Cuentan que en el Camino del Norte, a la altura de la playa de Arenillas en Islares (Cantabria), los peregrinos y peregrinas encuentran el pedestal de la Cruz de Sota, destruida durante la Guerra Civil, y erigida «in memoriam» de Catalina de la Sota y Aburto, fallecida en ese lugar como consecuencia de la caída al mar del coche donde viajaba en noviembre de 1922. Catalina era hija de Ramón de la Sota y Llano, insigne empresario naviero, notable político, artífice del desarrollo económico de Bilbao a finales del siglo XIX y en los primeros años del XX, y miembro del Partido Nacionalista Vasco. La saga de La Sota procedía de una familia de propietarios rurales de las Encartaciones vizcainas siendo Ramón el primogénito, nacido en Castro Urdiales en 1857, «por casualidad» al encontrarse su madre Alejandra, veraneando en la villa castreña. Los Sota estaban afincados, habitualmente, en su residencia de San Julián de Muzkiz (Bizkaia).
En el trágico accidente falleció, además de Catalina, el clérigo capuchino José María Elizondo, quedando heridas de gravedad la madre y Sofía MacMahón, hija del marques de ese apellido, salvándose milagrosamente, Eduardo, el chofer de los Sota. Cerca de una hora estuvo el coche en el mar, a merced de las olas, hasta que fueron rescatados por los vecinos de Islares.
Como recuerdo de la pérdida de su hija Catalina, su padre, Ramón de la Sota, dispuso la construcción (a unos 300 metros de la entrada a la playa de Arenillas) de una cruz en el lugar de la caída del coche (en la fotografía), rodeada de unos bancos de piedra, los cuales servían, además, como mirador de la costa, Oriñón, el Monte Candina y el Cabo Cebollero de Sonabia. Durante la Guerra Civil la Cruz de Sota fue destruida, resistiendo tan sólo el pedestal con la referencia a las dos personas fallecidas en el accidente y la fecha del suceso.
Ramón de la Sota fue nombrado marqués de Llano por el rey Alfonso XIII y, como aliado de los hermanos Sabino y Luis Arana Goiri impulsó el nacionalismo vasco, defensor de los Fueros frente al Gobierno español, y de un partido democrático, moderno, moderado, pragmático, laico y autonomista. Precisamente, por esta conexión con el nacionalismo vasco, los vencedores de la Guerra Civil utilizaron estas tesis para castigar a la familia Sota, requisando sus bienes en 1937, un año después del fallecimiento de Ramón de la Sota y Llano.
Cuentan que en el Camino del Norte, en el tramo de la costa entre las localidades de Cerdigo e Islares (Cantabria), los peregrinos y peregrinas encuentran los restos de un viejo monolito, que servía como referencia a los nuevos barcos a la hora de establecer la velocidad de navegación. En aquellos tiempos, no existía, por ejemplo, el Sistema de Posicionamiento Gobal (GPS), un método que posibilita la ubicación de un objeto —en este caso un barco— sobre la superficie de la Tierra utilizando cuatro o más satélites mediante una regla matemática para indicar la posición del objeto en cuestión, usando la geometría de triángulos, que se denomina trílateración. Como consecuencia de este proceso, el monolito ha perdido su empleo y el tiempo lo ha «enviado al paro» de los servicios marítimos a pesar de mantenerse erguido, una parte de él, desafiando a los vientos y temporales del mar Cantábrico.
Según tengo entendido, explicado de una manera sencilla, la utilización de este monumento marítimo se empleaba para conocer la velocidad de los nuevos buques que salían de los astilleros vascos, situados en El Abra, la puerta de entrada a la ría de Bilbao, donde también existía la referencia de salida del buque. Desde ese punto, la nave surcaba las aguas del Cantábrico durante una milla náutica (1,852 kilómetros) en linea recta, paralelamente, a la costa hasta situarse frente al monolito en las cercanías de Islares. Así, se buscaba la paridad correspondiente a un nudo equivalente a una milla náutica por hora y se podía conocer la velocidad que desarrollaba el navío.
La Milla Medida de Islares consta de cuatro torres emparejadas que crean dos enfilaciones separadas entre sí 2.213 metros. Esta medida conocida permitía a los barcos en pruebas de homologación recorrer dicha distancia midiendo el tiempo empleado obteniendo como resultado la velocidad real alcanzada.
Hoy en día, todo ha cambiado y después de la Segunda Guerra Mundial aparecieron diferentes instrumentos electrónicos como los radares, GPS, GLONASS o los sistemas de ondas electromagnéticas de estaciones terrestres, los cuales han logrado evolucionar la navegación de forma muy radical. Tras la desaparición de los principales astilleros del área de Bilbao, junto con la llegada de los GPS, esta instalación quedó abandonado a finales de los años 90. El paso del tiempo y la falta de mantenimiento desde entonces amenazan la integridad de este patrimonio industrial que ya sufre un avanzado estado de corrosión.
Cuentan que en el Camino Olvidado de la Montaña, en la localidad de Quintana de Fuseros, del municipio de Igüeña (comarca del Bierzo) en León, se celebra la «Procesión de los amortajados» el día 3 de mayo en la Fiesta de la Cruz. Esta es una extraña tradición a la que acuden personas de diferentes localidades, las cuales afirman haberse librado de la muerte gracias a la mediación milagrosa del Cristo de la Cabaña (en la foto adjunta la ermita del Santo Cristo) habiendo padecido alguna enfermedad, accidente grave o trance fatal. Así, los devotos afectados, en agradecimiento al Cristo, asisten a los actos religiosos, que se celebran en la festividad de la Santa Cruz, vestidos con el sudario que llevarían en el caso de haber fallecido. La Cofradía de las Ánimas del Cristo de la Cabaña, una hermandad de origen desconocido que se menciona en documentos del Marqués de la Ensenada en 1752, era quien se encargaba de organizar toda esta ceremonia, acompañando a la procesión muchos de los habitantes de la localidad berciana ataviados con vestimentas para ser enterrados.
La «Procesión de los amortajados» no es la única del territorio de León. Se mencionan otras semejantes, las cuales, paulatinamente, han desaparecido como, por ejemplo, la de Nuestra Señora de la Asunción, del barrio de La Garandilla en el municipio de Valdesamario; la de la Virgen de La Carballeda, de Val de San Lorenzo; la de La Trinidad, de La Cuesta, o la de la ermita de Santa Elena, de Felechares de la Valdería, del ayuntamiento de Castrocalbón. En Galizia, subsisten «Las Mortajas» de la Puebla de Caramiñal (La Coruña) y la procesión de «Los Ataúdes» de Santa Marta de Ribarteme (Pontevedra), prohibida este año por el párroco de la localidad por considerar que una tradición religiosa no puede convertirse en un mero espectáculo. En la provincia de Zamora existe también la de «La Procesión del Santo Entierro» en Bercianos de Aliste, que se celebra desde el siglo XV, aunque no es igual a la de Quintana de Fuseros.
La celebración de la «Procesión de los amortajados» se inicia muy de mañana con la reunión de los amortajados y familiares en la iglesia parroquial, que inician la marcha de la comitiva con la Virgen del Rosario. Los hombres abren la romería llevando velas encendidas y acompañando a los amortajados vestidos con túnicas blancas y moradas. Poco después, las mujeres caminan junto a las amortajadas, distinguidas con túnicas y toquillas de colores rosas y azules. Todos desfilan en silencio hasta la ermita del Cristo de la Cabaña, donde oyen Misa.
La ceremonia continúa después regresando a la iglesia parroquial de San Claudio acompañando la figura del Cristo de la Cabaña, con el sudario y los crespones morados a hombros de los devotos, escoltando a la Virgen del Rosario. Las dos imágenes permanecerán en la parroquia de Quintana de Fuseros hasta la festividad de San Isidro (15 de mayo), día en el que el Cristo de la Cabaña será, de nuevo, sacado en procesión para bendecir los campos y retornar a su ermita.
Quintana de Fuseros fue conocida antiguamente por Taurón y, según la tradición, fue un emplazamiento de Los Templarios en este territorio del Bierzo alto. Las señales de antiguas explotaciones auríferas romanas son muy numerosas en los alrededores e incluso existen emplazamientos mineros de nativos astures anteriores a la dominación romana.
Cuentan que las peregrinas y peregrinos encuentran en los incalculables caminos a Santiago una de las expresiones más peculiares de la arquitectura popular gallega; los «cruceiros»; en realidad, son la dimensión oculta del carácter del alma, la magia y la fascinación gallega. Decía el insigne Castelao, impulsor del nacionalismo gallego y estudioso de los «cruceiros», que «Onde hai un cruceiro, houbo un pecado». Se refería a detalles de la simbología de los «cruceiros», que tienen su origen en los Celtas, los antiguos pobladores de Galizia, de viejos cultos a dioses paganos, homenajes a muertos o ánimas, poderes sanadores, enterramientos de «anxeliños» sin bautizar o lugares donde se celebraban ritos satánicos de «meigas».
