Muñecos de trapo

LA campaña está causando estragos. Catálogo de juguetes en mano, me he sorprendido pensando si no tendría éxito un kit de debate de la señorita Pepis para dos o cuatro jugadores. O un tragabolas electorales, con cuatro ciudadanos boquiabiertos, en vez de hipopótamos, dispuestos a comulgar con ruedas de molino culo en pompa. He vuelto en mí al ver las Nancys. Llámenme gore, pero añoro aquellas tardes en las que rodaban sus cabezas por la moqueta. Entonces las muñecas no se tiraban por una simple decapitación. Si perdían la sesera, se volvía a sujetar con una goma al muelle y tira millas. Una vez desmochadas e injertadas, peinarlas sin volverte a quedar con el tronco, a modo de antorcha, en la mano era todo un reto. Las había dislocadas, con collarín de esparadrapo, mancas, cojas y tuertas, con el pelo trasquilado y la cara tatuada con rotulador. En los hogares más modestos solo se tiraban cuando estaban completamente descuartizadas. En otros se conservaban expuestas dentro de sus cajas como el primer día para que no se estropearan. Como si tuviera algún sentido mostrar a un niño o niña una muñeca y no dejarle tocarla. Hoy apenas nadie las repara. Tampoco les da tiempo a romperse porque, antes de siquiera despeinarse, ya son reemplazadas. Cosas del consumismo, del absurdo de sepultar en regalos a quienes nadan en la abundancia, mientras otros se ahogan como muñecos de trapo en el mar.

arodriguez@deia.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *