El franquismo y la refundación de Euskaltzaindia

Tras la Guerra Civil y durante las primeras décadas de la dictadura franquista, Euskaltzaindia tuvo que hacer frente a un periodo de refundación que se extendió de 1936 a 1954

Antón Ugarte Muñoz

Cómo pudo la Academia de la Lengua Vasca (ALV) mantenerse en pie en el seno de un Estado dictatorial ultranacionalista español? Creo que las razones principales fueron dos. Por un lado, Euskaltzaindia como corporación no se posicionó a favor del Gobierno de Euzkadi durante la guerra civil española. Parece que hubo intención de tratar ese tema en una reunión en Bilbao a finales de 1936, una vez ocupada Gipuzkoa por las tropas de Emilio Mola, reunión a la que estaban convocados los académicos residentes en Bizkaia. Según testimonio de Bonifacio Echegaray, a la sazón miembro de la Comisión Jurídica Asesora de Euzkadi, el director de Euskaltzaindia -el sacerdote Resurrección Mª Azkue- fue conducido desde su residencia en Lekeitio hasta Bilbao para entrevistarse con el lehendakari José Antonio Aguirre, pero ningún vínculo orgánico y oficial se estableció entre la ALV y el Gobierno de Euzkadi. Este hecho probablemente fue valorado de forma muy positiva por las nuevas autoridades franquistas una vez que todo el territorio autónomo cayó en sus manos en 1937.

La segunda razón, estrechamente unida a la primera, es que los monárquicos maurrasianos que ostentaron el poder en Bizkaia tras la guerra civil consideraron que una Euskaltzaindia depurada de sus académicos abertzales -pues izquierdistas no los había habido nunca- bien podría servir como elemento simbólico para maquillar la política lingüística del falangismo dominante y tratar de arrebatar de esa manera la bandera del euskera al nacionalismo vasco, el cual acusaba al Nuevo Estado de estar llevando a cabo un genocidio cultural.

La ALV había quedado diezmada por la violenta contienda que asoló España entre 1936 y 1939, tras el fallido golpe de Estado contra la República. El erudito navarro Arturo Campión y el sacerdote vizcaino Juan Bautista Egusquiza habían fallecido de forma natural, pero sin ahorrarse el miedo a ser ejecutados por alguno de los bandos enfrentados. A consecuencia de su colaboración personal con el Gobierno de Euzkadi o con el PNV, se habían visto obligados a exiliarse en Francia los siguientes académicos: Bonifacio Echegaray, Severo Altube y el jesuita Raimundo Olabide. El fraile capuchino navarro Dámaso de Inza fue destinado por sus superiores a Chile, junto a otros compañeros de orden sospechosos de ser afines al PNV. Los académicos vasco-franceses se encontraron con una frontera férreamente controlada, primero, por motivo de la guerra civil española; en seguida, por la contienda mundial, y, a continuación, por el bloqueo diplomático antifranquista.

En suma, cuando R. M. Azkue aceptó las condiciones políticas exigidas por el franquismo para reanudar las actividades de su amada Euskaltzaindia, en el País Vasco-Navarro tan solo quedaban otros dos académicos para poder llevar a cabo dicha refundación: el exdiputado carlista Julio Urquijo y el sacerdote donostiarra Ramón Inzagaray. Las exigencias más importantes que el director de la ALV aceptó fueron las siguientes: sustituir a los miembros en el exilio por nuevos académicos de ideología derechista-españolista y dejar de convocar a los vasco-franceses.

Críticas a Azkue ¿Hasta qué punto se identificó el director de Euskaltzaindia con la ideología franquista? Resurrección María de Azkue, desde antes de la fundación de la ALV en 1919, había mantenido una relación conflictiva con el PNV, cuyo sector ortodoxo lo sometía a constantes críticas y desautorizaciones, tanto políticas como académicas. Al igual que muchos otros vasquistas de tradición conservadora e incluso antiliberal, pese a su indudable autonomismo, durante la guerra civil repudió la unión del PNV con el Frente Popular, y se abstuvo de mostrar su adhesión al Gobierno de Euzkadi. ¿Qué decir de Julio Urquijo, cuyo hermano, José María Urquijo, rival ultramontano de las izquierdas y del PNV, había sido ejecutado por sentencia de un Tribunal Popular en Donostia?

