; mientras que los afligidos y arrepentidos monjes fueron sancionados a modelar Así, el santo prior del convento observó que algunos frailes estaban muy fatigados durante las oraciones y rezos matinales. Sus sospechas de relajación de la regla de San Benito y la celebración de los guateques nocturnos fueron certificados, de forma que castigó a las peregrinas convirtiéndolas en sirenas del río Tuéjar; mientras que los afligidos y arrepentidos monjes fueron sancionados a modelar, las imágenes de dos sirenas en los capiteles de la abadía, como aviso a otros pecadores.

Esta ermita románica de San Martín de Valdetuéjar del siglo XII fue reconstruida en el XVIII manteniendo varios de los elementos originarios como las mencionadas sirenas y siendo declarada monumento histórico artístico en 1983.

La leyenda del Puente de la Rabia de Zubiri en el Camino Francés

Cuentan que en el pueblo de Zubiri, en el Camino Francés, los peregrinos y peregrinas cruzan un puente para entrar en esta localidad navarra, que es conocido como El Puente de la Rabia, porque, según dicen, los furiosos animales sanan de sus malas intenciones si se les da una vuelta alrededor del pilar del viaducto. Este es un susedido que me acaeció en uno de mis primeros caminos y que no tengo para olvidar. Por entonces, como referencia, el Movimiento Punk, nacido en la década de los 70/80 ya había evolucionado hacia un perfil más reposado y sereno aunque sin perder su filosofía de cuestionar las modas y el mundo globalizado. Cuando me sucedió esta historia, por aquellos primeros años del siglo XXI, ya no se notaba la presencia de punkis como era habitual en las fiestas de Bilbao de los años ochenta. Esta es la historia:

La mañana de la segunda etapa del Camino amaneció fresquita con mi estómago reclamando suministro urgente en Orreaga-Roncesvalles. Por eso me dirigí, con rapidez, a desayunar a La Posada para intentar llenar el vacío matutino de mi cuerpo. A pesar de las agitadas prisas de algunos peregrinos por salir corriendo del albergue, había decidido tomarme las cosas con bastante calma y no estresarme cada madrugada; así que almorcé ricamente y partí hacia Espinal, encantador pueblo navarro de esta etapa, donde paré en una tienda de ultramarinos para aprovisionarme de pan, vino, chorizo y queso, el mejor y más completo avituallamiento; porque, con un buen picoteo, que se quiten esas sandeces de frutos secos, pasas y maíces para avituallarse en el camino. Un par de tragos de buen vino ––en este caso tinto navarro–– acompañado de unas buenas dosis de colesterol; este sí que es un almuerzo en condiciones para quemar en el camino.En Lintzoain, antes de comenzar la ascensión, paré a almorzar un poco. En una de las esquinitas del frontón me senté, cómodamente, acurrucado en el respalde del frontis, extendí el trapo para todo y me dispuse a cortar un poco de chorizo y queso, mientras la botellita de tinto navarro se refrescaba en el manantial cercano. Y en estos menesteres estaba cuando me sobresaltó una aguardentosa voz a mi espalda.

––¿Qué, almorzando un poco?

––¡Joder, vaya susto que me has dado! ––respondí, volviéndome.

––Bueno, bueno, no es para tanto. ¿Asusto o qué?           El tipo en cuestión tenía un aspecto como para salir corriendo. Era un joven escuchimizado, con la cabeza rapada a los lados y cresta de color rojizo hasta casi la nuca, con las puntas desafiando las leyes de la gravedad; con un piercing atravesado en la ceja derecha y otro en la comisura del labio inferior, que se completaban con dos aros colgando de las orejas a modo de pendientes. Sus ropas eran también espectaculares, vestía una chamarra oscura, que parecía de cuero ––pero no muy claramente–– llena de pegatas raídas, pantalones vaqueros ceñidos, bastante sucios, y botas negras notablemente desgastadas. El oscuro aspecto general obligaba a colocarse a la defensiva pero sus somnolientos ojos me transmitieron un flash de confianza que me desarmaron.