En su momento, el Cristianismo convirtió, mediante advocaciones a Jesucristo, la Virgen y los santos, toda esta simbología pagana enlugares sagrados y, además, en un rico patrimonio etnográfico y cultural de la arquitectura popular de Galizia, donde se calcula que hay unos 15.000 «cruceiros». No sólo los hay en Galizia pues también los encontramos en numerosos territorios de la península. En Euskadi, por ejemplo, en Laudio Llodio (Araba), Gernika, Elorrio y Bilbao (Bizkaia), Zarautz y Zumaia (Gipuzkoa) y Etxalar, Iruña Pamplona, Esteribar, Olite, y Gares Puente La Reina (Navarra).
Los «cruceiros» son, básicamente, una cruz situada en lo alto de un varal de piedra o una columna y, aunque los hay de diferentes tipos, puede decirse que los clásicos son los formados por una plataforma, basa, fuste, capitel y la cruz. Habitualmente, están situados en los cruces de los caminos, en encrucijadas que simbolizaban mágicas entradas a otros mundos, donde se desconoce con quien te vas a tropezar y si, precisamente, en ese lugar puedes encontrar un peligro; de ahí la función protectora que a los «cruceiros» se les ha otorgado.
Los ejemplos de «cruceiros» son muy variados y comprenden desde la sencilla cruz hasta esculturas llenas de riqueza y solemnidad, como el de la localidad Cangas de Morrazo (Pontevedra), en la parroquia de Hío, un espectacular «cruceiro» barroco del maestro José Cerviño, que modeló su obra en un único bloque de granito. La escultura simboliza en lo alto el descendimiento de Cristo de la cruz, con la Virgen María y San Juan, junto a José de Arimatea y Nicodemo, en una escena rebosante de autenticidad. Más abajo, la Virgen María pisa la cabeza de la serpiente, Adan y Eva desnudos, y la imagen de los arcángeles. En la base de la columna aparecen hornacinas con las ánimas del purgatorio, Cristo resucitado junto a su madre y, de nuevo, Adán y Eva quemándose en las llamas del limbo por haber cometido el pecado original, origen de la salvación por crucifixión de Cristo.
En la provincia de Lugo, en la «Terra Chá» ––Tierra Llana del Miño— que se cruza en el Camino del Norte, encontramos «cruceiros» unidos a multitud de historias, como, por ejemplo, el de Lousada, donde una cruz de piedra indica que allí «uno asesinó a Vicenta Balsa en 1901»; otro en Abadín construido para «escarmentar o trasno e santificar el lugar»; también en Vilalba, otro en la parroquia de Corbelle, en el lugar donde, según dicen, se apareció Satanás.
Según la tradición, si depositamos una piedra en la base de los «cruceiros» que encontramos en los Caminos de Santiago el peregrino o peregrina se asegura la posibilidad de regresar a Galizia.
Cuentan que en la Edad Media Ávila era una ciudad de comunidades diversas, mezcla de cristianos, judíos y musulmanes, acostumbrados a convivir de forma respetuosa y pacífica. Esta es una historia que escuché hace ya varios años, cuando pasé por Ávila, en el Camino del Levante, en la etapa que comienza en Cebreros y finaliza en capital abulense. Es un relato, que tiene a dos niños de diferentes colectividades religiosas como protagonistas —judía y musulmana— que se divertían y jugaban juntos en una ciudad medieval por la que transitaban mercancías y muchos nobles e hidalgos caballeros de muchos lugares. Así me la contaron:
Mati era un chico de 10 años muy listo, soñador, y de gran imaginación pero, sobre todo, valiente. Vivía en el barrio de la judería de Ávila, muy cerca del Mercado Chico, donde sus padres poseían un pequeño comercio de zapatería, que proporcionada a la familia una sencilla y apacible vida sin sobresaltos. Así, Mati jugaba y corría por las calles cercanas a la Muralla y al río Adaja con una amiga musulmana llamada Thuraya, cuyo nombre fascinaba al jovencísimo hebreo pues en árabe significaba «estrella». Cada noche, Mati, desde su jergón de hierba, admiraba las estrellas del claro y limpio cielo raso de Castilla esperando el momento en que su madre, como siempre, se acercase a darle el beso de buenas noches. Esta vez resultó más emotivo porque, Rael, deslizó en las manos de Mati unas pequeñas esparteñas susurrando al oído de su hijo «para que tu estrella no corra descalza».