Una vez que el Frente del Norte cayó en manos de los sublevados, Azkue y Julio Urquijo acudieron a Salamanca en enero de 1938 como miembros de número de la Real Academia Española (RAE) -lo eran desde 1927, a consecuencia de un decreto de la dictadura primorriverista- a la constitución del nuevo Instituto de España (IdeE), donde juraron, junto al resto de académicos allí reunidos, lealtad al caudillo de España. Está sujeta a interpretación la sinceridad de dicho juramento, pero, así como otro miembro vasco de la RAE presente en Salamanca, el escritor Pío Baroja, se apresuró a refugiarse en París poco después, Azkue y Julio Urquijo participaron activamente -el segundo como secretario provisional- en las sesiones que la RAE realizó durante la guerra civil en Donostia, retaguardia cultural golpista y sede provisional de la RAE y del IdeE.

De esta manera, a pesar de las inevitables sospechas de criptonacionalismo vasco por parte del falangismo militante, Azkue y Julio Urquijo quedaron políticamente habilitados para refundar la ALV. Con el permiso de la Junta de Cultura de Bizkaia -presidida entonces por José María de Areilza-, un nuevo órgano que dependía de la Diputación Provincial, Euskaltzaindia fue autorizada a celebrar su primera sesión de posguerra en abril de 1941 en su sede oficial de Bilbao. Los nuevos académicos nombrados para sustituir a los miembros fallecidos o en el exilio, más allá de su vasquismo cultural, cumplían con las condiciones políticas franquistas: el abogado carlista Nazario Oleaga, quien ejercería de secretario;el sacerdote Pablo Zamarripa, el heraldista Juan Carlos Guerra y el archivero Juan Irigoyen. A propuesta de Resurrección María de Azkue, también fue nombrado académico el furibundo antiabertzale Eladio Esparza, representante oficioso de la Diputación Foral de Navarra.

Precaria vida académica El exiguo apoyo económico que las autoridades franquistas vasco-navarras otorgaron a Euskaltzaindia, la censura constante en lo que al uso público del vascuence se refiere y, por último, el temor a ser tachados de colaboracionistas por el nacionalismo vasco, obligaron a la corporación a llevar una precaria vida académica durante los años 40. Reducida a reunirse alternativamente en Bilbao y en San Sebastián, sin poder publicar su boletín oficial Euskera; su principal cometido fue continuar la elaboración del Diccionario español-vasco, proyecto que quedaría inacabado tras fallecer su principal responsable, Resurrección María de Azkue, en noviembre de 1951.

El enorme vacío dejado por el alma mater de la ALV, y, un año antes, por Julio Urquijo, fundador de la Revista Internacional de Estudios Vascos, se antojaba difícil, si no imposible, de llenar, debido al prestigio que ambos habían conferido a este campo de estudios durante la primera mitad del siglo XX. Uno de los postulantes fue el académico de padre alemán Federico Krutwig, quien entonces apenas contaba 30 años. En el acto público de ingreso del también joven académico Luis Villasante, fraile franciscano y futuro director de Euskaltzaindia, celebrado en Bilbao en mayo de 1952, Krutwig quiso borrar de un plumazo las acusaciones de contemporización franquista. En lugar de atacar directamente a la dictadura, se empleó a fondo en desautorizar públicamente a los Obispados de Bilbao y Donostia, recientemente desgajados del de Gasteiz, por marginar el euskera en sus diócesis. A pesar de que el discurso fue leído en el vascuence arcaizante que Krutwig había aprendido en obras de la Edad Moderna, fue denunciado inmediatamente por las autoridades provinciales presentes en el acto. Exigir públicamente que la Iglesia vasca se separase del Estado en su política lingüística, cuando la España nacional-católica surgida de la guerra civil se basaba en un pacto entre ambos poderes, fue una temeridad y una desastrosa táctica política. El vizcaino Krutwig fue el siguiente académico vasco obligado a marchar al exilio desde la guerra civil. Volvería a hacer gala de su extremismo dialéctico en el ensayo Vasconia (1963), el cual incluye el discurso de 1952 en su apéndice documental.

