Sin prórroga ni alternativa

Yo también albergaba cierta esperanza de que Pedro Sánchez cambiaría de opinión sobre la no prórroga del estado de alarma cuando pasaran las elecciones madrileñas. Es de sobra conocida, hasta el punto de ser marca de la casa, la querencia del inquilino de Moncloa por los digodiegos. Nadie como él ejecuta los giros de 180 grados. Y en esta ocasión, todo parecía apuntar por ahí. Resultaba lógico pensar que el aperturismo de la campaña podría cambiarse por la prudencia responsable una vez contados los votos, incluso independientemente del resultado.

Sin embargo, viendo la insistencia casi machacona del propio Sánchez y de los diferentes portavoces del ejecutivo español, tiene toda la pinta de que se han quemado las naves y, pase lo que pase, no habrá marcha atrás. El 9 de mayo decaerá el estado de alarma y ni siquiera se contempla mantenerlo en aquellas comunidades donde la situación sanitaria fuera más delicada. Ni ocho horas tardó en quedar desautorizada la vicelehendakari segunda del Gobierno vasco, Idoia Mendia, que fue quien deslizó esa posibilidad. Todo hace indicar que, pese a los horribles números que tenemos en las demarcaciones autonómica y foral, quedaremos en manos del buen, mal o regular criterio de las instancias judiciales. Los precedentes no invitan precisamente a la confianza.

Los mismos chupópteros

La UEFA empezó esta semana vomitando fuego contra la ya malograda Superliga porque el invento de Florentino suponía una mercantilización intolerable del fútbol. Si no conociéramos a esa banda que ya hace cuarenta años José María García calificaba como chupópteros, podría sorprendernos que tres días después del rasgado de vestiduras, la sacra institución dejara a Euskadi sin Eurocopa por motivos que solo tienen que ver con el vil metal. Sin público no hay paraíso, dicen los jetas de Nyon, pasándose por el arco del triunfo que estamos en una pandemia que ahora mismo todavía no ha tocado la cima de su cuarta ola. Y eso es así igual en Bilbao que en Sevilla, que ha sido la ciudad agraciada por la cacicada del tal Ceferin y sus mariachis, entre los que se cuenta Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol.

Desconozco si, como ha denunciado el lehendakari, Iñigo Urkullu, esta trapisonda puede tener un cariz político. Bastante grave me parece su carácter arbitrario o directamente dictatorial y, por encima de todo, que se cisque en la grave situación sanitaria a la que estamos tratando de hacer frente. Un saludo, por cierto, a los que cuando las autoridades vascas anunciaron las estrictas condiciones que ahora rechaza la UEFA aseguraron que se estaba poniendo alfombra roja a la Eurocopa.

Más de Bosé

¿Que por qué estamos hablando otra vez de Bosé? Porque da audiencia. A la cadena que emite sus balbuceos patéticos, desde luego, pero también a quienes los repicamos a todo trapo. Incluso a los que nos frotamos el mentón y meneamos la cabeza con displicencia, como si no formáramos parte del mismo espectáculo de feria. No busquemos más allá. Renunciemos a encontrar grandes enseñanzas y a disparar sesudas denuncias. Ya escribí tras la primera entrega que las memeces en bucle de un tipo convertido en caricatura de sí mismo no iban a aumentar el parque de negacionistas de la pandemia. Quizá incluso ocurra lo contrario, es decir, que alguno de esos cantamañanas conspiranoicos que padecemos en nuestros círculos íntimos acabe viendo su propia ridiculez en el espejo de ese pobre desgraciado que un día fue una estrella del pop.

Ahora bien, tampoco pretendamos, como hace el autor de la nutritiva entrevista, que estamos ante un documento periodístico del recopón y pico ni tachemos de inquisidores a quienes muestran su desagrado por su emisión. Nos hemos caído de los suficientes guindos para saber que el domingo pasado y el anterior nos sirvieron un puro producto de entretenimiento. En este caso, uno basado en reírse del tonto de turno de la aldea global. Bien es cierto que con su total consentimiento.

Efecto Semana Santa

Lo sorprendente de verdad es que siga sorprendiéndonos. Aunque ya sé que todo es impostura entreverada de eso que hemos dado en llamar fatiga pandémica. Hace catorce días, cuando ya la curva había emprendido su cuarta subida, teníamos una idea bastante aproximada de cómo iban a estar hoy los contagios y los ingresos. Sabíamos también cómo evitar ese reventón de casos a plazo fijo. O, por lo menos, cómo limitarlo. Y aquí es donde cambio la primera persona del plural por la tercera: muchos de nuestros convecinos no quisieron hacerlo. Era Semana Santa y, en el caso de Gipuzkoa y Bizkaia, con la propina de una final de copa entre los eternos rivales. Había que ser de piedra para no sumarse a la algarabía. Ya saldría el sol por Antequera. Además, teníamos el permiso silencioso de las autoridades sanitarias, que ni habían dicho ni habían dejado de decir. O viceversa, tanto da.

