Viaje a Navarra durante la insurrección de los vascos. Sabino de Arana en Castejón

Sabino de Arana lideró una comitiva que desde Bizkaia viajó a Castejón en 1894 para participar en las protestas de los navarros por el intento de la abolición foral absoluta

Un reportaje de Luis de Guezala

Tras el final de la última guerra carlista, ocupado militarmente el País Vasco peninsular, el Gobierno de la monarquía aprovechó, manu militari, para culminar el proceso desarrollado a lo largo del siglo XIX de unificación, uniformización y centralización de todos los territorios del reino con la abolición de las últimas instituciones forales que quedaban en Álava, Bizkaia y Gipuzkoa. En Navarra este proceso se había adelantado a 1841, tras el final de la primera guerra carlista, por acuerdo de sus élites con el Gobierno central. Únicamente se mantuvo tras 1876, como residuo foral, la vigencia de las haciendas vascas que siguieron recaudando los impuestos y concertando o conviniendo con la hacienda del Estado el pago de unas cantidades anuales en concepto de aportación vasca a los gastos de la administración general del reino.

Sabino de Arana y Goiri.

El 11 de mayo de 1893 se hizo público en el boletín oficial del reino, la Gaceta de Madrid, un proyecto de ley por el que el Gobierno español pretendía eliminar este residuo en Navarra. Esta iniciativa se le atribuyó al ministro de Hacienda Germán Gamazo por lo que la reacción en su contra se acabaría conociendo como la Gamazada. La resistencia al proyecto la comenzó cinco días más tarde la Diputación de Navarra con una nota de protesta a la que rápidamente se adhirió toda la sociedad navarra. Ayuntamientos, merindades y parlamentarios se expresaron en idéntico sentido que la Diputación y en Pamplona el 4 de junio se desarrolló una multitudinaria manifestación. Se llegaron a reunir 120.000 firmas en contra del proyecto, cuando la población navarra de la época se estimaba en 300.000 personas. Incluso se dio una episódica sublevación protagonizada por el destacamento en Puente la Reina comandado por sargento López Zabalegi, que junto a los cuatro soldados bajo su mando se dirigió al grito de ¡Vivan los Fueros! hasta Arraiza, donde fueron detenidos.

Todo esto no pasó lógicamente desapercibido en el resto del País Vasco. En agosto hubo importantes disturbios en Vitoria y a mediados de este mismo mes, con motivo de la visita del Orfeón Pamplonés a Gernika se dieron los hechos conocidos como la sanrocada, entre los que el más destacado y comentado fue la quema de una bandera española. El día 20 hubo incidentes en Laguardia con el resultado de un muerto y varios heridos. Y una semana más tarde, el día 27, se produjo en Donostia el asalto de una muchedumbre encolerizada al Hotel Londrés en el que acababa de alojarse el presidente del Gobierno español, Práxedes Mateo Sagasta. En esta circunstancia la Guardia Civil realizó una carga a consecuencia de la cual resultaron dos muertos y numerosos heridos. Por toda la costa de Bizkaia y Gipuzkoa hubo numerosos enfrentamientos a finales de este mes de agosto y el encargo del Gobierno de nuevos buques de guerra a los astilleros de El Ferrol en lugar de a los de la ría bilbaina aumentó aún más, si esto era todavía posible, las antipatías vascas y las movilizaciones, en este caso obreras, contra este ejecutivo.

Tras aprobarse el proyecto en el Parlamento español el Gobierno de Sagasta llamó en febrero de 1894 a los componentes de la Diputación de Navarra para negociar, que, tras negarse en un primer momento, acabaron acudiendo a Madrid.

La reina regente María Cristina consultó con el general Martínez Campos la posibilidad de utilizar la fuerza. La respuesta que recibió parece ser que fue la siguiente: “Señora: Si se tratase de otra provincia, podíamos pensar en imponer la ley general, empleando la fuerza si fuere preciso; si se tratase de Navarra aisladamente, aún podíamos ir por ese camino, pero debemos comprender que Navarra tiene a su lado a las tres Vascongadas, y que si se apela a la fuerza contra aquella, harán causa común todos los vascos, y con ellos todos los carlistas de España, que provocarían un levantamiento en aquellas provincias para darle carácter general, y en tal caso se encadenará nuevamente la guerra civil”.