Con una corporación al borde del colapso y amenazada por el gobernador civil de Bizkaia, Genaro Riestra, el eje principal de la actividad académica se desplazó de Bilbao a San Sebastián hacia 1954 y buscó el apoyo de la Diputación Provincial de Gipuzkoa, presidida entonces por el tradicionalista José María Caballero. La dirección de Euskaltzaindia fue a parar a manos de Ignacio María Echaide, ingeniero provincial donostiarra e integrista católico a macha martillo; se nombraron académicos dos abogados derechistas guipuzcoanos -Antonio Arrúe y José María Lojendio- y se fundó en Donostia el Seminario de Filología Vasca Julio de Urquijo, cuyo origen se encuentra en el valioso fondo bibliográfico adquirido por la corporación provincial a la viuda de Urquijo. Tras superar los obstáculos políticos motivados por su condición de exgudari y expreso antifranquista, la dirección oficiosa del Seminario de Filología Vasca fue confiada a Luis Michelena, un hombre de cualidades extraordinarias, quien desde una posición externa u objetiva respecto del euskera -la de su labor lingüística y académica- como desde una posición interna o creativa -la de ensayista y animador de la revista Egan- supo encarnar la promoción del vascuence a nuevos niveles de relevancia y dignidad cultural.

Euskaltzaindia pudo así recuperar poco a poco su autonomía académica, convocar de nuevo a los miembros regresados del exilio y a los vasco-franceses, renovar sus estatutos, reanudar la publicación de su boletín, iniciar la descripción científica de un patrimonio secular, así como dar los primeros pasos en el proceso de estandarización literaria. Si bien continuaría siendo una entidad sin personalidad jurídica, tan solo tolerada por una dictadura firmemente establecida en el concierto anticomunista internacional, hasta que pocos meses después de la muerte del dictador, Francisco Franco, Euskaltzaindia fue reconocida como Real Academia de la Lengua Vasca por un decreto -preautonómico y preconstitucional- del Ministerio de Educación y Ciencia (1976).

Casquillos, botellas y espacios que hablan por los represaliados

La ya acuciante falta de testigos que sufrieron la guerra civil abre una nueva revolución de la arqueología para ahondar en la memoria histórica.

Un reportaje de Iban Gorriti

Josu Santamarina, en una de sus investigaciones de campo.DEIA
Josu Santamarina, en una de sus investigaciones de campo.DEIA

Día a día van falleciendo los últimos vascos testigos de la guerra del 36 surgida tras un fallido golpe de Estado militar. Ocurre mientras Europa vive un boom sobre memoria histórica. También Euskal Herria está asistiendo a esa revolución y, según las personas especializadas, desde una atalaya privilegiada, ya que las políticas existentes en este territorio, a diferencia del resto de ellos en el Estado, posibilitan la investigación de los materiales, la exhumación de restos de los paisajes de represión.

Esta nueva revolución es la investigación de aquel episodio cruel a través de la arqueología. Es decir, en pocos años ya no habrá testigos directos de aquel trienio bélico y del franquismo, pero sus materiales serán los nuevos protagonistas y quienes ayudarán a la ciencia a seguir interpretando la historia.

El alavés Josu Santamarina Otaola (Urrunaga, 1993) es historiador y becario predoctoral de la UPV que se encuentra inmerso en la elaboración de una tesis sobre memoria histórica, paisajes y patrimonio. “En Euskal Herria el interés por la memoria está creciendo. Se nota que lo hay y se hacen, por ejemplo, más documentales. En el resto del Estado siguen en el punto uno de investigar sí o no, mientras que aquí ya estamos en el investigar sí, ¿cómo? Seguimos en ese punto referencial”, enfatiza.

