El cafetón

La bronca a cuenta del café para llevar en la demarcación autonómica contiene un cierto retrato social. En realidad, todo el pifostio hiperventilado por la hostelería cerrada, como si muchos otros gremios no las estuvieran pasando igual de canutas, es una exhibición impúdica de nuestras pequeñas miserias. A buenas horas íbamos a montar una llantina semejante por las bibliotecas, los cines o los teatros. Pero es que lo del trajín de los vasos de parafina con tapa de plástico —un saludo, Greta Thunberg— es directamente para hacérnoslo mirar. Y empezaré por lo último: cuando las autoridades rectifican y permiten que el preciado líquido marrón se despache sin necesidad de compañía sólida, varios de los mismos tasqueros que echaron las muelas por la medida desprecian el recule del gobierno tachándolo de parche inútil. ¿En qué quedamos?

Claro que eso es una nimiedad al lado del espectáculo bochornoso al que hemos asistido en los últimos días. Ni alguien que confía tan poco en la condición humana como servidor imaginaba que vería hordas de individuos haciendo cola para agenciarse un café, apiñándose en bancos públicos, escaleras o muretes para tomárselo y, finalmente, abandonando el envase vacío a la buena de Dios o en una papelera a rebosar. Decimos del botellón, pero el cafetón tiene también lo suyo.

Simón siempre se libra

Voy para muy viejo. Veo al bienamado Fernando Simón diciendo que es funcionario público y que no piensa bajarse del barco antes de tiempo y recuerdo a Felipito Tacatún (Joe Rigoli) proclamando en su rancio pero siempre vigente gag: “¡Yo sigo!”. Qué persona, el aragonés que hace gala de los estereotipos de su tierra. Cuando pase todo esto, Dios o Belcebú quieran que pronto, alguien debería dedicar una tesis doctoral o, como poco, un trabajo de fin de grado a la adherencia inquebrantable del gachó. Y, claro, a la fascinación absolutamente acrítica que despierta entre las entregadas masas.

Vale, quizá también sea digno de estudio el paquete gratuito que le tiene otra parte del graderío, con disposición de oficio a sacrificarlo antes de abrir la boca. Pero si tienen vocación de neutrales, o incluso, simpatizando de saque con el doctor que presume de no serlo, no me negarán que sale vivo de temporales en los que cualquier otro naufragaría. Da igual que suelte una machistada garrula, que confiese haber mentido sobre la utilidad de las mascarillas, que jure que todo va guay cuando va de culo, que diga que está bien cerrar cines o teatros porque la peña pimpla antes y después o que se descuelgue con que los sanitarios no se contagian en el curro sino cuando salen de mambo. ¿Imaginan a Urkullu o Ayuso en las mismas?

Memos sin edad

Doscientos idiotas en un botellón en Artxanda. Salen en estampida al llegar la Ertzaintza. No todos. Un puñado de ellos se quedan y se encaran con los agentes. Que si no son terroristas, que a ver dónde pone que está prohibido quedar con los amigos a socializar. Leo en el diario de la acera de enfrente que, incluso, hay una enfermera de 25 años que se viene arriba y suelta una docena de mentecateces. Me muerdo las yemas de los dedos para no escribir que manda narices con la generación más preparada de todos los tiempos o la que dispone de más medios de acceder a la información. Sería, por añadidura, una generalización injusta. Les puedo presentar a un buen montón de chavales y chavalas en esa edad crítica que hacen todo lo posible y más por no expandir el bicho. Al precio, eso tampoco se me pasa por alto, de tener la juventud aparcada en el arcén de la pandemia.

Eso, sin contar que pasarse las recomendaciones por el forro no es una cuestión de renovaciones de carné. Son incontables los memos talluditos que se apelotonan en los bancos públicos con un café en vaso de parafina comprado en el bar de enfrente, que se agolpan en los merenderos a compartir tortilla, fumeque y fluidos o que salen a corretear o bicicletear en manada porque las normas son solo para los pardillos que tratamos de cumplirlas.

Bares y bares

Si no fuera por el fondo de tragedia, sería otra vez despiporrante. Con un par, han cogido la vanguardia del canto de gesta lacrimógeno a la hostelería los mismos que llevan toda la pajolera vida bañándonos de teóricas pardas sobre la explotación laboral en el sector. Que si trabajo en negro, horarios esclavistas, sueldos de miseria o, cómo no, contabilidades en B para escamotear impuestos al pueblo obrero. Por no mentar, claro, la moralina estomagante sobre el ocio basado en el castigo del hígado. Es para miccionar y no echar gota que justamente esos paladines de lo correcto nos vengan ahora con monsergas de todo a cien exigiendo provisiones requetemillonarias de pasta pública para salvar a los otrora malvados tasqueros. Al resto de las actividades hundidas, como son menos fotogénicas, que les vayan dando.