Recibimiento en Castejón Los diputados navarros no aceptaron ningún acuerdo con el Gobierno español y decidieron regresar a Navarra. Conocida su postura se les organizó un gran recibimiento en Castejón, primera localidad del antiguo reino a la que llegarían por ferrocarril. Con este motivo viajó a Navarra un grupo compuesto por Sabino de Arana, su hermano Luis, otros tres vizcainos y cinco navarros residentes en Bizkaia. Eran algunos de los primeros miembros del partido nacionalista vasco cuya constitución estaba organizando Sabino de Arana, articulados en torno al periódico Bizkaitarra, que dirigido por él había empezado a publicarse el año anterior tras su discurso de Larrazabal, y por cuyo título comenzaban a ser conocidos como bizkaitarrak. Entre los navarros del grupo estaban Daniel de Irujo, abogado que acabaría defendiéndole en los procesos represivos que sufriría Arana, y padre de Manuel de Irujo, y, casi con seguridad, Miguel Cortés.

El sábado 17 de febrero, víspera del recibimiento en Castejón, llegaron a Iruñea y allí Juana Irujo les bordó un estandarte blanco con el siguiente texto en letras rojas: Jaungoikua eta Lagizarra. Bizkaitarrak agurreiten deutse naparrei. Dios y Ley Vieja. Bizkaya abraza a Nabarra.

En el reverso bordó un aspa roja de San Andrés. El mismo motivo que figura en un lienzo sobre el altar frente al que Jaun Zuria jura defender la independencia de Bizkaia en un cuadro historicista con este título que Anselmo de Guinea había presentado en la Exposición Provincial de Bizkaia organizada por la Diputación vizcaina en 1882, y que fue elogiado, por su tema, por Sabino de Arana. Este fue el portador del estandarte por su condición de director del Bizkaitarra.

Al día siguiente se dirigieron a Castejón a donde llegaron también en un tren especial otros treinta vizcainos más, entre ellos Fidel de Sagarminaga, último diputado general foral de Bizkaia y presidente de la Sociedad Euskal Herria, muchos de cuyos miembros tras su fallecimiento, un mes más tarde, acabarían uniéndose al movimiento liderado por Sabino de Arana. Su grupo se presentó con su estandarte en esta localidad a la Diputación de Navarra representada por su vicepresidente, en funciones de presidente, Ramón María Eseverri, y por el diputado Yanguas y, posteriormente, retornó a Iruñea junto con todos los congregados. En la capital navarra, Eseverri se dirigió a los asistentes a la manifestación pidiéndoles que se retiraran a sus casas y que confiaran en la Diputación.

Esta experiencia de los primeros nacionalistas vascos que se puede titular como la obra del suletino Joseph-Augustin Chaho, Viaje a Navarra durante la insurrección de los vascos, tuvo para ellos una gran importancia. Bizkaitarra dedicó a este acontecimiento dos números, el 6 y un suplemento, en los que reflejan con mucha viveza y detalle todas las circunstancias y emociones que vivieron.

De todo lo visto hemos deducido que en Nabarra hay mucho más patriotismo que en Bizkaya. ¿Cuál será la causa? Entra, lector, dentro de ti mismo, y a poco que reflexiones, has de confesar que los bizkainos estáis absorbidos y dominados por los intereses particulares de los partidos extranjeristas o por los de tres o cuatro caciques que se sirven de vosotros para sus interesados fines.

(…) Una admirable unidad de pensamiento es lo primero que le distinguió: todos los navarros, y no solo ellos, sino hasta sus huéspedes todos, tenían la mente adherida a una misma idea inmediata, a saber, de resistencia radical o absoluta intransigencia respecto de toda ingerencia extraña que pudiese empeorar la situación político-económica de Nabarra. Revistióse también una firme unión de voluntades: pues que personas de cualquier condición y partido, ricos y pobre, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, niños y ancianos, doctos e ignorantes, católicos y liberales, republicanos y monárquicos, nacionalistas, regionalistas y unitaristas, todos sin excepción demostraron por el momento unos mismos deseos, una misma aspiración.

Volvieron a reunirse al día siguiente, lunes, con José María Eseverri que les expresó su gratitud por su asistencia. Los bizkainos manifestamos que la gratitud debíamos sentirla nosotros (…) no hacíamos mas que cumplir con un deber de fraternidad y que la inmensa mayoría del pueblo bizkaino está, como nosotros, de parte de Nabarra en este asunto”.

(…) ¡Qué dichosa unión de representantes y representados! Así se representa al pueblo, Aprended, Diputados bizkainos.

