El sonido de las campanas, compañero fiel en el Camino de las Estrellas

Cuentan que los peregrinos y peregrinas en todos los caminos escuchan un sonido, compañero fiel a lo largo de los siglos, que les acompaña y recuerda la ruta a seguir; es el tañido de las campanas, soniquete persistente de una métrica musical que, según cada caso, tiene un significado diferente. El lenguaje de las campanas se utiliza para anunciar a la comunidad cualquier  circunstancia: accidente, convocatoria, acontecimiento religioso, festivo o luctuoso, o, simplemente, para orientar a las personas perdidas. De hecho son conocidas en los Caminos a Santiago (en la foto, la capilla de Santiago (1328) en la región francesa de Allier) de los repiques de las campanas de la Colegiata de Orreaga Roncesvalles guiando a los caminantes a través de la niebla al atravesar el collado de Lepoeder o el puerto de Ibañeta en el Pirineo. El eco de las campanas cabalga a lomos del viento para llevar a los solitarios peregrinos y peregrinas hasta la meta final, Santiago de Compostela.


Las campanas se producen en bronce (78% de cobre y 22% de estaño) y, habitualmente, cuando se bendicen se les da un nombre, que suele estar tallado en su borde; como por ejemplo la de la Catedral de Iruña Pamplona apellidada «María» o la de la Catedral de Oviedo, considerada la más antigua, que se llama «Wamba» o la más grande  (17 toneladas) de la Catedral de Toledo, nombrada como «Campana Gorda». Pero no todas las campanas tienen carácter religioso, como la llamada «Libertad», situada en Filadelfia (Estados Unidos). 

La verdad es que las campanas nunca anuncian un mismo mensaje: cuando su sonido es violento y desbocado proclaman una emergencia o la llegada de un temporal; cuando tañen lenta y pausadamente «tocan a difuntos» y cuando repican de forma enérgica y vital avisan las bodas. Y si nos ceñimos a los toques religiosos, las campanas convocan a la celebración de la Santa Misa (primero media hora antes, luego, a los quince minutos y, finalmente, un minuto antes de que comience el oficio religioso). Los toques más conocidos suelen ser los que se escuchan en los conventos: «Maitines» suena al alba; «Ángelus» es a mediodía y «Vísperas» es el repique a la puesta de sol para rezar por las almas del purgatorio.

Muchos son los pueblos que emplean diferentes tipos de campanas en sus ceremonias religiosas, como en oriente (sintoístas y budistas), o las consideradas primigenias en el antiguo Egipto, Babilonia o en el imperio de Roma. El sonido de las campanas vuela por el Camino de las Estrellas, entre el cielo y la tierra desde hace siglos, difundiendo sentimientos distintos a cada caminante.

Amaiur, el último reducto navarro que resistió el Reino de Castilla

Cuentan que en el Camino del Baztán, una vez atravesado el puerto de Otsondo, en la localidad de Maya, se encuentran los restos del Castillo de Amaiur, el último reducto del Reino de Navarra que se resistió a la rendición al Reino de Castilla. El próximo 19 de julio se cumplirán 502 años de la capitulación de la fortaleza navarra a las huestes del rey Carlos I que, días después, ordenó la destrucción de la fortaleza, desde sus cimientos,  de forma que no quedará «piedra sobre piedra». El Castillo de Amaiur se encontraba en un lugar estratégico del Pirineo navarro y era un fortín pequeño, fiel guardián del camino de gran importancia comercial y de paso para los ejércitos, que unía la capital del «viejo reino» entre Iruña Pamplona y Baiona. El Reino de Navarra hacia el siglo XII integraba, además, al Señorío de Bizkaia, Gipuzkoa y Araba, aunque el Reino de Castilla «acosaba» los territorios navarros, sobre todo por la influencia de dos bandos nobiliarios que fraccionaban el feudo navarro: los beaumonteses (del clan de los oñacinos), que respaldaban a Castilla y, por otro lado, los agramonteses (de la agrupación de los gamboinos), que apoyaban a los reyes franceses. 