A su juicio, el afán, por ejemplo, de recuperar cuerpos de asesinados se dio en la década de los años 70 del siglo pasado. “Se comenzó a estudiar la materialidad de la guerra en los 70 con la búsqueda de personas en fosas en Sartaguda, por ejemplo. Los familiares revisitaron los lugares de represión de la guerra para buscar a parientes que habían perdido. No era un estudio científico, académico. Era recuperación familiar. Con la Transición se puso fin a esta ola de exhumaciones. Y en el año 2000 se volvió y el Gobierno vasco marcó cierto compromiso en recuperar espacios de la represión”, resume Santamarina.

A su juicio, con el nuevo siglo XXI la investigación comenzó a recibir una atención a nivel material, arqueológico. “Ahí está Paco Etxeberria con la Sociedad de Ciencias Aranzadi y ahora desde la universidad también más grupos de trabajo o asociaciones como Intxorta 1937 Kultur Elkartea en Elgeta”, enumera quien estima, por experiencia, que en la CAV y Nafarroa son los territorios que se dan mejores posibilidades y oportunidades de investigar.

Santamarina ha tenido la suerte de formar parte de equipos de trabajo en Madrid, Aragón, Galicia o Castilla La Mancha. “Te das cuenta de que las connotaciones políticas pueden llegar a parar tu trabajo. En Belchite mismo nos pasó que el alcalde nos echó del pueblo. Aquí hay cierto consenso en que hay que estudiarlo. El cómo aún sigue en debate y es lo que hay que plantear”.

Otro ejemplo que pone el historiador de la UPV/EHU es la situación vivida (o sufrida) por la arqueología en Nafarroa. “Quien gobierne marca mucho el trabajo. Es decir, según estadísticas, con UPN en Navarra no había casi casos de exhumaciones y al haber cambio de política se disparó, hay una mayor sensibilidad”.

cartografías y espacios El historiador continúa con sus trabajos tanto académicos como a pie de paisajes históricos. “Es curioso, pero ahora que ya casi no tenemos a quién preguntar su testimonio, ahora nos falta por ejemplo reconstruir cómo aquellas personas sencillas pasaron de ser persona a soldado. No eran militares”, y se deberá lograr a través de lo que denomina “mirada arqueológica”. “Va a ser necesario poner unas nuevas gafas, como metáfora de aportar una nueva forma de mirar aquello que heredamos de aquel evento tan importante del siglo XX, la cultura material”. Así, mediante la geolocalización, confrontar el pasado con el presente y apoyados, por ejemplo, en cartografías.

Quien fuera profesora de Santamarina en la UPV/EHU, la duranguesa Belén Bengoetxea, también pone en valor esta ciencia “reciente” y “la visión distinta” que es necesaria para investigar a través de los medios materiales. “La patrimonialización ayudará a interpretar lo que nos queda, como compromiso social”, subraya Bengoetxea.

Santamarina también reconoce la importancia de patrimonializar lugares que fueron de batalla. “La recuperación arqueológica de los espacios puede implicar en ocasiones la patrimonialización, su puesta en valor y que se conviertan en lugares públicos de acceso a toda la ciudadanía”, valora, y va más allá con una comparación al respecto: “Digo esto porque los archivos históricos, por ejemplo, donde consultamos los documentos de la guerra del 36 suelen tener más restricciones al público. Incluso a la propia investigación. Los archivos pueden estar cerrados; en cambio, los paisajes están abiertos a todo el mundo como debe ser. Son buenos lugares para la intersubjetividad”.

Con todo, según estos historiadores, la arquelogía acerca al conflicto de una forma “más cruda” en los campos de batalla con sus casquillos, sus latas de comida, botellas con las que trataban de hacer frente a sus nervios, y también la exhumación de fosas: “no solo son esqueletos, sino testimonios vivos de una represión brutal”, concluye.

La dispersión de presos en la Guerra Civil

El memorialista Juanrramon Garai recopila el nombre de los catorce vascos que murieron en la cárcel más lejana de la Península tras ser hechos prisioneros en la guerra de 1936.

Un reportaje de Iban Gorriti

EL penal de El Puerto de Santa María fue la cárcel más lejana de la península a la que fueron enviados prisioneros vascos durante la guerra surgida tras el golpe de Estado de julio de 1936. No se hablaba entonces aún de política de dispersión, pero el bando golpista, así como más tarde el franquismo, trató de incrementar aún más el dolor de aquellas personas reas y sus familias trasladándoles a mil kilómetros de distancia. Entre sus muros perdieron la vida al menos catorce represaliados de Hegoaldea.