––Comprenderás que, con esas pintas, me  hayas asustado ¿no? ––le dije.

––El hábito no hace al monje, kompañero. Los punkis hemos sido estigmatizados por nuestra forma de vestir, los fascistas y los kapitalistas nos han perseguido porque nuestra filosofía es libertaria; nuestros propios familiares y amigos no nos han entendido nunca; nuestra música, a los mortales como tú, os parece espeluznante; somos el hazmerreír de todo el mundo, incluso se ríen de nosotros hasta los marginados de la sociedad ––me soltó a la cara, mientras se agarraba el candado que le colgaba  de la cadena del cuello.

––Es que no se puede ir contra todo el sistema establecido y, mucho menos, tan de cara como vais vosotros. ––dije, invitándole a sentarse a comer conmigo.

––Mira, ––continué–– rebeldes como vosotros, hemos sido todos. Cada generación tiene un movimiento respondón y a vuestra edad lo más idealista es querer cambiar el mundo; el ir contra corriente ha sido la filosofía de todas las generaciones de jóvenes de todo el mundo a lo largo de los siglos. Pero, al final, en muchos casos la persona cabal termina imponiéndose a través del pensamiento clásico y moderado y se pasa de nadar contra la corriente a dejarse llevar y aprovechar el oleaje. Es ley de vida.

Metidos en la conversación nos sentamos alrededor de la improvisada mesa y comenzamos a picotear. Gabriel, así se llamaba el punki, a sus 25 años llevaba en su mochila de la vida muchas experiencias, unas más limpias que otras, pero todas ellas de mucha enseñanza, como él mismo dijo en un momento de la conversación. Su presencia en un pueblo rural como Lintzoain tenía una explicación muy sencilla. El amor, esa fuerza de la naturaleza que todo trastoca, mueve y cambia de sitio, le había llevado hasta allí, siguiendo a una kompañera que había conocido hacía unos meses en Sanfermines.

––Mira tío, ––me explicó al poco tiempo de comenzar el almuerzo–– no te puedes fiar  de las promesas, porque te quedas “tirao cual colilla de truja”. Pero no importa porque resurgiré de mis cenizas libertarias y volveré a fumarme la vida como si fuera humo.

Y Gabriel enganchó la botella de tinto navarro y le endilgó un largo trago que dejó el vidrio medio vacío. Menos mal, que había tenido la precaución de llenarme mi katillu antes de comenzar el amaiketako. Al paso que iba el almuerzo, mi mochila iba a perder bastante peso, aunque lo que de verdad comenzaba a preocuparme era pensar hasta dónde iba a seguir con mi nuevo compañero peregrino, porque ya me veía acompañado por lo menos hasta Pamplona.

––¿Porqué has escogido la vida de punki? ––dije intentando llevar la conversación por otros derroteros.

––Egske ––contestó arrastrando la frase­­–– yo soy ingeniero, bueno, no he terminado la carrera porque la colgué hace unos años para saborear la libertad. Cuando okupábamos casas abandonadas yo era el encargado de robar la chispa de donde fuera. El tema eléctrico se me ha dado bien siempre, desde niño; hasta en mi pueblo, Puertollano, mis padres me encargaban arreglar las cosas del bar que tenemos.

Gabriel, según me explicó, era un chico normal, oriundo de ese pueblo manchego portal del Valle de la Alcudia, de familia de clase media y sin apuros económicos, pues sus padres tienen un bar, que les va muy bien a pesar de la crisis de las minas de carbón de Puertollano. Buen estudiante en el bachillerato, decidió irse a Madrid, a la universidad, a estudiar ingeniería y volver a casa para colocarse en cualquiera de las centrales energéticas o en la floreciente industria que se desarrolla en Ciudad Real. Pero la capital absorbe y la rebeldía de la juventud se encauzó hacia complicados derroteros.

––Mis padres son muy liberales y siempre me educaron para que tomase mis propias decisiones –– explicó Gabriel–– pero Madrid me cambió la perspectiva de la vida. 