A partir de 1512 Amaiur va a cambiar varias veces de manos a partir de la decisión del rey de Aragón, Fernando, el Católico, que conquista el reino navarro, con la bendición papal. Los intentos por parte francesa de Juan III de Albret y Catalina de Foix fracasaron perdiendo, además, las fortalezas de Donibane y Amaiur. Un año después, un ejercito franco-navarro reconquista Amaiur, que poco tiempo más tarde, vuelve a manos del rey aragonés, que ordena reforzar el castillo, aumentando la guarnición hasta un centenar de infantes, gruesas murallas, con foso alrededor de la ciudadela medieval, y piezas de artillería: 2 cañones, varios sacres y culebrinas (tiraban balas de 4 y 6 libras), y algunos búzanos de pequeño calibre.

Hacia 1521, de nuevo, un ejercito franco-navarro logra hacerse con la totalidad del «viejo reino» pero en la primavera de 1522 las tropas imperiales van reconquistando el terreno perdido obligando a los navarros a retirarse al Castillo de Amaiur. En el bando contrario, el virrey de la corona castellana, el conde de Miranda, ha comenzado a formar una milicia numerosa que en su avance hacia Amaiur incorpora mas efectivos con la idea de aislar y conquistar la fortaleza navarra. En total el ejercito asaltante se ha convertido en unos cinco mil soldados en el momento de comenzar el asedio.

Por parte de los defensores son sólo un centenar de hombres capitaneados por Jaime Vélaz de Medrano acompañado de su hijo Luis; además de los caballero nobles: Miguel de Xabier; Juan de Azpilicueta, señor de Sada; Fernando de Azcona, señor de Etxarren; Víctor de Mauleón, señor de Aguinaga, junto a su hermano Luis; Juan de Olloqui, señor de Azcona; algunos clérigos junto al prior de Belate, Juan de Desojo; y navarros ilustres como Martín de Munarriz, Mateo de Iturmendi, Charles de Sarasa, de Sanguesa; y Juan de Arizala, conocido como «Buruleum», y sus tres hijos; Juan Martínez de Anchóriz, de Esteribar, con su hijo; y Martín de Mascarón, de Caseda. Completan la defensa, algunos soldados franceses de Lapurdi y campesinos armados. Enfrente tenían un ejercito de unos 5.000 hombres formado por 1.500 soldados expertos de otras guerras; 2.500 beamonteses (movilizados por orden imperial); unos 600 jinetes y militares castellanos. Este ejercito imperial contaba con una importante artillería: 3 enormes cañones, 1 culebrina, 2 sacres, 6 falconetes y 4 ribadoquines. 

El 13 de julio de 1522 comienza el cerco al castillo de Amaiur y en los dos días siguientes se lanzan los primeros asaltos, que son rechazados. Luego, en las siguientes jornadas, la artillería castellana inicia el bombardeo de la fortaleza navarra pero los descomunales cañones revientan de tanto fuego continuado y quedan inservibles. En las jornadas siguientes persisten los ataques, siendo herido el virrey de una pedrada en la boca y, también, muerto Antón Aguacil, el antiguo alcaide de Amaiur. Todos estos desastres enfurecen al conde de Miranda que ordena al maestro artillero Jacobet que coloque bajo el cubo sur del castillo barriles de pólvora y que los haga estallar, produciendo una gran brecha.

Así, Jaime Vélaz de Medrano entrega la fortaleza el 19 de julio con la condición de respetar la vida de los defensores, que son trasladados y encarcelados en Iruña Pamplona. Un mes más tarde, el capitán del castillo de Amaiur y su hijo aparecen muertos en la cárcel y el emperador Carlos I ordena la destrucción de la fortaleza navarra hasta que no quede «piedra sobre piedra».

Hoy en día, un monolito sobre las ruinas del castillo de Amaiur recuerda la heroica defensa.