Estas y otras expresiones semejantes se recogieron en el periódico Bizkaitarra por cuyo contenido fue, una vez más denunciado, en una sucesión de procesos que acabaría con su director en la cárcel y el periódico clausurado al año siguiente.

El proyecto del Gobierno de Sagasta y su ministro Gamazo al final no se realizaría. En recuerdo de la Gamazada y por suscripción popular se acabó construyendo en Iruñea un Monumento a los Fueros, nunca inaugurado por las autoridades navarras, con la siguiente inscripción:

Gu gaurko euskaldunok
Gure aitasoen illezkorren
Oroipenean, bildu gera emen
Gure legea gorde nai
Dugula erakusteko.

Nosotros los vascos de hoy
nos hemos reunido aquí,
en recuerdo inmortal de nuestros
antepasados,
para demostrar que queremos
guardar nuestras leyes.

No cabe duda de que Sabino de Arana hubiera podido firmarlo. También él y sus compañeros de viaje pudieron haber cantado el Paloteado de Monteagudo que entonces compuso, en aquella localidad del sur de Navarra, José Jarauta Martínez, en el que se incluyen estos versos:

Antiguamente Navarra
era un reino independiente
de pagos y de soldados
y de otras cosas urgentes.


Desde el mil quinientos doce
Navarra se unió a Castilla
sin abandonar sus fueros;
así el pacto lo pedía.


La Navarra en aquel año
mucho fue lo que perdió
pues perdió la independencia
prenda de inmenso valor.
Pues hay muchos en España
que trabajan con malicia
porque sea la Navarra
como las demás provincias.


Pues si el gobierno de España
sigue en sus pretensiones
se tomarán en Navarra
serias determinaciones.


Con Monteagudo, Cascante
Ablitas, también Barillas,
Cortes, Buñuel y Murchante,
formemos una guerrilla
para marchar adelante.


Pues también se nos ofrecen
como si fueran hermanos
los valientes alaveses
vizcaínos y guipuzcoanos.


Vivan las cuatro provincias
que siempre han estado unidas
y nunca se apartarán
aunque Gamazo lo diga
Viva Navarra y sus Fueros!!!
eL AUTOR

Franco en Bilbao: dos visitas dictatoriales y sus libros

Franco realizó dos visitas a Bilbao en los primeros años de su dictadura que fueron recogidas en sendos libros que describen los actos y protocolos ‘propios de un rey’

Un reportaje de Luis de Guezala

Franco quita y Franco da. Entrega de llaves de viviendas en San Ignacio.
Franco quita y Franco da. Entrega de llaves de viviendas en San Ignacio.

Recientemente hemos recibido en la biblioteca de Sabino Arana Fundazioa la donación de un libro que viene a hacer pareja con otro que ya teníamos. Se trata de Vizcaya por Franco, publicado en 1950, que acompaña a partir de ahora a su hermano mayor, titulado Bilbao. 19 Junio 1937-19 Junio 1939. De estos dos libros y los relatos que cuentan van a tratar las siguientes líneas e imágenes.

La primera visita triunfal que realizó el dictador Francisco Franco tras el final bélico de la Guerra Civil (el final civil no ocurrió nunca) se organizó con motivo del segundo aniversario de la ocupación de Bilbao, que los ocupantes denominaron liberación y convirtieron, con el nombre de día de la liberación, en efeméride festiva en la villa.

Para hacer propaganda y memoria de este acontecimiento se publicó el libro mencionado que pretendió ser además (sin conseguirlo) un contrapunto al Libro de Oro de la Patria que desde el nacionalismo vasco se había publicado en Donostia en 1934, por lo que se tituló también Libro de oro de Bilbao. Se encargó de intentarlo Nicolás Martínez Ortiz de Zarate, colaborando con los vencedores como antes había colaborado con los vencidos, por ejemplo, diseñando por encargo del Gobierno vasco los billetes que se emitieron en Bilbao durante la guerra.

Esta visita duró tres días y para cada uno de ellos el tirano se atavió de manera diferente. Para el primer día, 18 de junio, eligió el uniforme de capitán general. Los actos comenzaron aquel sábado con una corrida de toros y pruebas de ciclismo y motorismo, entre la plaza del Sagrado Corazón y el Ayuntamiento, desde donde partió después una procesión hasta la basílica de Begoña, en la que Franco y su mujer, Carmen Polo, fueron recibidos por todas sus autoridades, civiles, religiosas y militares. Tras la ceremonia religiosa los miembros de su guardia mora a caballo les escoltaron al Ayuntamiento bilbaino, en cuyo Salón Árabe Franco se subió a un trono que le habían instalado para recibir un pergamino con el nombramiento de alcalde honorario, escuchar un discurso de adhesión inquebrantable del alcalde efectivo y responderle con unas breves palabras. Tras este acto el matrimonio viajó hasta Algorta, donde pasó la noche.