Un chaval con 18 años, sin demasiados problemas de dinero, fuera de la influencia de sus padres, con valores a flor de piel, como libertad, amistad, fiesta, música y kolegas, termina por perderse en los vericuetos del camino, y abandonando el futuro que le han planificado sus progenitores. Para este momento de la conversación, ya habíamos terminado con el almuerzo, recogida la improvisada mesa, y los dos caminábamos cuesta arriba hacia el alto de Erro. 

La opinión que tenemos muchas personas de nuestra generación sobre los punkis es bastante peyorativa, porque les vemos desastrosos, como un despojo de la vida, sin darnos cuenta que también pueden tener más valores de los que aparentan.

Al llegar a la pequeña explanada del Paso de Roldan, muy cerca de la cruz donde falleció un peregrino japonés, Grabiel se paró y se sentó en una piedra, diciendo:

––¿Qué, colega? ¿Nos fumamos un peta?

––No gracias, he dejado de fumar hace ya muchos años. Ya sabes aquello que dicen que el tabaco adelgaza y mata ––intenté meterle un poco de miedo.

––Ya, pero si no me he muerto hasta ahora, con lo que he pasado, no creo que mi cuerpo se moleste demasiado y aguantará algunos años más. ––contestó, sacando de uno de sus bolsillos una bolsita con tabaco, que parecía de pipa, pero era, posiblemente, una mezcla de todas las colillas del mundo, y un pequeño triangulito de color oscuro, que al alargar la mano para ofrecérmelo olía a mierda, mierda humana de la auténtica y verdadera.

Me senté a su lado, no sin antes calibrar el sentido del viento para no ser un fumador pasivo de porros. Y fue en entonces cuando el ruido de dos motoristas se nos acercó por el camino y, al menos a mi, su vista me secó la garganta y me aceleró el corazón hasta el punto de notar los latidos desde la boca del estómago hasta la carótida: Una pareja de la Guardia Civil venía hacia nosotros en sus motos «todo-terreno». Miré al cielo y supliqué mentalmente, por favor, Santiago, no me hagas esto, te prometo no beber más orujo hasta Pamplona.

––Buenos días ––saludó el que llevaba los galones de cabo, un hombretón de cara morena y curtida por el sol navarro, mientras su compañero, más joven, nos miraba con atención un par de metros más atrás desde el lateral izquierdo.

––Depende de cómo se mire ––respondió Gabriel sin darme tiempo a nada–– porque para mi son buenas tardes. Aquí mi kolega, ya me ha invitado a comer y vamos camino de la siesta. Estaba bueno el chorizo, ¿eh?

Y me lanzó una mirada de complicidad, al mismo tiempo que echaba una calada al peta, mientras yo no sabía qué hacer. Decidí encogerme de hombros y mirar al cabo con ojos de cordero degollado.

––Bien, muy bien, gracias. Todo muy bien….. me he encontrado con este chico, que ha ido a visitar a su novia en Lintzoain, y vamos camino de Zubiri al albergue de peregrinos. Ya sabe, el Camino de Santiago, la confraternidad y todas esas cosas…––aseguré, poniendo mi careto mas angelical.

––Bueno, bueno, ––interrumpió Gabriel–– que tampoco hay que dar tantas explicaciones.

––Está bien ––finalizó el cabo–– si tiene algún problema ya sabe dónde llamar. Que tengan Buen Camino.

Tragué saliva varias veces mientras veía a los dos policías alejarse por el sendero, camino de Zubiri. Miré a Gabriel, que continuaba, impertérrito, fumándose el canuto, que estaba ya quemando sus uñas. 

––Eres la hostia, cabrón ––le dije muy enfadado–– ¿Cómo se te ocurre tratar así a la Guardia Civil? Todavía no entiendo como no nos han enchiquerado.

––¿Porqué? ¿por el peta? Pero si ellos también fuman. Mira tío, en más de una  movida de okupas, cuando estaba encadenado por ejemplo a un water, he terminado quemando porros con la bofia, mientras esperábamos a que vinieran a descerrajarme.

