Armado de mi proverbial escepticismo resignado asisto a lo que un cronista de la acera de enfrente, sin duda exagerando la nota, llama bronca de primer orden a cuenta de la publicación del informe sobre torturas encargado, ya hace unas lunas, por el Gobierno vasco.
La constatación de saque es que seguimos en terreno resbaladizo. Hay heridas sin cerrar y, me temo, todavía una gran tentación de aprovechamiento político. Lo uno y lo otro acaban siendo el hambre y las ganas de comer. Por eso me abstengo del juicio al primer bote, que me llevaría a rasgarme las vestiduras ante quienes han elevado la voz por lo que califican como una burda simplificación que abona la tesis de las dos partes y los sufrimientos retroalimentados. Sinceramente, me parece una exageración tal planteamiento. Incluso, una impostura, si los bufidos parten de individuos que estuvieron muy cerca de los lugares donde se dio rienda suelta a los malos tratos. Sin embargo, al ver en uno de los flancos —se supone que en “el otro”, si aceptáramos que solo hay dos— utilizar los datos a modo de marcador en su eterna venta de la burra que sostiene que una injusticia equilibra otra mayor, me pongo en guardia.
Llamo, como siempre, a hacer un gran corte de mangas a los ventajistas de los extremos, especialmente a los que sacan a hombros a sus torturadores y se ponen muy dignos en la denuncia (absolutamente justa, por otra parte) de sus torturados. Hace demasiado tiempo que nos conocemos como para morder sus anzuelos. Esto va de querer o no avanzar de verdad. Y ahí sí que no hay lugar para las dulcificaciones. Ha habido miles de torturas.