La niña mártir Santa Eulalia, patrona de Mérida, que sufrió trece tormentos

Cuentan que en el Camino Mozárabe, cuando enlaza con la Vía de la Plata, a su paso por Mérida, este municipio tiene una especial devoción a la niña mártir Santa Eulalia, patrona de la localidad extremeña, que ensalza su festividad cada 10 de diciembre, mediante una solemne procesión. Todo esta celebración recuerda la primera persecución de los cristianos en la península ibérica, hacia los años 303 y 305 ordenada por el emperador Diocleciano, cuando se produjo el martirio de Santa Eulalia, una niña de 13 años hija del senador romano Liberio convertida al cristianismo por el presbítero Donado. En estos años de persecución fueron numerosos los cristianos que sufrieron martirio como, por ejemplo, en Valencia, San Vicente; en Gerona, el centurión Marcelo; en Tarraco, el obispo Fructuoso y los diáconos Augurio y Eulogio; o en Hispalis, las alfareras Justa y Rufina; todos perdieron la vida por no renegar de su fe.

Hacia los primeros años del siglo IV se produjo el martirio de Santa Eulalia, la niña virgen y mártir tan venerada en Mérida, desde hace muchos años, donde se sitúa el llamado hornito de la santa patrona emeritense, un oratorio erigido, con restos de piedras aparecidas en la localidad extremeña, correspondientes a un templo dedicado al Dios Marte, en el mismo lugar donde Santa Eulalia padeció su martirio. En realidad, se denomina hornito porque allí  los romanos quemaron viva a la niña. 

La crónica del martirio de Santa Eulalia comienza cuando su padre, el senador Liberio, pretendió distanciar a su hija del peligro de la persecución de Diocleciano aislando a la niña en su casa de campo, a las afueras de la llamada entonces Emérita Augusta, hasta que finalizase la caza de los cristianos. Pero la niña escapó y se presentó en la ciudad ante el gobernador Daciano, escoltada por un cortejo de ángeles, negándose a adorar a los dioses romanos porque esas leyes no podían ser obedecidas por los cristianos. Daciano intentó persuadir a Santa Eulalia presentando a la niña las torturas que podía sufrir si no ofrendaba sacrificios a los dioses romanos, pero fue en vano y la adolescente se mantuvo en la fe cristiana. 

Trece, fueron los suplicios padecidos por Santa Eulalia: fue flagelada con correas de plomo, la mutilaron con garfios de hierro, le derramaron aceite hirviendo, le lanzaron plomo derretido, le revolcaron sobre cal viva, le golpearon con varas de hierro, le restregaron por cascajos de tejas rotas, le quemaron las heridas con antorchas, le cortaron los cabellos y la pasearon desnuda por la ciudad, le arrancaron las uñas de manos y pies, le ataron a un potro de tortura para descoyuntarle los huesos y, finalmente fue quemada. 

Una vez muerta Santa Eulalia, de su boca salió una paloma blanca que ascendió al cielo, al tiempo que los crueles verdugos huían horrorizados, mientras comenzaba a nevar cubriendo el cuerpo de la santa y toda la ciudad de Mérida durante varios días.

Mari, la Dama de Anboto que enamoró al Señor de Bizkaia

Cuentan que Bilbao, la capital del mundo, fue fundada por el Señor de Bizkaia, Don Diego López de Haro V mediante la «Carta Puebla» fechada en Valladolid el 15 de junio del año 1300. Además, Bilbao es, habitualmente, punto de salida del Camino de Santiago de la Montaña Olvidado y final de etapa del Camino del Norte y de la Costa. Dicho esto, una fábula describe, en el origen del linaje de los Señores de Bizkaia, a Don Diego López de Haro como «un excelente montañero» que gustaba recorrer las sierras más emblemáticas del País Vasco tratando de capturar todo tipo de animales. Así, un soleado día se detuvo a descansar en una de las laderas del monte Anboto (1.331 m), una de las cumbres más importantes de Bizkaia, un lugar donde «reside» La Dama de Anboto, el personaje más notable de la mitología vasca precristiana; considerado y personificado como la madre tierra, o la reina de la naturaleza que se encarga de llevar el buen y el mal tiempo a través de las cumbres y comarcas del País Vasco. Fue entonces cuando, según se cuenta, en aquel descanso, el Señor de Bizkaia descubrió a una hermosa mujer de la que quedó enamorado.