Gabriel había estado en muchas movidas y manifestaciones de todo tipo, de política, de okupas, como la de la fábrica de la Hamsa de Barcelona, la de Lavapiés de Madrid y hasta en la de Barakaldo. No se había perdido una sola de las sonadas.

––Egske ––volvió a arrastrar las palabras–– me meto en todas las movidas sin quererlo, pero ya estoy cansado. Lo de la kolega me ha llegado al alma, muy dentro.

––Hombre, ––aseguré con seriedad–– creo que ya has corrido mundo suficientemente. Seguro que tus padres están deseando recuperar al hijo que enviaron a Madrid. ¿Saben por dónde andas?

Gabriel se quedó mudo y me dejó todo el peso de la conversación. No volvió a decir nada hasta que llegamos al Puente de la Rabia, a la entrada de Zubiri. Al contarle la historia de que los animales sanaban de la rabia al dar una vuelta al pilar del puente, se quedó parado y, tras unos segundos de vacilación, se deslizó hasta la base y se puso a rodear la columna del puente, mientras yo me reía por tamaña ocurrencia.

––Usted, haga el favor de subir aquí rápidamente. ––reconocí un vozarrón de Guardia Civil, a mi espalda.

En la entrada de Zubiri, los dos números de la Guardia Civil nos esperaban a cada lado del puente, con cara de pocos amigos. Mentalmente, volví a prometer no beber mas orujo, esta vez hasta Logroño, mientras me veía en el cuartelillo dando explicaciones sobre mi compañero peregrino, al que encontraban un par de kilos de hachís, le metían en el trullo y tiraban la llave al río.

––Es un buen chico ––me dirigí al cabo–– sólo está un poco desorientado en la vida, seguro que se encauza en poco tiempo, no sean malos, tengan un poco de paciencia con él. ¿Han oído hablar del arcángel San Gabriel? ¿no? pues su nombre significa «Héroe de Dios» así es el chaval, porque se llama Gabriel y eso, seguro que tiene algo que ver en su vida…..

No se lo que pude hablar ni decir, pero todo el mitin que lancé al cabo sobre Gabriel era bueno; ensalzando y exagerando al baldragas que subía del río y se sentaba en uno de los muros con los pies colgando, dejando que el agua gotease por los agujeros de sus botas.

––Documentación, enséñeme su documentación ––dijo el cabo–– y déjese de hacer de abogado de causas perdidas.

Le entregué mi DNI, que me devolvió casi sin mirarlo, y avanzó hacia Gabriel, que sacaba de una cremallera de la chamarra una cartulina descolorida y algo parecida a lo que en su tiempo había sido un Documento Nacional de Identidad. El cabo lo recogió y se fue a su moto a transmitir los datos del presunto delincuente por la radio, mientras el guardia civil más joven se colocaba frente a nosotros con la mano derecha ligeramente apoyada en el cinturón, muy cerca de su arma reglamentaria.

––Estos picoletos….––susurró Gabriel, mientras yo le fulminaba con la mirada. 

––Papa, Orense, Roma…––deletreaba el cabo el apellido de mi kompañero peregrino–– Sí, has oído bien, Grabiel, ……jajajajaja….

El minuto de espera hasta la respuesta se hizo eterno. Parecía que el ordenador del cuartelillo de la Guardia Civil, en esos momentos, estaba conectado con la central de datos por fibra óptica a pedales. Finalmente, llegó la respuesta, «todo limpio» y respiré tranquilo.

El cabo se me acercó y me cogió por el hombro, llevándome unos metros adelante hasta la entrada de la plazoleta.

––Comprenda que nuestro trabajo es velar por la seguridad de ustedes, los peregrinos, que no les ocurra nada, que todo les vaya bonito y que lleguen a Santiago con bien. Y, en este caso, su compañía nos ha mosquedado. ¿Se hace cargo?