A Mati agradó mucho aquel regalo para su amiga Thuraya, pero ensimismado con su sueño de «estrellas» le dio pie a preguntar:
—Madre, ¿cuál de todas las estrellas que vemos en el cielo es la mía?
—Busca la más brillante, que será la más libre, pues ya sabes que tu nombre quiere decir «aire de libertad» porque según Mordejai, —-«la Mano de Dios»—- es la
que nos guía hacia libertad. Y ahora, duérmete que mañana tenemos mercado.
Y, así, los ojos de Mati se fueron cerrando poco a poco mientras buscaba entre la bóveda celeste su resplandeciente estrella.
La mañana llegó veloz como otra cualquiera para vivir un nuevo día en la plaza del Mercado Chico, ayudando a sus padres en la preparación de la exposición de las abarcas, esparteñas, borceguíes y diversos calzados de cuero. Luego, corrió a buscar el puesto de alfarería de los padres de Thuraya, quien al verle llegar le sonrió desde la inmensa profundidad de sus ojos verdes. Este era el momento preferido por la pareja de amigos, que corrieron hacia la puerta del río Adaja para jugar en sus orillas, mientras escuchaban a Maisha, la madre de Thuraya, gritarles: «ir con cuidado».
Thuraya y Mati se sentaron en el borde del puente romano sobre el regato, al mismo tiempo que el joven mostraba las esparteñas a su amiga, mientras le sostenía los pies descalzos para colocarle el calzado. Pero, de pronto, una ráfaga de viento arrastró una de las zapatillas a las aguas del Adaja. Mati alargó su mano para alcanzar la pequeña alpargata de cuero, al mismo tiempo que perdía el equilibrio y caía al vacío. En pocos segundos su cuerpo se hundió en las aguas de la presa que recogía las aguas para servicio de la tenería existente poco más abajo del arroyo.
El cuerpo de Mati su sumergió de espaldas, lentamente, mientras su mirada, iluminada por el resplandeciente sol de Castilla, volaba hacia el cielo. Fue justo entonces cuando contempló en el agua las tintineantes estrellas más relucientes y brillantes, que jamás había observado, mientras la corriente del Adaja le atrapaba y engullía. Aquellas eran, precisamente, sus preciados luceros, no una única sino varias, demasiadas, todas para él sólo. Y, al mismo tiempo, alargaba las palmas de sus manos tratando de alcanzar las que creía más centelleantes, las cuales se deshacían antes de conseguir sujetarlas.
Era imposible lograr salir del río pues Mati se hundía, poco a poco, más y más, envuelto por un sinfín de estrellas, que no lograba atrapar. Pero, de pronto, una fuerza superior le sujetó de la mano y en un suspiro volvió al cálido sol del otoño abulense. Un caballero vestido de blanco, con una gran cruz roja en el pecho y una larga espada en la cintura, tenía a Mati sujeto por los brazos. El caballero cruzado subió al atemorizado niño sobre su caballo mientras le tranquilizaba con suaves palabras, al mismo tiempo que tomaba las riendas de su corcel y caminaba hacia la puerta de la muralla de Ávila, mientras un peregrino aseguraba el nombre del caballero Templario.
–Es Gualdin Pais, el caballero Templario amigo del rey Alfonso de Portugal, que regresa a su país, después de haber luchado en las Cruzadas de Tierra Santa.
Aquellas palabras tenían muy poca importancia para Mati pues a lomos de aquel caballo, vestido de ropajes blancos con cruces rojas, se sentía como la estrella más brillante del firmamento, sobre todo, porque Thuraya, su amiga, caminaba junto al caballero Templario y miraba a su admirado y leal compañero, desde sus intensos y centelleantes ojos verdes.
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Años después, en ese mismo puente, un caballero templario descendió de su caballo y se detuvo a contemplar el río Adaja, que sobre sus aguas volvía, una vez más, a ofrecer unos tintineantes reflejos del veraniego sol en forma de infinitas estrellas. Una sonrisa mezcla de alegría y tristeza se dibujó en el rostro del caballero, que desvió su miraba hacia la Puerta de San Segundo para continuar su camino por la rúa de los Zapateros hasta una de las casas del barrio de la Judería de Avila. Rael, su madre, le recibió con los brazos abiertos y le colmó de besos. Su amado Mati, aunque de paso, volvía a casa convertido en caballero cristiano tras demasiados años sin regresar con sus padres.
El caballero Templario había tenido que tomar muchas decisiones, pasadas demasiadas aventuras por los caminos e innumerables cambios durante su joven vida. Mati ya no era aquel niño judío soñador, pues en veinte años había sido testigo de excesivas alegrías y tristezas que le obligaron a cambiar de mentalidad religiosa, aunque, eso sí, siempre pensando en la defensa y ayuda del débil, del peregrino caminante a Santiago, Roma o Jerusalén dentro de la Orden de Los Templarios.
Por la noche, después de la cena con sus padres en la que relató mil y una aventuras, Mati se acostó, sobre su jergón, y volvió a contemplar las estrellas por la pequeña ventana de su habitación. Y buscó su estrella, la Estrella del Sur, que siempre había marcado su camino, cuidado y acompañado durante todos aquellos años. Thuraya ya no habitaba en Avila, pues sus padres se habían visto obligados a marchar hacia el sur en busca de una vida más placentera. Mati metió la mano en la faltriquera de su hábito templario, junto a su corazón, y sacó una pequeña esparteña de cuero que apretó, una vez más, entre sus manos. La Estrella del Sur volvía a brillar en su camino.
Cuentan que el Salto de Salime del río Navia, en el Camino Primitivo, en el occidente de Asturias, fue considerado en el año 1945, al inicio de su construcción, «el pantano más grande de Europa». Fuera verdad o exageración del régimen franquista, hoy en día, esta obra de ingeniería impresiona y estremece a los peregrinos y peregrinas, que descienden por la ladera del parque eólico del Buspol hacia el muro de contención de la central hidroeléctrica. Las entidades promotoras de este embalse fueron Hidroeléctrica del Cantábrico y Electra de Viesgo. Las obras duraron diez años, engullendo las aguas del pantano un total de 685 hectáreas y anegando a 14 pueblos de Asturias y Lugo. Muchos de los pobladores de estas aldeas se resistieron a abandonar sus hogares hasta que advirtieron como el agua del Navia ascendía hasta sus casas, viéndose obligados a olvidar sus raíces, renunciar a sus recuerdos, la pesca del salmón y sus tierras de cultivo en el fondo del pantano.
El río Navia es conocido como «El Río Grande» y aunque su nacimiento se encuentra en la provincia de Lugo, en las montañas de Cebreiro, desciende por Becerreá hacia Asturias. El río en aquellos años, era famoso por la gran cantidad de salmones que se pescaban en sus cerca de 100 kilómetros de recorrido de sus aguas camino del mar Cantábrico, pero la construcción del Salto del Salime fue el principio del fin —se levantaron, posteriormente, dos nuevas presas río abajo— y, hoy en día, tan sólo 14 kilómetros se encuentran aptos para la pesca del salmón, que ya apenas vienen a desovar al Navia.
Los 14 pueblos que «se tragó» el pantano estaban en las orillas; la mayor parte en la margen asturiana: Salime (el de mayor número de habitantes), Subsalime, Sanfeliz, Salcedo, Loade, Vega Grande, Saborit, La Quintana, Albeiroa y Barcela. Y en la ribera de Lugo: Rio do Porto, Vilagudín, Abarqueira, y San Pedro de Ernes.
En aquellos años del comienzo del inicio de la edificación del muro de contención de las aguas, Salime era un lugar inhóspito, entre montañas, sin apenas rutas de comunicación. Los ingenieros pensaron primero realizar 40 kilómetros de carreteras desde la población de Navia en la costa hasta el lugar de la construcción para trasladar en camiones los materiales y suministros necesarios, pero esta opción era muy costosa y, finalmente, optaron por construir un teleférico de 37 kilómetros de recorrido con 650 vagonetas, desde la costa hasta el Salto del Salime, las cuales tardaban tres horas en realizar el trayecto completo. En total fueron 3.500 los obreros empleados desde el inicio de la construcción, que fueron reclutados en Andalucía, Extremadura y Galizia, siendo en su mayor parte, presos de la Guerra Civil condenados a trabajos forzados.
Hoy en día, el Santo del Salime consta de 4 grupos de turbinas de 40 MW, con un total de 160 MW que producen 350 millones de Kw/hora/año.