Mari, la Dama de Anboto, suele ser representada como una bella dama, de largos cabellos rubios, que suele estar sentada en la entrada de su cueva peinando su larga melena con un peine de oro. Muchas son las leyendas que se cuentan de la Dama de Anboto, que suele tener diferentes hogares, según la montaña que se mencione, pues cada cierto tiempo surca los cielos de cumbre en cumbre, según decida quedarse en el Txindoki (1.346 m), el macizo de Itxina del Gorbea (1,483 m), Oiz (1.026 m) el Mirador de Bizkaia, el Aketegi (1.551 m) o en cualquier otra cordillera del País Vasco; Mari habita donde ella dispone porque, según la tradición, ha sido vista en muchos de los montes vascos. 

El origen de Mari se refiere a que era una preciosa niña, la cual vivía con su madre en una aldea del País Vasco. Un día la madre se enojó mucho con su hija, a la que maldijo: «Ojalá te lleve el diablo»; justo en ese momento, Satanás se presentó apoderándose de la joven mujer y dirigiéndose con ella a la cima de Anboto, desde entonces, donde tiene su principal morada.

Pero volviendo al enamoramiento de Don Diego López de Haro sucedido en el monte Anboto, cuando Mari se acicalaba encima de una peña cantando, Diego preguntó a la mujer quien era y que estuviese callada porque le espantaba la caza. «Soy una mujer de alto linaje» replicó, a lo que el Señor de Bizkaia dijo que era el dueño de aquella tierra y que se casaría con ella; a lo que ella respondió afirmativamente, aunque puso una condición: «tienes que prometerme que nunca te santiguarás en el interior de nuestra casa».

El matrimonio tuvo un hijo y una hija y vivió feliz durante un tiempo hasta que, un día, Don Diego López de Haro olvidó su promesa. Mari, «ipso facto» se alejó con su hija volando hacia el monte Anboto, donde, al lado de la morada de su cueva, existe una pequeña fuente de la que hay que beber si el deseo demandado a la Dama de Anboto quieres que se haga realidad.

Saturnino, el eremita berciano derrotado por Satanás

Cuentan que en el Camino Francés, en los montes de León, en las cercanías de la Cruz de Ferro, (en la foto, el refugio de Tomás de Manjarín, donde desde hace tres décadas se facilita hospitalidad a peregrinos y peregrinas), hubo en los siglos X y XI una gran concentración de eremitas, pues en aquellos tiempos, estaba en auge la búsqueda del conocimiento y la exaltación mística colectiva. Es en este llamado «Valle del Silencio» donde aquellos anacoretas, seguidores, inicialmente, de San Fructuoso y, posteriormente, de San Valerio y de San Genadio, comenzaron siendo pobres y sin necesidades económicas hasta llegar a influenciar en la vida material y espiritual de los campesinos de esta comarca al sur del Bierzo, donde hubo mas de cincuenta monasterios en la Edad Media. Todo este prodigio de religiosidad en los montes de León, en la comarca de los Montes Aquilianos, produjo a lo largo de aquellos años una «invasión» de ermitaños interesados por el conocimiento, la meditación y la mística, como, por ejemplo, el aplicado discípulo de San Valerio, Saturnino, que recitaba salmos, levantaba oratorios y, además, realizaba curaciones y actos paranormales. 

Lo cierto es que la realidad del discípulo, Saturnino, era otra, según cuenta su maestro San Valerio, que le califica en sus escritos de, «soberbio, ladrón y apóstata». Así, este aprendiz de fraile, en un acto de arrogancia, decidió emparedarse en una cueva para buscar la soledad y la oración, conminando a que nadie atendiese sus necesidades. Pero Satanás «supo del desafío» y se presentó en la cueva para atormentar al monje durante el día y la noche, propósito que logró finalmente. Saturnino fue derrotado por la maldad del diablo y salió muy enojado de su encierro; se apropió de muchos de los libros escritos por San Valerio y, montado en un borrico, huyó del lugar vociferando y echando pestes en contra de la comunidad de sus hermanos religiosos, sin que a partir de ese momento se volviese saber de él.

Esta historia y muchas más ocurrieron en este «Valle del Silencio» donde San Fructuoso de Brácara erigió el Monasterio Rupianense (consagrado a San Pedro y San Pablo), en recuerdo de un castro desaparecido llamado Rupiana. Mucho tiempo después, se nombra abad a San Valerio, un religioso eremita del Bierzo, que amplió y confirió un gran impulso al monasterio, sobre todo mediante las enseñanzas de los libros manuscritos por este prior. Finalmente, la invasión de los musulmanes arrasa el convento, que vuelve a ser levantado de su ruinoso estado a comienzos del siglo X por San Genadio de Astorga, ermitaño visigodo, que conservó su fe cristiana en medio de las tierras musulmanas. Hoy en día, este Monasterio de San Pedro de Montes esta siendo restaurado por la Junta de Castilla León.