¡Cómo no! lo comprendía todo, pero no lo compartía. Los civiles, como les llaman los gitanos, hacían su trabajo y me tuve que callar por si acaso. Mientras, el cabo se dirigió hacia Gabriel con el DNI en la mano para devolvérselo.

––Toma, arcángel ––le soltó–– pórtate bien con este peregrino que si no lo haces, tendrás que vértelas conmigo. Y entrégame ese paquete de tabaco de pipa que llevas en el bolsillo. No vaya a ser que te siente mal, te ahogues y tengamos que llevarte a urgencias para hacerte una lobotomía. Ya sabes que el tabaco mata.

Gabriel, que no sabía callarse cuando era menester, sacó el paquetito del bolsillo y se lo entregó al cabo.

––Tenga, mi sargento ––alargó la mano–– que le aproveche. Aunque yo el cerebro lo tengo muy bien y no necesito que me toquen ni la cabeza ni la garganta.

––Cabo, hijo, cabo por el momento ––mientras abría el recipiente y lo dejaba caer al río Arga cual lluvia dorada, pues el picadillo de tabaco jugueteaba en el agua con los rayos de sol.

La china de hachís sonó, con un chof, de pronto, al entrar en el agua.

––Vaya, chaval, se te había metido una piedra en el paquete. ¡Menos mal! Porque estas porquerías nunca se sabe qué contaminación te pueden pegar ––terminó el guardia, yéndose hacia la moto y marchándose a la vez que levantaba la mano con un último saludo.

––Los picoletos ––barruntó Gabriel–– siempre vigilantes.

Y se echo la mano al bolsillo, sacando un peta ya liado, que se llevó a los labios para encenderlo.

No me llevé ninguna sorpresa, creo que hasta lo esperaba, y también le di una caladita para relajarme, para saber a qué sabía ¡a mierda! Porque mi nariz recogió el olor y no pude saborear nada de nada.

Suavemente, nos acercamos al albergue de peregrinos de Zubiri y trincamos un par de literas. La reconfortante siesta volvió a colocar las cosas en su lugar y al atardecer caminamos hasta el bar Gau Txori para cenar. Gabriel estaba serio, pensativo, ensimismado, como ausente.

––¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? ––pregunté.

––Nada, nada. No hago mas que acordarme de lo del puente. Egske, ––arrastró las palabras–– me ha dejao algo extraño aquí dentro.

Y, con la mano derecha plagada de chapitas anilladas en los dedos, se señaló el pecho en la zona del corazón.

No quise profundizar demasiado en sus pensamientos porque consideré que era mejor dejar a Gabriel que reflexionase y apaciguase su cabeza. Tal vez, el desengaño amoroso, el pisar el Camino de las Estrellas a Santiago, la magia del bosque navarro, los civiles y, ¿porqué no? la breve pero intensa compañía de un peregrino habían precipitado su mente hasta un estadio desconocido para su filosofía libertaria.

Por mi parte, cumplí mi promesa realizada en el Puente de la Rabia y no me tomé el consabido chupito de orujo al final de la cena, aunque mi vista llegara a vaciar mentalmente el que se estaba tomando Gabriel. Así que volvimos antes de las diez de la noche al albergue y nos fuimos a dormir.

––¡Eh!, jefe, me dejarías unas monedas, egske tengo que llamar a mi madre ––me desperté con la cara de Gabriel enfrente de la mía, susurrándome la petición. 

–– ¿A las cuatro de la madrugada? Tu madre se asustará, ¿qué quieres? ¿matarla de un infarto?

––Tranki, kolega, que mi vieja es muy dura ––sonrío Gabriel.

Le alargué varias monedas y vi cómo salía al jardín del albergue en medio de la noche. Por la ventana, la luna me guiñaba un ojo en medio de dos nubes, que corrían hacia el Este. Suspiré profundamente y, afortunadamente, me dormí en unos segundos. 