En el pueblo de Grandes de Salime, construido para los desplazados por las obras, se puede contemplar un precioso museo etnográfico, que merece la pena visitar, donde se encuentran reunidas tiendas de ultramarinos, escuela, barbería, taller de zapateiro, cantina y otras muchas dependencias de los pueblos de aquellos años.
Cuentan que en los incontables caminos a Santiago suele repetirse un mito de origen celta, cristianizado, como es la «Leyenda de San Virila», el monje hechizado por el canto de un pájaro, que relata lo que aconteció a este fraile al escuchar y deleitarse con el gorjeo de un petirrojo. Según el lugar, donde se escucha la leyenda, suele ser un ruiseñor, una alondra, un mirlo u otro pájaro, el encargado de «embobar» a cada protagonista de la historia; como al religioso gallego Era, fundador del Monasterio de Armenteira (Pontevedra); el monje bretón Yves o el caballero Camilo de Carvajales del Castillo de los Templarios en Castro Urdiales, como ejemplos de otras muchas leyendas repartidas por todo el mundo. En este caso, nos referiremos al abad San Virila, religioso del Monasterio de Leyre, en el Camino Aragonés, que se une al Francés en Puentelarreina Gares. Todas las historias son similares con variantes en sus matices, pero con una semejanza y paralelismo único. Este es el cuento de «La Leyenda de San Virila».
Virila era un bondadoso monje del Monasterio de Leyre, preocupado por saber si sólo con la vida contemplativa alcanzaría la vida eterna; pues el piadoso fraile temía que no fuera suficiente para lograr el Paraíso. Todos los días le embargaba la duda y trataba, continuamente, de apartar estos pensamientos de su mente porque los consideraba influencias del Diablo. Así, una agradable tarde de primavera, estaba realizando sus oraciones junto a un árbol en el jardín de la comunidad cuando un sugestivo petirrojo se posó cerca de él y comenzó a lanzar sus trinos y gorjeos, los cuales obligaron a San Virila a cerrar sus ojos, fascinado por el delicado instante.
El santo monje quedó prendado de tan agradable momento y alargó su mano intentando alcanzar al pajarillo, pero este, asustado, voló hacia el bosque cercano y el fraile fue en su búsqueda, tratando de continuar con la atractiva situación; una y otra vez San Virila intentaba acercarse a la cantarina ave, pero no lo lograba, y mientras tanto ambos se iban adentrando cada vez más, en la frondosa arboleda. Finalmente, el religioso, cansado, decide volver al monasterio para asistir a la oración de vísperas.
San Virila, durante el camino de regreso, apreció que el sendero hacia el convento, se encontraba cambiado y que, además, su barba se había vuelto blanca, pero continuó y entró en la recepción del claustro donde se topó con un joven novicio, que no conocía, el cual preguntó al «viejo fraile» quien era. San Virila se identificó una y otra vez, pero ninguno de los monjes le reconoció, hasta que el bibliotecario recordó la desaparición de un religioso hacía ya 300 años.
El episodio de éxtasis para San Virila sólo transcurrió durante poco menos de una tarde, mientras que la realidad se había convertido en 300 años; una parte de la eternidad que explicaba las dudas del piadoso fraile y el enigma de cómo pasar toda la vida en el Paraíso. El sencillo canto de un pajarillo fue capaz de demostrar el infinito paso durante la serena dulzura de la vida eterna.
Cuentan que La Via Tolosana o Camino de Arles atraviesa, en la región del Languedoc francés, el País de Los Cátaros, donde se practicaba en los siglos XII y XIII un Cristianismo dualista que pretendía representar a la auténtica iglesia de Dios; una historia marcada por la tragedia, barbarie y exterminio de todos aquellos que fueron marcados como «herejes» por la iglesia de Roma, durante la Cruzada Albigense, que suprimió, casi por completo, no sólo a los apóstatas sino todos los vestigios de la religión cátara. Esta región era una comarca gobernada por una docena de familias nobles e ilustradas, todas ellas, de una u otra forma, unidas entre si, que practicaban la tolerancia religiosa a diferencia de la intransigencia en otras partes de Europa. Además, para los Cátaros la lujosa y fastuosa iglesia de Roma era la personificación evidente del mal existente en el mundo.
Los Cátaros encuentran en el Languedoc su arraigo y el reconocimiento de sus valores, por parte de los nobles, que miran con buenos ojos, entre otras cosas, su trabajo diario, su sencillez, su vida ejemplar y el papel igualitario de la mujer en el mundo cátaro. Pero toda esta nueva forma de sociedad no gusta al recién elegido Papa, Inocencio III quien emprende en 1198 una metódica lucha contra el catarismo.