Hasta la localidad gaditana se ha desplazado esta semana el miembro de la asociación memorialista Intxorta 1937 Kultur Taldea, Juanrramon Garai. Allí recopila más datos para un libro acerca de la presencia vasca en la prisión que funcionó primero como hospedería penitenciaria y después como penal, entre 1886 y hace no tanto: el 20 de julio de 1981. “Más que política de dispersión como tal, entonces parece que prevaleció la actitud de juntar a todos los que habían desempeñado cargos -capitán, teniente y comisarios políticos en los batallones vascos- en dos lugares lejanos entre sí como son Burgos y Puerto de Santa María”, analiza desde el municipio portuense.

Acotando fechas, entre 1936 y 1955 -según datos ya consultados por Garai- de los miles de presos políticos que pasaron por este penal se custodian 5.690 expedientes de personas en las que concurrían los delitos de rebelión militar y auxilio a la rebelión. De estos documentos, 1.012 son de presos vascos. A su vez, de 187 poblaciones vascas. 633 expedientes eran de noventa enclaves de Bizkaia, 258 de 37 de Gipuzkoa, 73 de 34 localidades de Araba y 48 de 26 pueblos de Nafarroa.

“Se da la paradoja de que los que se sublevaron contra la legalidad vigente, juzgaron y condenaron por rebelión militar a quienes resistieron contra los golpistas. La pena a la que les condenaron fue la de reclusión perpetua, que entonces significaba treinta años de prisión. Hoy, ochenta años después, presos vascos con treinta años de pena continúan detenidos”, reflexiona Garai.

600 presos muertos La casi totalidad de reclusos ingresaron en el penal en 1938. “Agosto de 1938 fue el mes en el que más vascos fueron internados”, asevera, y va más allá: “Muchos de ellos fueron trasladados desde el penal del Dueso en Santoña y el trayecto duraba entre cuatro y ocho días, en condiciones deplorables”, confirma. 600 presos murieron en el penal. “Por los menos, catorce de ellos eran vascos”, agrega. Allí sufrieron represión políticos históricos como el lehendakari de la etapa preautonómica en el Consejo General Vasco, Ramón Rubial (PSOE), o el president de la Generalitat Lluís Companys.

Las localidades que más presos tuvieron en el Penal de Puerto de Santa María fueron Bilbao con cien y Donostia con 57. Les siguieron Eibar, con 17; Gasteiz, con 16, Barakaldo, Portugalete y Sestao, con quince; Abanto y Zierbena y Tolosa, con catorce; Arrasate, con trece; Sestao, con doce; Altsasu, con once, y Bergara y Trapagaran, con diez. Todos fueron trasladados en la guerra, salvo seis presos políticos vascos en 1944, 1946 y 1955. Garai ha recopilado estos días sus nombres y apellidos: Crescencio Royo, Jesús Solauz, Sóstenes Pérez, Santiago Morte, Juan Goñi y Germán Urrutia.

El historiador enumera el nombre de los catorce fallecidos: José Hurtado (Abanto y Zierbena), Evaristo Ibarzabal (Trapagaran), Bernandino Bengoa (Galdames), Lucio Anchia (Amorebieta), Juan López (Bilbao), Andrés Maruri (Karrantza), Ramón Odriozola (Somorrostro), Gregorio Ramos (San Miguel), Ramón Renovales (Artzentales), Juan San Esteban (Erandio), Cándido Urrutia (Bilbao), Casimiro Muguruza (Arrasate), Gregorio Zubiria (Hernani) y Pablo Velasco (Sojoguti).