La paz es la historia del monasterio visigótico de San Froilán de Tábara

Cuentan que en el Camino Sanabrés de la Vía de la Plata en la localidad de Tábara, los Amigos del Camino de Santiago de Zamora y la Fundación Ramos de Castro, recomiendan a los peregrinos y peregrinas que, «la paz es la historia del monasterio visigótico, la encomienda templaria y las reivindicaciones del pueblo a la nobleza, buscaron la paz a través de la fe, el trabajo o la justicia. Y el monasterio mozárabe de San Froilán, en el siglo IX que aquí hubo. La paz dio a todos y a la humanidad los beatos. Caminante, que encuentres la paz en la andadura y sea tu vida la huella». Se refiere esta inscripción al monasterio habido en el siglo X en Tábara, clásico fin de etapa del también llamado Camino Mozárabe Sanabrés, en las cercanías de la sierra de La Culebra, y población donde se escribió e ilustró uno de los códices más hermosos que existen, el «Beato de Tábara». El ilustrador medieval, Magius fue quien comenzó el manuscrito, el cual fue concluido por el monje Emeterio en el año 970 después del fallecimiento de su maestro.

Hacia el año 915 el convento de Tábara (en la fotografía, su torre de estilo románico), fue escuela de copistas, pintores e ilustradores, y llegó a contar, según las crónicas de la época, con unos 600 monjes de ambos sexos, que realizaban copias de distintos códices manuscritos con los Comentarios del Libro del Apocalipsis de San Juan (Explanatio in Apocalypsis), que servía para difundir entre frailes y feligreses —de forma transparente y convincente— la creencia de la llegada del fin del mundo en el año mil; todos estos conceptos se divulgaban en el período de Cuaresma para buscar el arrepentimiento de los creyentes que, de esta forma, entenderían los horribles castigos que el Apocalipsis traería y las recompensas que obtendrían los cristianos justos.

Al monasterio de Tábara se le ha atribuido un origen visigótico, pero según la Biblia de Juan y Vimara, fue el obispo de la catedral de León San Froilán quien, junto al obispo de Zamora, San Atilano, fundaron el cenobio de Tábara con el apoyo del rey Alfonso III de Asturias a finales del siglo IX. Posteriormente, hacia el año 988 fue incendiado por las huestes de Almanzor y, años después hacia la mitad del siglo XII, Doña Sancha, hermana de Alfonso VII, legó todo el valle de Tábara a la Orden de los Templarios, desencadenando diversos enfrentamientos entre el obispado del Reino de León y la comunidad templaria. Hoy en día, la Iglesia de Santa Maria ocupa el lugar del monasterio desde el siglo XII.

Tábara es uno de los pueblos del Camino Mozárabe Sanabrés, final de etapa para los peregrinos y peregrinas que vienen por la antigua vía romana desde Sevilla o Mérida para conectar con el Camino Francés en Astorga o, en cambio, continuar por Orense hacia Santiago. En la actualidad, su albergue municipal es de acogida tradicional, donde la hospitalidad es la referencia primordial, porque uno de los marqueses de Tábara, Bernardino Pimentel, dejó escrito en su testamento que, siempre, sus herederos debían acoger a los peregrinos y peregrinas en su casa. 

