Me ha hecho sonreír hacia adentro que los más aguerridos defensores de los chavalotes consentidos de Mallorca, Salou y desfases del mismo pelo hayan sido los del ultramonte diestro —Vox sin tapujos— y los de su contraparte requeteprogresí. A veces no es que los extremos se toquen, es que se soban y hasta se magrean en fondo y forma. Una vez más, entre los argumentos paternalistas como “Todos hemos tenido 18 años” o “Nosotros, que bebemos en las terrazas, no somos un buen ejemplo”, siempre está el eterno comodín: “No debemos criminalizar a los jóvenes”. Lo curiosos es que, como les ocurría a los que sentían la necesidad de presentarse como “Nosotros, los demócratas”, ese latiguillo los delata. Si hay alguien que se aproxima a criminalizar a toda la juventud en bloque y sin distingos, son ellos, que en cuanto ven que se afean ciertos comportamientos concretos de ciertos jóvenes concretos, elevan la crítica a la generalidad. Y claro, así el debate está ganado sin bajarse del autobús.
Pero no avanzamos ni un milímetro como sociedad en el cuestionamiento de las actitudes —insisto: concretas— egoístas, insolidarias, caprichosas y, en este caso, peligrosas para la salud común. Tampoco me daré por sorprendido. Al fin y al cabo, conoce uno bastante bien el paño, y sabe que los que justifican con tanto ardor a los mocosos que se creen con derecho a todo son representantes ya talluditos del mismo infantilismo incapaz de aceptar un no por respuesta. Como no me cuento entre los generalizadores sistemáticos, vuelvo a aclarar que me refiero solo a una parte de mis conciudadanos. Cada vez son más, me temo, pero juraría que por fortuna no son mayoría.