Al día siguiente, me desperecé, acordándome de mi kolega, Gabriel ¿dónde está?, me dije buscando su figura en la cama de al lado. Las dos mantas que había usado estaban apelotonadas en los pies, indicando una súbita huida. Me senté en la litera y pregunté a los peregrinos de al lado, pero nadie me dio su paradero, ninguno le había visto por la mañana. Me temí lo peor, pero no me faltaba nada; sólo su presencia.          Poco a poco, sonámbulo, guardé mis cosas en la mochila y me encaminé hacia el bar cercano al albergue para desayunar, esperando que Gabriel apareciese en cualquier momento, y decidí anotar en mi Cuaderno de bitácora los pormenores de la salida de la tercera etapa, mientras me zampaba un par de huevos fritos con chorizo para comenzar el día. 
         Allí, en la página donde tenía anotados los detalles para la tercera etapa, encontré a mi punki, al Arcángel San Gabriel escribiendo un mensaje:
        Querido kolega:
        No se qué me ha pasado, pero soy otra persona. Me vuelvo a casa.
        Y te juro que no estoy fumao.
        Mi vieja me ha suplicado que vuelva, que me necesita. Y yo, de pronto, me he dado cuenta que también quiero estar con ella. Fíjate, que hasta echo en falta ver a mi padre, con todo lo burro que es y con las hostias que, seguro, me dará. Pero no me importa, me vuelvo a Puertollano.
        Gracias por todo y, cuando llegues a Santiago, pídele que me vaya bonito en la vida. Si te acuerdas y sabes, reza algo por mi.
        Gabriel 
P/D: Lo de la rabia, funciona

  Había aceptado el primer encargo para Santiago de Compostela, pedir al apóstol por Gabriel, el punki. Así que, de nuevo, me soné los mocos, ajusté los correajes de mi mochila, me abrigué un poco y agarré mi bastón con fuerza como si fuera el único nexo de apoyo y unión con el mundo. Un nuevo día de Camino estaba por comenzar.

El sepulcro de Sancho VII el Fuerte de Navarra en Orreaga Roncesvalles

Cuentan que cuando los rayos de sol cruzan la vidriera de la estancia donde se encuentra el sepulcro del rey navarro Sancho VII El Fuerte, su imagen mira el ventanal a su derecha mientras, discretamente, esboza una orgullosa sonrisa, al admirarse rompiendo las cadenas de los soldados negros, los imesebelen, que protegían al caudillo almohade, Muhammad Al-Nasir, en la batalla de las Navas de Tolosa. Toda esta fábula  tiene lugar en la Colegiata de Santa María de Roncesvalles, donde se encuentra la tumba del último soberano de origen vascón; un gigante de más de dos metros de altura, cuñado del rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León. Su primer matrimonio fue con Constanza de Tolosa, la cual fue repudiada, para casarse de nuevo con Clemencia, hija del emperador Federico I de Alemania. 


Además del sarcófago del rey navarro la cripta se complementa con una vidriera del épico momento en el que Sancho VII El Fuerte, montando sobre un caballo blanco, encabeza la carga de caballería y rompe el encadenamiento de la guardia del Miramamolin Al-Nasir, el cual se ve obligado a huir. Este precioso ventanal está realizada por la Casa Maumejean en 1906, fecha en la que se realizaron las obras de acondicionamiento del sepulcro de Sancho VII El Fuerte, cuando se cumplieron setecientos años de la batalla de las Navas de Tolosa.

Orreaga Roncesvalles, punto de inicio del Camino Francés para muchos peregrinos y peregrinas, es un enclave repleto de historias para visitar. Por ejemplo: 

  • La Iglesia de Santa María del siglo XIII a semejanza de la de Notre Dame de París, aunque más pequeña; donde se sitúa la bellísima imagen de Nuestra Señora de Roncesvalles, del siglo XIV. 
  • El Silo de Carlomagno o Capilla del Espíritu Santo, un lugar que la tradición atribuye su construcción a este emperador, el cual lo dispuso para enterrar a sus soldados, muertos en la Batalla de Roncesvalles.
  • La Cripta con sus pinturas geométricas. 
  • El Claustro, que fue construido en el siglo XVII, anexo a la iglesia, con una pila bautismal del siglo XII
  • La iglesia de Santiago, también llamada de Los Peregrinos, es de planta gótica, del siglo XIII y con una imagen del apóstol Santiago 