Las 10 torturas sufridas por San Tirso «contadas» en la ermita de Ojo Guareña

Cuentan que en el «Vexu Camin» o Camino de la Montaña Olvidado se detallan, a través de pinturas murales en paredes y techos, las 10 torturas sufridas por San Tirso en la ermita del Complejo Kárstico Ojo Guareña en la Merindad de Sotoscueva. Tirso fue un santo asiático, originario del pueblo de Cesarea de Bitinia, martirizado durante la persecución del emperador romano Decio en el año 250. Tiempo después, mercaderes  griegos trajeron algunas de sus reliquias a Emérita Augusta —ya entonces, la Mérida visigoda— y desde esta localidad extremeña su culto se extendió hacia el norte de la península ibérica. Así, en el siglo VII, es posible que mediante el asentamiento de unos eremitas la veneración por San Tirso surgiera por primera vez en el Complejo Kárstico burgalés

Hoy en día, la ermita aprovecha las cavidades de Ojo Guareña para formar la fachada del oratorio, que en la actualidad se llama San Bernabé y San Tirso, porque, posiblemente, debido a las dificultades invernales para celebrar la festividad de San Tirso en enero. Por ello, se  decide introducir y priorizar a San Bernabé y sus milagros en el axioma y celebrar su festividad en junio. 

Volviendo a las 10 torturas de San Tirso, se descubre, según parece, que el santo asiático era un asombroso atleta a tenor de la decena de sufrimientos que hubo de soportar con serena firmeza; seguramente, por el espantoso martirio contado por los monjes medievales para un público analfabeto y deseoso de escuchar las virtudes del estoico tormento por la fe cristiana.

La primera angustia que se puede ver en Ojo Guareña se produce cuando el juez Cumbricio ordena descoyuntar los miembros al santo, pero San Tirso aguanta. Luego, en la segunda, se conmina a los soldados a arrancarle las pestañas, cortar sus párpados y deformarle la cara para que se mofen de él, pero el santo se mantiene firme en su fé cristiana. El magistrado, lleno de ira por el fracaso, decreta que le rompan los dientes y sea azotado, sin embargo San Tirso sigue soportando el martirio. El cuarto suplicio (en la foto superior) es cuando los esbirros echan plomo fundido sobre San Tirso, pero el líquido rebota y salpica a todos los espectadores que se encuentran alrededor. En el quinto tormento el juez establece situar espadas boca arriba para lanzar el cuerpo del santo contra ellas, pero tampoco funciona y San Tirso sale indemne. 

La quinta pena es decretada por otro juez, Silvano, que decide escaldar a San Tirso en una caldera, pero el mártir se encomienda a Dios y el perol se rompe. En el sexto martirio otro togado entra en escena, Baudo, que ordena que aten al santo varón con cadenas y le arrojen al mar, pero unos ángeles le desatan y le llevan a la orilla. La séptima sentencia es más dura pues trasladan al santo al circo para que le devoren las fieras, pero estas se acercaban a San Tirso y le lamían las heridas. De nuevo, la ira del gobernador exige azotarle en el templo de Apolo para que renuncie al cristianismo, sin embargo cuando se ejecuta el castigo las estatuas del templo se desploman.

Llega el último martirio, y los jueces deciden cortar al beato con una gran sierra, pero los dos verdugos no logran su cometido; cuando, de pronto, se escucha una voz indicando a San Tirso que «ha llegado tu tránsito a los cielos». Todos quedan postrados mientras los jueces responsables del martirio expiraban entre horribles padecimientos, los mismos que habían realizado a San Tirso.

La ruidosa rivalidad de la exaltación del judío de Baena

Cuentan que en el Camino Mozárabe, en la etapa cordobesa que finaliza en Baena celebran durante la Semana Santa la efeméride del prendimiento de Jesús, que se fundamenta en la representación de la entrega y traición de Judas Iscariote. Hoy en día, el Sanedrín de los judíos de Baena simboliza esta exaltación mediante una muchedumbre de unos dos mil individuos, divididos en cuadrillas de «coliblancos y colinegros», que rivalizan con sus ruidosos tambores durante todos los días de las procesiones de la Semana Santa. Esta es una tradición que se pierde en el siglo XV —sin documentación escrita— y que a lo largo de los tiempos ha sufrido alteraciones y justificaciones de todo tipo sin que en la actualidad las respuestas se apoyen en hechos concretos.