La guardia mora Para el segundo día, el de la efeméride, domingo 19 de junio, el dictador eligió el uniforme azul y rojo de Jefe del Movimiento (partido único). Comenzaron los actos con una misa de campaña que presidió desde un templete y escenario propio de la escenografía fascista instalado en el principal parque bilbaino bautizado como De las tres naciones en honor a Portugal, Alemania e Italia, países donde sus gobiernos compartían la misma ideología. De allí, en desfile triunfal y coche descubierto, siempre escoltado por su guardia ecuestre, se dirigió al palacio de la Diputación, desde cuyo balcón presidió un desfile militar de dos horas de duración y pronunció un discurso.

Después de un banquete Franco se trasladó por la tarde a San Mamés donde presidió un Festival de la OJE (juventudes del partido único) compuesto de ejercicios gimnásticos multitudinarios y danzas vascas.

Van trenzándose los pasos sentimentales o guerreros de las viejas danzas vascongadas, vueltas a su simbolismo auténtico de españolismo entrañable, cuenta el libro. Después volvería a la Diputación para presidir otro desfile fascista, no militar sino político, que duró hora y media.

El tercer y último día el uniforme elegido fue el de almirante. El primer acto se dedicó a la industria, con una visita a las instalaciones de Altos Hornos. Allí los obreros fueron obligados en formación a saludar de la manera fascista al tirano, así como a escuchar un discurso dirigido a ellos para mayor regodeo de los vencedores. La expresión de un veterano obrero que se ve en una de las fotografías dice más que cualquier descripción. Tras pronunciar su perorata, Franco cruzó la ría para disfrutar de un banquete en el Club Marítimo del Abra y después sesteó junto al puente colgante presidiendo una regata en su honor.

El final de la visita y salida de Bizkaia del dictador vestido de almirante se produjo utilizando el crucero pesado Canarias. El mismo buque de más de 10.000 toneladas que dos años antes había hundido frente a Matxitxako al bou Nabarra en el combate naval más desigual que se pueda imaginar. Y que después masacró con sus cañones a miles de civiles que huían en desbandada de Málaga a Almería. Un barco bien elegido.

Once años después El segundo viaje que nos recuerdan estos libros se realizó en 1950, once años después del primero. El contexto era diferente, ya no posbélico y previo a la Segunda Guerra Mundial, sino cinco años después del final de este conflicto, con la dictadura asentada y necesitando tan solo un respaldo internacional que se veía ya muy próximo en el nuevo orden mundial establecido.

Esta visita tuvo una mayor duración, cinco días entre el 18 y el 22 de junio. Se inició por la tarde del domingo 18 con la llegada por carretera del dictador y su séquito por el alto de Miraflores, que, por la Ribera y Bidebarrieta llegó vestido de almirante hasta la catedral de Santiago, patrón de España, donde entró bajo palio junto a su mujer, para pasar a ocupar sendos tronos que les instalaron en el interior del templo. Tras esta ceremonia, ya de noche, se dirigieron en coche descubierto y con escolta a caballo al palacio de Chavarri, entonces Gobierno Civil y hoy subdelegación del Gobierno español, donde tuvieron la residencia durante toda su estancia.

Al día siguiente Franco se vistió de capitán general, uniforme que utilizaría hasta el último día, en el que volvería a emplear el de almirante. El dictador se encontraba mucho más consolidado en su Jefatura del Estado y ya no consideraba necesario utilizar el uniforme de jefe político del Movimiento.

El primer acto que presidió fue una misa para la que se instaló un altar gigante a los pies del monumento al Sagrado Corazón, repitiéndose en graderíos y tribunas la escenografía fascista de masas y culto al líder. Tras la ceremonia el dictador se trasladó al palacio de la Diputación para volver a presidir desde su balcón un desfile militar, pronunciar un discurso y presidir y clausurar una asamblea de periodistas en el interior del edificio. Después se dirigió al Ayuntamiento donde pronunció otro discurso y posiblemente comería, aunque de esto no nos informa el libro.