El resultado es, insisto, exactamente el esperado. Se ha consumado el efecto Semana Santa y nos debatimos entre el “Que nos quiten lo bailado” y el fastidio al ver que vuelven los cierres perimetrales y las persianas bajadas de los bares en los municipios en rojo. Eso, mientras los organismos competentes parecen haber tirado la toalla. ¿Qué nuevas medidas pueden adoptarse si no se cumplen ni la cuarta parte de las vigentes?

Prórroga, el mal menor

Todos los políticos con o sin responsabilidades de gobierno deberían revisar lo que han dicho sobre el estado de alarma desde que se decretó el primero hace más de un año. Comprobarían que han ido incurriendo no en una sino en una buena colección de contradicciones. Y da lo mismo la postura que se haya defendido. Quienes lo ponderaban como herramienta imprescindible e insustituible sostienen ahora que basta con la legislación ordinaria para hacer frente a la pandemia. Exactamente a la inversa, los que que proclamaban que era una exageración echar mano de un instrumento legal excepcional se han convertido ahora en partidarios de la prórroga.

Debo confesar que yo mismo no estoy libre de la contradicción o, si quieren, la incoherencia. En todo caso, después de lo visto en estos interminables 14 meses, opto por lo práctico. El decreto de estado de alarma —y más con la pachorra con que lo ha administrado el gobierno español— es la opción menos mala. Utilizando la metáfora al uso, es el paraguas jurídico que aun teniendo un montón de agujeros puede sacarte de un apuro en un momento dado. Vamos, que menos da una piedra. Por eso, y dado que los efectos de las vacunas todavía no han conseguido que la situación sanitaria sea muy distinta a la de octubre del año pasado, lo más lógico es mantenerlo.

Lo de Bosé

Da exactamente igual que uno se empeñe firmemente en no ver el programa televisivo del momento. Antes bastaba con no sintonizar el canal en el día y la hora de emisión. Ahora, sin embargo, prácticamente hay que sacarse los ojos y poner en suspenso todos los sentidos. Y ni así. Por más precauciones que se adopten, el artefacto en cuestión acaba impactando contigo a través de sus mil y una formas de repicarse. Me pasó con las muy bien pagadas y perfectamente racionadas confesiones de Rocío Carrasco, y he vuelto a caer con el show patético de Miguel Bosé en la cadena más progresí del espectro radioeléctrico.

No les vendré con la vaina censora sobre a quién no se debe entrevistar. Después de haber asistido a conversaciones con los peores delincuentes del país o del plantea, me escandaliza lo justo (es decir, absolutamente nada) que se ponga un micrófono a una antigua estrella convertida en grotesco negacionista de la pandemia y difusor de memeces en bucle con voz de farlopa. Por bajo que sea el nivel de la audiencia, no creo que las bravatas de un pobre diablo acabado vayan a provocar una revuelta de mascarillas quemadas. Me da más qué pensar el hecho de que haya quien se pase por el arco del triunfo los escrúpulos más básicos y saque tajada —además en dos entregas— de los desvaríos de un infeliz.

El pifostio de AstraZeneca

Me he pasado las últimas horas poniendo la oreja a conversaciones ajenas. Sin rigor estadístico alguno, he constatado que cerca de la mitad de esas charlas robadas tenían como asunto el inmenso pifostio de la vacuna de AstraZeneca. Había valientes que decían que no tendrían el menor reparo en chutarse una dosis del antídoto de marras y también personas muy ponderadas que sostenían lo obvio, que el riesgo es incomparablemente inferior a los beneficios. Estamos hablando de un muerto por cada millón de pinchazos frente a miles de vidas salvadas. Ahí llegaba la apostilla de no pocos de mis espiados: eso, si damos por cierto lo que nos han venido contando, cuestión que no resulta nada fácil a la vista de los sucesivos espectáculos de las últimas semanas y no digamos de los incontables cambios de criterio sobre las franjas de edad para las que es adecuada.

La conclusión es que se ha instalado la sospecha y va a ser muy difícil restaurar la confianza. Los antivacunas se están dando un festín en medio de esta ceremonia de la confusión. Ocurre esto justo cuando parecía que la mayoría de la población había entendido la necesidad de vacunarse y también cuando empezábamos a coger ritmo en la inmunización. ¿Cómo arreglarlo? Con una herramienta que las autoridades sanitarias usan regular: la comunicación.