Las órdenes de los Franciscanos y Dominicos se instalaron en Baena en 1550 e instauraron la celebración de la Semana Santa, posiblemente, mediante la «comedia» del prendimiento de Jesús en el huerto del Getsemaní. Así, el origen del judío baenense, según algunos antropólogos e historiadores, se justifica en la orientación antisemita de Baena y pueblos de alrededor, que se mantiene hasta el siglo XVIII, como verdugo o arrepentido, evolucionando su penitencia hasta transformar su aspecto hacia la mitad del siglo XIV mediante el uniforme militar y el tambor; de hecho, el persistente ruido de los «coliblancos y colinegros» ha sido considerado como la expresión de la rabia e impotencia por la muerte del redentor que le perdonará y liberará para siempre.

En total son unos dos mil cofrades los que componen las agrupaciones baenenses, siendo la más numerosa la de los «colinegros», que suponen tres cuartas partes del total. Se desconoce la separación de las cuadrillas entre «coliblancos y colinegros» aunque algunos historiadores aseguran que los «coliblancos» pertenecen a una clase social superior a la de los «colinegros», pero esta afirmación no se sostiene pues en ambas cofradías hay cofrades de todas las clases sociales. 

La fotografía de Robert Capa «La Muerte de un miliciano» se recuerda en el pueblo cordobés de Espejo

Cuentan que en el Camino Mozárabe, en la etapa cordobesa que finaliza en Cerro Muriano, se captó la «Muerte de un miliciano», fotografía del fotoperiodista Robert Capa, una de las imágenes más simbólicas y estremecedoras de la Guerra Civil española. Posteriores investigaciones, han situado la instantánea de esta «muerte en directo» en las cercanías de la localidad de Espejo, pueblo que se atraviesa en el Camino Mozárabe, en la jornada que finaliza en la localidad cordobesa de Santa Cruz. Una escultura recuerda en Espejo (en la foto) este hecho de la Guerra Civil. En principio, Cerro Muriano saltó a la fama mundial cuando la imagen se publicó en el semanario francés VU el 23 de septiembre de 1936, pero adquirió una gran relevancia cuando el 12 de julio de 1937 se publicó en la revista americana LiFE ilustrando un reportaje titulado «Muerte en España: la guerra civil ha segado 500.000 vidas en un año».

Robert Capa era de origen húngaro y se llamaba en realidad Endre Ernö Friedmann y, según dijo inicialmente, la fotografía fue tomada en Cerro Muriano el 5 de septiembre de 1936 justo cuando un miliciano es abatido por las balas del enemigo, pero el fotoperiodista nunca determinó el lugar exacto y las particularidades que rodearon la histórica imagen, quizás por la prematura muerte del Robert Capa, al pisar una mina en la Guerra de Indochina el 25 de mayo de 1954. Para entonces Roberto Capa había hecho célebre su máxima del fotoperiodismo: «Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente».

El tiempo puso en duda la verdad y certeza sobre quien, cómo y donde se logró la «Muerte de un miliciano» porque, en aquel momento, Capa estaba acompañado por su socia la alemana y también fotógrafa, Gerda Taro, a quien, según algunos historiadores, se le ha atribuido la foto; su fallecimiento, meses después, aplastada bajo las cadenas de un carro de combate en el Frente de Brunete en plena guerra civil, terminó por olvidar esta posible autoría.

También se ha puesto en duda la casualidad de la instantánea y la ausencia de la herida de bala en el cuerpo soldado, identificado como «Taino» Borrell García, miliciano oriundo de Alcoy; aunque otros historiadores han establecido que se trata del oficial Rafael Medina, encargado de la defensa de Espejo en esta parte del frente.

 Las sospechas en cuestión, ha sido resueltas al encontrar una serie de cuarenta fotos, en la desordenada herencia de 70.000 negativos de Roberto Capa, que se identifica al anarquista, momentos antes, posando en la trinchera en actitud festiva con los fusiles en alto. Los expertos historiadores del fotoperiodista cuentan que, posiblemente, el follón que armaron los militares republicanos atrajo la atención de los franquistas en la trinchera contraria, que dispararon sus armas, justo en el momento en que Robert Capa presionaba el botón de disparo de su cámara.

Finalmente, los historiadores acotaron el lugar de la «Muerte de un miliciano» al identificar, en definitiva, el Cerro del Alcaparral en la localidad de Espejo como el emplazamiento estratégico, donde se situaban las trincheras, a través de esa sucesión de cuarenta fotos de Robert Capa, mediante el análisis de localizar detalles como los cortijos, caminos y colinas montañosas. 

La leyenda de Valverde de Lucerna se cumplió en Ribadelago

Cuentan que en el Camino Sanabrés cerca de la etapa que finaliza en Puebla de Sanabria se localiza un pueblo, llamado Valverde de Lucerna, sumergido en las profundidades del Lago de Sanabria. La verdad, se halla en una leyenda cuyo origen se encuentra en el libro escrito por Miguel de Unamuno titulado San Manuel Bueno, mártir; la historia religiosa de un párroco, lleno de bondad y fe, por encima de su indecisión, la cual no puede evitar, por las dificultades y miserias de los feligreses de su aldea, que viven inmersos en una economía de subsistencia. Unamuno viaja en 1930 a Sanabria y allí descubre la leyenda de un pueblo sumergido en el Lago de Sanabria donde en las noches de San Juan se escucha el tañido de las campanas de la Iglesia bajo las aguas del pantano. La historia, que se remonta al año 1109, termina por convertirse en una premonición, la cual cobra vida en la catástrofe ocurrida el 9 de enero de 1959 en el pueblo de Ribadelago al romperse la presa de Vega de Tera, de la Hidroeléctrica Moncabril, fundada por Javier Martín-Artajo, hermano del ministro franquista de Asuntos Exteriores. 

El origen del mito de Valverde de Lucerna comienza con la llegada de un peregrino pidiendo cobijo y limosna, en una gélida noche de ventisca, al que nadie atendió, excepción de unas mujeres panaderas que le cobijaron y dieron pan. El insólito caminante —cuentan— era Jesucristo, quien como castigo por la falta de caridad de los vecinos haría inundar el pueblo salvo la panadería de las mujeres; personalizada, hoy en día, en una pequeña isla que puede verse en el Lago de Sanabria. En realidad, esta leyenda «llega» trasladada en el siglo X desde el Bierzo  por los monjes cistercienses de Santa Maria de Carracedo, hasta el monasterio de San Martín de Castañeda del pueblo de Galende, a quienes el rey de León, Sancho I «El Gordo», concede a los frailes la propiedad del lago y sus tierras cercanas, además, del derecho exclusivo de pesca; los aldeanos de Sanabria ni siquiera podían capturar truchas para mitigar el hambre.


Miguel de Unamuno tiene así conocimiento de todos estos detalles y escribe:

Ay, Valverde de Lucerna,

hez del lago de Sanabria,

no hay leyenda que dé cabria

de sacarte a luz moderna.

Se queja en vano tu bronce

en la noche de San Juan,

tus hornos dieron su pan,

la historia se está en su gonce.

Servir de pasto a las truchas

es, aun muerto, amargo trago;

se muere Riba del Lago,

orilla de nuestras luchas.

Sin saberlo, el presagio escrito por Miguel de Unamuno se convierte en espantosa riada la noche del 9 de enero de 1959 en Ribadelago aniquilando la vida de 144 vecinos (recordados en un sencillo monumento) de los que sólo se rescataron 28 cadáveres; los restantes terminaron sumergidos en lo profundo de las aguas del lago sanabrés. El embalse de Vega de Tera se quebró por la chapuza realizada durante su construcción, por la mala calidad de los materiales utilizados, porque, en aquellos días había temperaturas de 18 grados bajo cero, y porque el director gerente ordenó llenar la presa hasta los topes a pesar de las continuas filtraciones en el muro de contención. El resultado fue que más de ocho millones de metros cúbicos de agua, junto con árboles, barro, hielo y rocas, descendieron hasta Ribadelago asolando las casas del pueblo donde dormían sus pobladores.

Nunca se juzgó a ningún responsable de la administración franquista y los directivos sentenciados por el desastre resultaron, finalmente, indultados. Las indemnizaciones ofrecidas a los vecinos supervivientes fueron míseras y, además, les intimidaron tachándoles de «avariciosos». Franco ordenó construir una nueva población en una falda de la montaña que los vecinos adjetivan «Peña meada». Por allí, desperdigados, viven unas dos docenas de personas en el pueblo viejo y unas ochenta en el nuevo, a la que se puso por nombre Ribadelago de Franco, La última burla para entronizar la tragedia.