Presos forman en el patio de la cárcel de Puerto de Santa María. Fotos: Intxorta 1937 Kultur Elkartea
Presos forman en el patio de la cárcel de Puerto de Santa María. Fotos: Intxorta 1937 Kultur Elkartea

1955 fue el último año que consta en los expedientes mostrados. “Hay muchos más, pero los de fechas posteriores no se han puesto a disposición del público”, lamenta, y explica que el viaje se debe a una publicación que Intxorta 1937 ultima bajo el título Arrasate 1936-1956. Guerra y resistencia. La divulgación tiene como objetivo sacar a la luz los sufrimientos por motivaciones políticas de esos años. “Conocíamos que a los mondragoneses que habían tenido responsabilidades en los batallones de gudaris y milicianos, condenados a penas de muerte que les conmutaron por las de treinta años y un día, les trasladaron al Penal de Burgos, y que varios de los condenados a prisión perpetua habían sido llevados al Penal de El Puerto de Santa María”, contextualiza Garai.

El Archivo Histórico Provincial de Cádiz, inauguró este mismo mes en su sede en La Casa de las Cadenas, la exposición El Penal del Puerto 1936-1955. Visitando la muestra es como Garai tuvo constancia de que la muestra se basaba en 5.690 expedientes de presos que habían sido escaneados. “Pero cuál fue mi sorpresa cuando en vez de los cuatro mondragoneses encontré los expedientes de trece y que uno de ellos, además, había fallecido en esa prisión”, enfatiza.

Continuó con los cuarenta expedientes de Debagoiena y con el resto de expedientes vascos, que suman al menos 1.012, “ya que en algunos casos figura su lugar de nacimiento antes de emigrar a Euskal Herria”. Desde Intxorta 1937 reconocen el “gran trabajo realizado por este Archivo Histórico Provincial de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía para poner a disposición de todo el que lo desee esta información”.

Intxorta 1937 Kultur Elkartea es una de las asociaciones memorialistas más vitales. Para este año prevén publicar un libro escrito por el colectivo, otros dos como editorial y un documental. Mientras tanto, continúan investigando en Cádiz, donde se cantaba “mejor quisiera estar muerto, que verme pa toa la vía en este Penal de El Puerto, El Puerto de Santa María”.

Eusko Gudarostea, los últimos guardianes de la memoria

Apenas una veintena de gudaris permanecen vivos ocho décadas después de participar en la Guerra Civil

Un reportaje de Iban Gorriti

son los últimos soldados vivos del Eusko Gudarostea, ejército republicano del Gobierno Provisional de Euskadi activo entre el 25 de septiembre de 1936 y el 26 de marzo de 1937. Ocho décadas largas después de aquella contienda bélica civil, apenas una veintena de gudaris vascos quedan todavía entre nosotros para atestiguar con su sola presencia la memoria de la dignidad de la lucha contra el fascismo.

Un grupo de gudaris posa en el frente de guerra para hacerse una fotografía. Fotos: Sabino Arana Fundazioa/I. Gorriti
Un grupo de gudaris posa en el frente de guerra para hacerse una fotografía. Fotos: Sabino Arana Fundazioa/I. Gorriti

El fotógrafo Mauro Saravia ha sido quien más se ha acercado a ellos en los últimos años y, de su mano, es posible aproximarse a un censo de los últimos guardianes de la memoria, si bien está abierta a más personas que también lo fueron pero cuya identidad no ha trascendido. “Cuando esta generación se haya perdido -subraya Saravia-, partirá un pedazo del significado de libertad, resiliencia y amor. Probablemente en su ausencia volveremos a ver la guerra con perspectiva errada, romántica y heroica, pero seguiremos recordando las camisas a cuadros, los buzos y los tabardos con orgullo”.

¿Y qué opinan sobre ello el gudari José Moreno, del batallón San Andrés; el miliciano Luis Ortiz Alfau, del Capitán Casero, o Juan Azkarate, único gudari vivo de la Marina de Guerra Auxiliar de Euzkadi? El primero cumplirá 100 años en noviembre: “El Gobierno de Euskadi debe transmitir a los jóvenes lo que luchamos los gudaris. Debía enseñarse en los colegios y estar presente en los libros de texto. Y que no olviden que Franco fue un dictador, un criminal de guerra, que nos avasalló con las fuerzas aliadas internacionales. Si no se hace, caeremos en el olvido después de haber luchado por nuestro país Euskadi, por la democracia y todas las libertades”.