El Hospital de Santa Cristina de Somport

La Cruz del Peregrino de Somport

Cuentan que en el siglo XI, dos jóvenes caballeros franceses de alto abolengo decidieron emprender el Camino de Santiago en pleno invierno, porque su devoción les requería realizar un gran sacrificio como prueba de expiación de sus pecados. Así, dispuestos al padecimiento, tomaron la Vía Tolosana de Arles para atravesar los Pirineos por la cima del «Summus Portus» y entrar en la península por el Reino de Aragón camino de Santiago de Compostela; pero el invierno no era la época del año más idónea para atravesar el llamado hoy en día Puerto de Somport (en la foto, la Cruz del Peregrino) por los importantes peligros en forma de inclemencias meteorológicas, que suelen producirse en el Valle de Aspe durante el período invernal, pues le «vigilan» nieves perpetuas desde el Pico del Anie y el Midi D’Ossau.


Los dos jóvenes caballeros ascendieron penosamente en medio de una gran ventisca de nieve hasta la cima del Somport para iniciar el descenso hacia el valle de la Jacetania, pero las fuerzas comenzaron a escasear y, agotados, buscaron un lugar donde refugiarse para recobrar el aliento; de pronto, vieron una tenue luz a lo lejos por lo que se encaminaron hacia ella en busca de acogida. Se trataba de una cabaña, vacía de ocupantes, con la chimenea encendida y la mesa provista de alimentos que les reconfortaron y fortalecieron el ánimo y las fuerzas.

Los dos caballeros agradecieron a Santiago el haber sobrevivido a tan duro aprieto y, devotos como eran de Santa Cristina, realizaron la promesa de construir en aquel lugar un hospital para peregrinos y peregrinas protegido por la santa mártir italiana. De pronto, proclamada la ofrenda, apareció un pajarito portando una cruz de oro en su pico con la cual fue señalando el contorno de una construcción que se convertiría en el Hospital de Santa Cristina.

El Hospital de Santa Cristina que atendían los Canónigos de San Agustín

«Unum tribus mundi» (uno de los tres hospitales del mundo) era la leyenda que presidía el altar mayor del Hospital de Santa Cristina, el cual adquirió una gran popularidad en el siglo XI pues el «Códice Calixtino» le menciona y sitúa como uno de los tres hospitales de peregrinos y peregrinas más importantes de la cristiandad, junto al de Jerusalén y el San Bernardo, en el italiano valle de Aosta.

El «Códice Calixtino» escrito por Aimerid Picaud, en el siglo XII, detalla el recorrido de la Vía Tolosana (por atravesar la ciudad de Toulouse, en Francia) partiendo de Arles, un lugar de concentración de peregrinos y peregrinas originarios del norte de Italia y del centro de Europa; un camino que recorría las tierras y valles del Languedoc para atravesar los Pirineos por el valle de Aspe y Somport, donde se encontraba el Hospital de Santa Cristina, que ofrecía ayuda, comida y descanso durante todo el año a los caminantes de Santiago de Compostela.

Los más de 200.000 peregrinos y peregrinas, que caminaban hacia Compostela en los siglos XI y XII, cuando atravesaban el Pirineo por el puerto de Somport, extenuados y al borde del agotamiento, encontraban el Hospital de Santa Cristina, donde podían, gratuitamente durante tres días, recuperarse de sus dolencias y penalidades pasadas. Los Canónigos de San Agustín ofrecían a los penitentes tres comidas diarias a base de sopa, legumbres, carne y unos vasos de vino; aquellos que llegaban enfermos eran cuidados hasta su recuperación y si fallecían eran enterrados en un pequeño cementerio al lado del Hospital.

Finalmente, en 1808 un voraz incendio devastó el Hospital de Santa Cristina