Por la tarde presidió una corrida de toros y después la jornada terminó con una fiesta-gala-banquete en la Diputación en la que se celebró su nombramiento como primer vizcaino de honor.

El martes día 20 tras pronunciar un discurso en la Diputación tocó por la mañana visita a la industria, en este caso las instalaciones de Firestone, en lo que se evidenciaba unas magníficas relaciones con los Estados Unidos de América que iban a posibilitar el mantenimiento de su dictadura mientras viviera, todavía un cuarto de siglo más. Después comenzó una serie de inauguraciones, que caracterizarían este viaje, con la de un monumento a los caídos (solo los de su bando) en el parque de Casilda Iturrizar y todavía le quedó tiempo por la mañana para recibir en el Gobierno Civil las medallas de oro que le otorgaron el Ayuntamiento de Bermeo y el Club de fútbol Atlético (de Bilbao).

Por la tarde, tras un nuevo recorrido por instalaciones industriales el caudillo inauguró el aeropuerto de Sondika, bautizado Carlos Haya. Después inauguró una gran exposición, situada en el patio y la entonces existente pérgola del Instituto Central de Bilbao, titulada Vizcaya 1937-1950, de propaganda sobre los logros y actividades de las instituciones franquistas en este territorio en esos trece años. Más tarde inauguró el ambulatorio situado en la calle doctor Areilza y concluyó las actividades del día con una visita a las instalaciones del Instituto Provincial de Higiene.

El miércoles 21 el dictador se desplazó a Barakaldo para celebrar el aniversario de su ocupación. Pronunció un discurso en el Ayuntamiento, donde le impusieron otra medalla de oro, y en el barrio de Begaza repartió llaves de las casas construidas por el Instituto de la Vivienda. Después visitó las instalaciones industriales de Sefanitro y en un gasolino viajó al Club Marítimo del Abra, donde le fue ofrecido un almuerzo por representantes de la industria que no eran precisamente obreros. Después visitó las instalaciones de otra empresa norteamericana, General Electric, en Galindo, mientras su mujer, en funciones de primera dama, inauguraba un centro antituberculoso destinado a los mineros vizcainos, que recorrió con “curiosidad femenina y solicitud maternal”. Como sin duda también la falangista femenina Pilar Primo de Rivera, con quien coincidió allí.

El último día de la visita Franco lo aprovechó para inaugurar la Estación del Norte y “la obra gigante de la Falange en Vizcaya: la barriada de San Ignacio de Loyola”. Hubo otra ceremonia de reparto de llaves de sus propias manos mientras su mujer realizaba una visita a la Casa de Misericordia. El matrimonio finalmente se reunió en la basílica de Begoña, donde volvió a entrar bajo palio y tras la ceremonia se dirigieron al Gobierno Civil, desde donde marcharon en coche despedidos por la banda de música del regimiento Garellano.

Estas fueron las dos visitas de Franco a Bilbao y Bizkaia cuyas imágenes ilustran este artículo. Estos viajes triunfales fueron una expresión pública más de una dictadura fascista y totalitaria que bajo una misma jefatura mandaba en lo militar, en lo político, en lo religioso, en lo económico, en lo cultural y en todos los órdenes de la vida por el hecho de haber ganado una guerra. Organizaron unos espectáculos de adhesión popular al dictador y de propaganda de su ideario inimaginables en los tiempos en los que se ha podido disfrutar de alguna Libertad, antes o después de la criminal dictadura franquista. Que fue un reino sin rey pero con un dictador regente que asumió de forma personal prácticamente todas las prerrogativas de los reyes con tronos, palios y hasta la expedición de títulos de nobleza. Llegando su monopolio del poder incluso a permitirle instaurar la dinastía hoy reinante.

Los obreros de la música y el franquismo en la BOS

Las autoridades franquistas controlaron, como todos los órdenes de la vida, a la Orquesta Sinfónica (entonces Municipal) de Bilbao, quitando y poniendo músicos, repartiendo palcos y programando obras del gusto hitleriano