Y sí, que no seré yo quien diga que no se debe echar un cable lo más gordo posible a aquellos que les llueven chuzos de punta. Me hago cargo perfectamente de la tremenda situación de los propietarios de esos locales, y desde luego, de los currelas. Otra cosa es que tenga un problema de nota con los genéricos. A mi no me hablen de “la hostelería”, sino de este bar, el otro y el de más allá. Distingo perfectamente a quien se lo suda y a quien se pasa cien pueblos. Y lloro o no en consecuencia.

Pactad, pactad, benditos

“Creo que estoy dando una noticia”, se adornó Arnaldo Otegi, después de adelantar en la radio pública vasca —el medio es el mensaje, decía el clásico— que la formación que lidera está muy por la labor de aprobarle los presupuestos al gobierno español. En efecto, el de Elgoibar, que no es nuevo, sabía de sobra el mondongo que acababa de lanzar a la pista de baile. Un gol en Las Gaunas en toda regla, con el ultramonte y la vieja guardia del mismísimo PSOE encabritados, los aspirantes a bisagra naranja con un palmo de narices y, para qué vamos a negarlo, el llamado nacionalismo moderado decidiendo si flipa en tecnicolor, la coge llorona o se descuajeringa de la risa al ver cómo los otrora irredentos se dejan acariciar el lomo pactista por los barandas del estado (ya no tan) opresor. Y casi gratis total, oigan.

Siempre queda, claro, la solución de compromiso, que es aguantarse la carcajada y afirmar como si lo creyéramos de veras que es una gran noticia que la política se normalice y entren al cambalache de cromos, digo al juego democrático, quienes daban lecciones de integridad y juraban que no beberían el agua del pozo de la sumisión. Tiremos, pues, de cinismo solo disimulado a medias y aguardemos al próximo capítulo de la tragicomedia. ¿El apoyo a las partidas para el Tren de Alta Velocidad? Quizá.

El precio de las mascarillas

Miren qué curioso. Apenas anteayer, envarados portavoces del gobierno español, empezando por la titular, porfiaban que era imposible bajar el IVA de las mascarillas porque la Unión Europea lo tenía prohibidísimo. Y cuando a los obstinados cacareadores se les hacía el inventario de los estados que ya habían reducido el impuesto de marras, se ponían a silbar a la vía. Eso, los menos audaces, porque la vocera oficial del PSOE en el Congreso, Adriana Lastra, se pegó el pìscinazo del siglo al asegurar que Italia, uno de los países que lo ha rebajado, se había saltado a la torera la reglamentación de los 27 y que España jamás cometería semejante deslealtad. Lo soltó así, en bruto, se lo juro, en una entrevista televisiva, menos de una hora antes de que la arriba mentada María Jesús Montero anunciara en las Cortes la inminente bajada del IVA de los tapabocas del 21 al 4 por ciento.

Qué contarles del cada vez más chisgarabís ministro de Consumo, Alberto Garzón, que se autofelicitó por una decisión que solo hace una semana tachó de ineficaz porque únicamente ahorraba unos céntimos. Cómo explicarle al señorito lo vital de esos céntimos multiplicados por las ene mascarillas que cada mes tienen que utilizar las familias que, aunque él no lo imagine, viven a la cuarta pregunta. Bienvenida la medida. Aplíquenla ya.

No tan deprisa

Con la necesidad perentoria que tenemos de echarnos al coleto medio gramo de esperanza, no quisiera ser yo quien viniera a pinchar el globo. Sin embargo, creo que haríamos bien en moderar las expectativas sobre la vacuna de Pfizer. Indudablemente, es fantástico todo lo que se nos ha contado sobre ella, pero en este instante es uno entre cientos de pájaros volando. Hay como dos docenas de circunstancias que podrían chafar el invento. E incluso aunque no se dieran tales vicisitudes —la enésima mutación indetectable del bicho mamón, por ejemplo— y los plazos se cumplieran, nada nos garantiza que el par de pinchacitos vayan a hacer que en la próxima primavera volvamos a nuestra vida anterior.

En resumen, que debemos vacunarnos también, por si acaso, contra el exceso de entusiasmo y de confianza. Lo vivido hasta ahora nos demuestra que en eso sí andamos fatal de anticuerpos. Esta segunda ola que nos está azotando es, en buena parte, hija de la facilidad para despreocuparnos y venirnos arriba. Bravo, pues, por lo que pueda ser que nos depare el futuro, pero vendamos la piel del oso solo cuando tengamos la certeza de haberlo cazado. Tiempo habrá de disfrutar la victoria como se merece y con quienes nos merecemos. Hasta ese día ojalá no muy lejano, hagamos acopio de prudencia y de paciencia, por favor.