Azkarate, el benjamín de los gudaris con 95 años, lamenta ya la situación actual. “Hoy mismo he hablado con un amigo sobre ello. No sé qué pasará ni qué se puede hacer. Voy al poteo y hablamos de fútbol y pelota. Si saco el tema de la guerra no les importa. A mis propios hijos, tampoco mucho. Cuando me vaya al otro barrio, cuando quien sea el último gudari muera, ¿qué pasará? ¿Alguien se acordará de lo que hicimos? Tengo mis dudas”.

Como ellos, aún viven aquellos gudaris y milicianos al mando del lehendakari José Antonio Aguirre. Entre otros, son Iñaki Errekabide, Gerardo Bujanda, Mateo Balbuena, Ignacio Ernabide y Jesús Erkiaga. Completan la nómina Gregorio Urionaguena, Juan José Astobiza, Andrés Egaña, Gabriel Nogues, Sabin Gabiola, Basilio Urbistondo y Alejandro del Amo. O los gudaris del Batallón Gernika Francisco Pérez y Miguel Arroyo.

transmisión contra el olvido Preguntado sobre el legado y la memoria que quedará cuando los últimos gudaris desaparezcan, Ortiz Alfau, de 102 años, asegura que habrá relevo. “Esto ha avanzado de forma extraordinaria. Es como los pensionistas que tras estar callados, ahora no hay quien les pare. Con la memoria pasa igual. No soy nacionalista, pero el Gobierno vasco está trabajando bien en la transmisión”, afirma y a modo de ejemplo expone que en unos días el Instituto Gogora va a publicar en euskera el libro sobre su vida. “Hay interés. Si el PP no colabora con la memoria es porque ellos o familiares suyos son los mismos que los de entonces. Pero aquí hay relevo y no seremos olvidados. Ahí estáis los periodistas y las instituciones para seguir teniéndonos presentes”, explica este superviviente del campo de Gurs y que previamente estuvo en el bombardeo de Gernika, en Elgeta en la batalla de Intxorta, y en el frente de Barcelona.

En los últimos años más de una veintena de aquellos improvisados soldados ha fallecido. Por citar algunos, Usabiaga, Sagastibeltza, Padín, Izagirre, Delgado, Uribe, Etxebarria, Aranberria, Ezenarro, Landa, Condina y Biain. Muchos de ellos, habitan aún en el libro Maizales bajo la lluvia, de Aitor Azurki. “¿Qué será de ellos cuando no estén? Te diré lo que me respondió un gudari al preguntárselo: Esto será como muchas otros situaciones de la Historia, que cuando ya no esté nadie para contarlo, se quedarán en meras letras del pasado”.

Azurki apostilla que es una pregunta que todos los memorialistas se han hecho alguna vez. “La importancia de los testimonios radica en la oralidad tal y como lo recogía en una cita del periodista Francesc-Marc Álvaro: Sin figuras de carne y hueso que acrediten los hechos y levanten puentes de empatía, el significado único de ese acontecimiento irá perdiendo intensidad, hasta confundirse en fenómeno histórico. No será el olvido lo que nos asediará, sino la indistinción, forma suprema de la indiferencia”.

El valor de contar que fue violada en la guerra

Se cumple una década de la muerte de Anttoni Telleria, mujer violada con 14 años el 25 de abril de 1937, día en el que perdió a su padre, su madre y dos dedos

Un reportaje de Iban Gorriti

Anttoni, cuando reveló lo sucedido. Fotos: Intxorta 1937 Kultur Elkartea
Anttoni, cuando reveló lo sucedido. Fotos: Intxorta 1937 Kultur Elkartea

diez años se cumplen del fallecimiento de Anttoni Telleria, uno de los casos más tenebrosos vividos por una entonces niña durante la mal llamada Guerra Civil de 1936. Una década después, su familia de Elgeta aún lamenta que no contara antes por qué tenía amputados dos dedos de una mano, por qué vivió con el lastre de que un tabor de las fuerzas indígenas moras la había violado, por qué tuvo que gestionar y asimilar durante décadas el sufrimiento de cómo mataron a su padre y su madre. Y todo ello ocurrió casi al mismo tiempo.