Un reportaje de Joseba Lopezortega

El belga Armand Marsick, primer director de la Sinfónica de Bilbao, al frente de la orquesta en 1923. Es la primera fotografía conservada de la BOS. Fotos: Archivo de la BOS
El belga Armand Marsick, primer director de la Sinfónica de Bilbao, al frente de la orquesta en 1923. Es la primera fotografía conservada de la BOS. Fotos: Archivo de la BOS

en los años 20 del siglo XX, Bilbao era una ciudad llena de energía y contradicciones; como si una ciudad pudiera padecer las turbulencias características de la adolescencia, en la transición rápida e irrefrenable hacia una dimensión más madura, potente y definida que en sus épocas anteriores. Aquel Bilbao de rápido crecimiento demográfico era apropiado para el surgimiento y consolidación de grandes industrias y fortunas, algunas de las cuales inclinadas a la filantropía, el mecenazgo y las artes. Las mismas calles por las que circulaban los altos burgueses las recorrían obreros y gentes aferradas a una notoria fragmentación del trabajo, piezas inquietas de una economía precaria y pobre. En los arrabales de las ciudades siempre hay calles y esquinas que parecen estar ahí para que la prosa de Víctor Hugo pueda describirlas; las hay ahora, y las había en mayor medida en los años veinte y treinta.

Bilbao poseía muchos de sus tradicionales teatros en activo ya en aquellos años, de ellos bastantes fueron abiertos en la década de 1910: el Arriaga, un teatro ya veterano y que sustituía al anterior Teatro del Arenal en el mismo emplazamiento; el Gayarre, el Campos Elíseos, el Coliseo Albia, o con posterioridad a todos ellos el Buenos Aires, de 1925; también estaban el Salón Vizcaya, más un cine que un teatro, y la sala de la Sociedad Filarmónica. Además de La Filar, obviamente dedicada a conciertos, tres de aquellos teatros tuvieron importancia en la actividad musical bilbaina: el Arriaga, el Buenos Aires y el Campos, y de estos los dos últimos fueron sede de las temporadas de la Sinfónica de Bilbao en algunas etapas. Los teatros generaban a su alrededor pequeños oficios dependientes de su actividad como, por ejemplo, el de repartidor de propaganda. Repartir los programas de un teatro por la ciudad era una forma de presentar los servicios para repartir la propaganda de cualquier otra actividad o producto, porque representaba una referencia, una garantía fiable.

Obreros de la música Esos teatros en activo evidencian la existencia de una burguesía culta, o al menos inclinada a los espectáculos culturales, pero más allá quizá el rasgo principal de las ciudades europeas de aquellos años fuera el ocio, un ocio noctámbulo y poco prejuicioso. Y el ocio era el ámbito en el que encontraban ocupación y salario muchos músicos en el primer tercio del siglo XX. Hasta la llegada de la música grabada y de los consiguientes sistemas de reproducción y amplificación, la música era en directo o no era. Los salones y locales de esparcimiento ofrecían música en vivo para bailes, para amenizar o para acompañar actuaciones, y el trasiego de músicos entre locales debía ser importante. Clarinetes, flautas, violines o trompetas son fáciles de transportar, no así otros instrumentos como los contrabajos. Los contrabajos eran propiedad de los locales o se transportaban de forma planificada (hay facturas de estos transportes en archivos de la época), pero los pequeños instrumentos deambulaban del brazo de sus propietarios. Era un trasiego. Es de imaginar cómo debían ser aquellas calles en las que coexistían el armiño y el harapo, la beatitud y el golferío, el barro y el betún, el madrugón y el trasnocho, la sacristía y el garito, el rigor y la laxitud, calles en las que los músicos eran obreros al servicio del ocio y necesitaban el pluriempleo. Los registros de la Sinfónica de Bilbao ilustran bien esa situación.

La formación de la Sinfónica bilbaina fue el producto de una visión pragmática de la situación musical de la villa. La Filarmónica programaba a algunas de las grandes personalidades musicales de la época y sin una orquesta no era posible programar conciertos, así que desde la Filarmónica se decidió formar una orquesta -y otras cosas- porque sencillamente se hacía necesaria. Desde el primer concierto la Sinfónica remuneró a sus integrantes, y se convirtió en el objeto de deseo de los músicos más capacitados y formados de Bilbao. Vinculada estrechamente a la Filarmónica, la orquesta proporcionaba a sus profesores no sólo una remuneración, sino también un plus de prestigio. Lo ideal era valerse de ese prestigio para disfrutar de un buen nivel de actividad en las distintas necesidades del entorno: cafés que programaban conciertos, bailes en salas y teatros y otros espacios, o proyecciones con música en directo: la banda sonora de una ciudad que en sólo treinta años, los que median entre 1900 y 1930, estaba a punto de duplicar su población. Cuánta energía.