Lo primero que hace el Papa Inocencio III es nombrar al abad del Císter, Arnau Almaric, inquisidor y jefe de los ejércitos papales. Las milicias vaticanas entran en el Languedoc y pasan a cuchillo a toda la población que encuentran a su paso, arrasando y saqueando pueblos y ciudades. Los miembros de varias comunidades cátaras son quemados en la hoguera de la inquisición, obligando a que otros huyan a lugares que consideran seguros.
Así, el 21 de julio de 1209 Arnau Amalric con sus cruzados papales llega a las puertas de la ciudad de Béziers donde se habían refugiado poco más de dos centenares de cátaros. El inquisidor pide a los gobernadores de la población que se rindan y entreguen a los cátaros, pero los lideres de Béziers rehusan la capitulación y las tropas papales entran en la ciudad para exterminar a los cátaros. Pero de los, aproximadamente, 20.000 habitantes de Béziers, varios centenares se habían refugiado en la catedral románica de San Nazario. Cuentan que, en ese momento, un capitán pregunta a Arnau Amalric cómo distinguirían quienes eran herejes y quienes no, obteniendo por respuesta: «Matadles a todos, que Dios reconocerá a los suyos». Los soldados incendian la catedral de Béziers con todos los refugiados en su interior cumpliendo la orden del inquisidor Arnau Amalric.
Los tropelías de las huestes papales no finalizan con la de Béziers sino que se reparten por toda la región del País de los Cátaros: en Carcassone el noble Trencavel es hecho prisionero y encerrado en una mazmorra donde muere de disentería; en Castres, muchos cátaros mueren en la hoguera y en Bram, se ordena mutilar a un centenar de prisioneros en una atroz amputación de ojos, nariz, orejas y labios y ser conducidos, por el que había quedado tuerto, hacia la fortaleza de Cabaret, que es tomada, finalmente, por Simón de Monfort después de un mes de asedio; 80 caballeros son colgados y 400 cátaros son quemados en la hoguera más gigantesca de la cruzada papal.
Los combates entre ambos bandos se prolongan durante varios años hasta que en 1243 el Concilio de Béziers ordena: «cortar la cabeza del dragón» en referencia a la fortaleza de Montsegur, un peñasco rocoso, prácticamente inaccesible, donde se han refugiado unos quinientos cátaros. El asedio dura diez largos meses hasta que, una noche, un grupo de vascos escala por la noche hasta una de sus cimas donde los sitiadores logran instalar sus catapultas. Montsegur capitula y más de 200 cátaros son quemados vivos en la hoguera, en un prado —Prat del Cremats— al pie de la fortaleza.
Los pocos cátaros supervivientes se exilian por Lombardía, Cataluña y el Pirineo, pasando a la clandestinidad. Mas tarde, la región del Languedoc entra en el Reino de Francia en 1271.
Cuentan que en el Camino Mozárabe, en su ramal entre Almería y Granada, existió el Señorío de Gor, señor feudal de la zona, cuya «casa fuerte» se encuentra en la población de Nacimiento en una de las orillas del río del mismo nombre, el cual desemboca en el Andarax. Esta comarca es el tramo inferior del río Nacimiento, que engloba a varios municipios del extremo más oriental de la Alpujarra, donde se aglutinan multitud de recuerdos hispanomusulmanes ligados al gobierno de los monarcas nazaríes en tahas o circunscripciones rurales parcialmente autónomas. Todo este sistema administrativo es respetado después de la conquista de Granada y conservado hasta los cambios jurídicos de 1833 cuando, intencionadamente, se crea un estado centralizado de forma que se adscribía una subordinación de gobierno superior al provincial. A primeros de 1504 el Señor de Gor administra la Taha del Bolodui siendo conocida La Casa de los Diezmos de Nacimiento (en la foto), donde se recogían los tributos para el Señor de Gor.
Nacimiento se encuentra situada en una hondonada, a orillas del río de su mismo nombre, que tuvo una próspera economía desde finales del siglo XIX a primeros del XX como consecuencia del cultivo de la «uva de Ohanes», una variedad de uva de mesa para la exportación y que convirtió a este pueblo alicantino en una población próspera de unos 3.000 habitantes. Años después, hacia 1950, quedo mermada hasta los 500 vecinos.