Pero no corramos, que el olvido solo ampara al violador y manda a la cuneta la necesaria memoria histórica. Se sobrevivía al año 1937. Gudaris y milicianos resistían en los montes Intxortas la llegada de los militares golpistas españoles que avanzaban con sus aliados internacionales. En la entrada de los sublevados contra la legítima Segunda República a Elgeta, tras seis meses de lucha incesante, la niña Anttoni Telleria vivía en el caserío Sesto Gain.

En ese escenario sufrió lo que ninguna persona desearía ni ningún guionista de cine acertaría a hilar en un mismo texto. Con solo 14 primaveras de inocencia vivió lo que no llegaría a contar a nadie hasta transcurridos 70 años. Lo narra a DEIA su sobrina-nieta Gurutze Telleria. “Los fascistas entraron directos del frente. E izeko (tía) estaba con sus padres Pedro y María. Era la pequeña de cinco hermanos. Los cuatro mayores estaban casados, y ella residía en el caserío con ellos”.

Era el 25 de abril de 1937, escasas horas antes del picassiano bombardeo de Gernika-Lumo perpetrado por nazis y fascistas italianos sobre la villa foral. De madrugada, en Elgeta, tras escuchar que pegaban a la puerta del hogar, Pedro se apresuró a ver qué acontecía. “Hubo un rifirrafe entre él y ellos, porque no quería que entraran con el objetivo de defender a la niña y a su mujer”, agrega Gurutze. Su oposición acabaría valiéndole la vida y, a la niña que salió a ayudarle, dos dedos de su mano derecha. Lo narraba la propia Anttoni de la siguiente manera en un vídeo: “Le pegaron un tiro y al irle yo a tapar la herida, le dispararon de nuevo y…”, muestra su mano a la cámara de la asociación Intxorta 1937 Kultur Elkartea, en la importante entrevista realizada por Juan Ramón Garai y Jose Ramon Intxauspe en 2003, cuatro años antes de que falleciera.

“Al padre lo asesinaron en la misma puerta”, agrega Gurutze con impotencia y va más allá: “Toda, toda, toda la vida nos dijo que perdió los dedos al caerse de un árbol, de una higuera. Hasta que acabó contando la triste verdad”, resalta quien vivió junto a Anttoni sus últimos años en el caserío donde ocurrió todo.

En ese escenario de terror máximo, la madre recibió un culatazo de fusil y perdió el conocimiento. Acabaría también disparada y “falleció al de unos días en el hospital militar de Donostia, días en los que izeko también estuvo ingresada”.

Y ahí no acabó el horror. Los leales al golpe de Estado violaron a la niña de 14 años, una experiencia traumática que provocó que, durante el resto de su vida, observase con reservas y mal recuerdo a los africanos.

El trauma que causó en ella todo lo vivido pudo ser también el origen de no querer tener novios, pretendientes, casarse…, como era la tradición entonces. “Odiaba a los hombres y cargó con ello casi toda su vida. Ella siempre nos dijo, quizás mi padre no lo sepa aún, que fueron personas del pueblo, de Elgeta, los que les dijeron que fueran al caserío que había una niña rubia muy guapa. Ella tenía claro que les habían mandado allí a hacer lo que hicieron”.

La niña, tras la violación, sola… acertó a ir al caserío Aranburu y de allí la evacuaron a un hospital. La guerra tocó a su fin en 1939 y llegó otra guerra camuflada llamada franquismo. “Cuando el bigotes Franco empezó a cojear, izeko comenzó a contar algo. Y soltó todo tarde, muy tarde porque contarlo la liberó mucho. ¡Hay que vivir con toda esa carga de recuerdos encima! Con esa equis toda la vida”, respira.

Anttoni salió adelante como modista, con clientela del pueblo e, incluso, de Elorrio. Tuvo el valor de contarlo con avanzada edad. “Ella no vivió mal con sus trabajos, pero sí vivió con todo aquel lastre dentro. Pero, antes, eran tiempos en los que quizás si lo contaba podía salir peor porque, si te descuidas, la llamarían fresca o algo así. Fue una pena que no nos lo hiciera saber antes, porque cuando lo hizo comenzó a sentirse mejor”.