El pluriempleo se convirtió pronto en un enemigo de la actividad orquestal, porque afectaba al régimen de ensayos, como es lógico más exigente y menos flexible en horarios para un concierto sinfónico que para un cuarteto en un café. La empresa estableció pronto un régimen de sanciones por inasistencia a los ensayos de sus trabajadores, multas con cierta capacidad disuasoria para los músicos. La existencia de ese régimen de sanciones forma parte de una realidad que no se debe perder de vista cuando se piensa en la represión posterior a la entrada franquista en Bilbao en 1937: la depuración franquista de la Sinfónica de Bilbao se produjo en un entorno laboral dependiente del trabajo, es decir sobre -y contra- un conjunto amplio de obreros cualificados. Esa dependencia laboral se vio agudizada, como es lógico, en la privación generalizada de la postguerra.

“Póngame a los pies de su señora” La literatura generada por los procesos de depuración subsiguientes a la caída de Bilbao posee aspectos dramáticos y al mismo tiempo propios de un sainete. Describen un franquismo hiperbólico y enfático, pues los declarantes no quieren dejar lugar a dudas sobre su vehemente amor al caudillo y su simpatía por el Movimiento, la Falange y lo que sea menester. Es un franquismo probablemente instrumental y nada sincero, el santo y seña para avanzar en el proceso y para no atraer la suspicacia del régimen en años de venganza y ultraje. Era común: los vivas a Franco y a España y la profusión de adjetivos para describir la grandeza del régimen están en las cartas manuscritas, pero también en los membretes de las cartas de empresas y en cualquier trozo de papel que se considere, salvo quizá el higiénico. Esta exigencia vigilante de sumisión y aceptación, ese trágala, es un rasgo común a los fascismos y totalitarismos y adquiere su pleno regusto franquista cuando son los potenciales represaliados y depurados quienes tienen que afirmar su lealtad por pura necesidad. Humillar también está en el ADN del franquismo.

En la película Atraco a las tres, de José María Forqué (1962), el trabajador bancario interpretado por José Luis López Vázquez empequeñece y repta cada vez que habla con su superior y al despedirse le dice: “Póngame a los pies de su señora”. Esa expresión simboliza otro rasgo: la importancia de la jerarquía, que hizo ilustrísimos y excelentísimos por doquier, colaborando en la construcción de esa sociedad de casino de pueblo de provincias tan de los años de esplendor franquista. La lista protocolaria de un concierto destacado de la posguerra da la medida de cómo se observaba esa jerarquía. En una nota se reparten las localidades del teatro para estos cargos reservando palcos (de más a menos importantes): ministros y secretarios con su séquito, tres palcos; y después palcos para gobernador militar, gobernador civil, jefe de la Falange, Diputación, Sociedad Filarmónica y Orquesta Municipal (así se llamó la Sinfónica por un tiempo), Ayuntamiento, jefatura de propaganda, comandante de Marina, delegado de Hacienda, prensa y radio (dos palcos), sociedad Nuevo Teatro (Arriaga), delegado de trabajo, cónsules en Bilbao, empresa del Teatro Buenos Aires y Conservatorio. No parece difícil imaginar cómo debían funcionar en esas alturas prebendas y favores, siempre dentro de un círculo: el de la dirigencia franquista.

Orquesta ‘depurada’ Esta dirigencia podía abrir o cerrar puertas vitales para quienes estaban fuera del círculo. Algunos músicos apoyaban sus argumentos en defensa de su postura sin tacha en las referencias que podían dar sobre ellos personas del régimen, de modo que estas disfrutaban del poder de ayudar o no a los peticionarios. Como paréntesis, o no, ese poder unido al sentido jerárquico y a la necesidad de mostrar sumisión, explica por qué la estética nazi y fascista se relaciona con el sadomasoquismo. La disección del fascismo que hizo Pier Paolo Pasolini en la cruda Saló o los 120 días de Sodoma sacaba a relucir precisamente esos tendones poderosos de las ideologías totalitarias. Desde un punto de vista cronológico, hablando siempre de la Sinfónica de Bilbao, el franquismo tuvo más prisa en perseguir a sus enemigos que en defender a sus afines, esa era la prioridad. Pero cuando llegó el momento de reconstituir la Orquesta, ya rebautizada de forma pasajera como Orquesta Municipal de Bilbao, se convocó a músicos del bando franquista para que pudieran integrarse a los conciertos. Estas convocatorias se hicieron por carta, y evidencian el placer con el que se hacía uso del poder para pedir favores y el placer con el que se concedían. Ruégole, afectuoso saludo, solicito encarecidamente, su atento telegrama, me complazco… estas expresiones afectadas y horteras abundan, y dibujan un franquismo ansioso por dejar en el armario el olor a pólvora para perfumarse con las buenas maneras. Los franquistas también se limpiaban las botas de barro para adormecerse en el palco en los conciertos, pero los obligados modales y las interminables sinfonías eran parte del precio a pagar para tratar de levantarse como una élite dirigente, una pseudo aristocracia franquista que, puesta a emular a la culta corte hitleriana, no sólo recompuso una orquesta tras depurarla, enviándola a las fábricas a deleitar a los pobres obreros, sino que programó música alemana en abundancia en el patético esfuerzo de alinearse con la admirada dictadura hitleriana. Que en algunos conciertos llegaran a colgar esvásticas en los teatros no es pues casual ni anecdótico, sino elocuente y sintomático. Y debe ser, por encima de todo, inolvidable.