La historia de la prosperidad de esta comarca comienza en la época de la toma de Granada cuando, como recompensa por los servicios prestados a la corona, gran parte de este territorio de las Alpujarras orientales se parcela y convierte en diferentes señoríos en manos de la nobleza, como es este caso de Nacimiento, otorgado al duque de Gor, Sancho de Castilla y Enriquez. Este momento, es aprovechado por los nobles feudales, los cuales ven la oportunidad de abusos y rapiñas, mediante su poder despótico, que los moros reconocen y toleran, como protección frente a los reyes y la Iglesia, los cuales intentan por todos los medios eliminar las costumbres moriscas. Pero en 1568 se produce la rebelión de los moriscos con la degollación de los cristianos en la zona y la posterior huida de los musulmanes a las montañas de la Sierra de Alhamilla aunque, finalmente, son reducidos y expulsados.
Como compensación a esta despoblación se produce la repoblación de la comarca con «cristianos viejos», que no son coaccionados por los nobles, ya que se constituyen en concejos para aguantar las intimidaciones de los señores feudales. Se trata de un campesinado libre, propietario de la tierra que trabajan a cambio de abonar un diezmo a los señores. Pero ya nunca se reprodujo el magnífico bienestar habido en el tiempo de las tahas y año tras año se sucedió la decadencia de la comarca hasta lograr remontar, en parte, la economía de la comarca en el pasado siglo XIX.
Cuentan que en el Camino Aragonés, que desciende por el Pirineo, desde Somport hacia Jaca y enlaza con el Camino Francés en Gares Puente La Reina, acontecieron desde los primeros tiempos de la cristiandad una serie de historias de traslados del Santo Grial, desde Jerusalén a Roma, Huesca, Yebra, Siresa, Balboa, San Adrián de Sasabe, la Seo de Jaca, San Juan de La Peña, Barcelona y, finalmente, la Catedral de Valencia, donde en la actualidad se encuentra. Todo un trajín desde el siglo II para que el Cáliz, con el que Jesús estableció la Eucaristía en la Última Cena y recogió su sangre en la Cruz, no cayese en manos de los enemigos de la Iglesia y la reliquia más sagrada de la cristiandad no fuera profanada. Seguramente, esta leyenda del Santo Grial aragonés se fundamenta a través de los peregrinos que caminaban a Santiago por los múltiples itinerarios de los Pirineos y que la Orden de Cluny unifica, mediante el mito griálico, el paso por San Juan de la Peña.
La Orden de Cluny, considerada como una de las más activas del Camino de Santiago, no se establece en San Juan de la Peña hasta el siglo XI cuando estos monjes pinatenses adoptan la regla de San Benito y, posteriormente, la reforma de Cluny; es el momento clave para establecer el orden en los Caminos a Santiago, en concreto, del Camino Aragonés, y la acogida a los penitentes en San Juan de la Peña. Los peregrinos y peregrinas pasaban por la Seo de Jaca, donde adoraban al Santo Grial, mientras que San Juan de la Peña quedaba un poco al margen del camino, —igual que hoy en día— ya que era necesario desviarse «un pelín» de la ruta. Por eso los monjes deciden celebrar un gran acontecimiento litúrgico y trasladar el Cáliz sagrado a San Juan de la Peña, el cual quedaría cuidado por los frailes a partir de ese momento, desoyendo las reclamaciones y amenazas de los jacetanos. El Santo Grial nunca fue devuelto a la Seo de Jaca.
Lo cierto es que la leyenda de San Juan de la Peña no comienza en estos convulsos años de finales de 1071 sino que su origen se remonta muchos años atrás cuando un joven de la nobleza aragonesa, llamado Voto, galopaba por las montañas prepirenaicas, en el momento en que su caballo se desboca y trota hacia un precipicio. El muchacho, viendo la muerte cerca, suplica su salvación a San Juan Bautista, el cual frena el corcel y salva al jinete. La escena ha finalizado frente a una cueva. El caballero desciende de su montura y penetra en ella. En la penumbra descubre el cuerpo incorrupto de un hombre, fallecido abrazado a una cruz, el cual era Juan de Atarés, un santo anacoreta del que se hablaba en este territorio aragonés. Así, el joven caballero, recordando su plegaria a San Juan Bautista, decide imitar la santa vida del ermitaño y, con la compañía de su hermano Félix, se establecen en aquella gruta rendidos a la soledad, la oración y la contemplación de Dios.
A su fallecimiento en loor de santidad, otros muchos tomaron el relevo y San Juan de la Peña se convirtió en un lugar de culto cristiano.