Andima Orueta y otros camaradas asesinados por un republicano cántabro

El redactor del periódico ‘Euzkadi’ perdió la vida a manos del jefe de la ‘checa’ de Santander, Manuel Neila, considerado un enemigo de los vascos

Un reportaje de Iban Gorriti

Andima Orueta, señalado en el círculo, en el batzoki de Matiko.
Andima Orueta, señalado en el círculo, en el batzoki de Matiko.

SI ya fueron demasiados los aliados de los golpistas sublevados contra los que tuvo que batallar el Ejército del Gobierno del lehendakari Aguirre, también se dieron casos de republicanos que odiaban a los vascos y trataron de acabar con sus vidas durante la Guerra Civil. Un ejemplo fue el jefe de la Comisión de Policía del Frente Popular de Santander y su checa, Manuel Neila Martín. Una de sus numerosas víctimas fue el periodista jeltzale Andima Orueta, redactor del periódico Euzkadi y testigo del bombardeo de Durango.

Este diario ha tenido acceso al informe del lehendakari Aguirre dirigido a la República sobre las causas que, a su juicio, determinaron la caída del frente Norte, en lo referente a Santander. El presidente cita la muerte de cinco vascos, entre ellos, el del cronista.

“Yo mismo -subraya Aguirre- soy testigo del espectáculo macabro que ofrecían cerca de unas peñas cinco cadáveres desnudos recientemente asesinados”. El lehendakari ubica el desenlace cerca de la casa donde el Gobierno vasco vivía en la capital cántabra, en el Cabo Mayor. “Llamé al General Gamir. Le hice presenciar el espectáculo. El General se indignó con este motivo. Aquello no podía tolerarse. La americana de uno de los asesinados estaba en el jardín de nuestra casa con el agujero de la bala que lo había cruzado”, subrayaba.

Hacía referencia al médico donostiarra, Zabalo. De aquel modo, además, perdió la vida “el redactor del periódico Euzkadi, señor Andima Orueta, y los empleados del Departamento de Comercio y Abastecimientos, señores Gorostiaga y Lasa”. El informe agrega el asesinato del Jefe de Impuestos de la Diputación de Bizkaia, Juan Luis de Biziola.

“Todos ellos hombres eran lealísimos al servicio del Gobierno vasco y huidos del terror fascista”, valoraba Aguirre quien detallaba que también fueron asesinados dos jóvenes socialistas vascos, en Torrelavega, y el afiliado a Izquierda Republicana, Quílez, en Santander.

El presidente señala a los ejecutores. “Todos ellos fueron asesinados por los llamados policías, asesinos a sueldo. Más tarde un grupo de jóvenes socialistas mataba a su vez en Torrelavega a dos policías”. El informe concluye con las siguientes informaciones. “No hablemos de detenciones porque sería hacernos interminables. Consignemos solo la arbitraria detención de Don José de Rezola, Secretario General del Departamento de Defensa de Euzkadi, conducido a los calabozos a pesar de haber mostrado los documentos acreditativos de su personalidad. Le dijeron que aquello de nada servía”, concluyó Aguirre.

Al frente de aquellos policías estaba Manuel Neila Martín, antiguo dependiente de tejidos. En una carta del secretario de Aguirre, Pedro de Basaldúa a Anton Irala, secretario general de la Presidencia, le hace saber las andanzas del santanderino del Frente Nacional Popular. “Como dato increíble te diré que Neila, el jefe de la checa santanderina a cuyas espaldas cargan tantos crímenes y paseos como este del joven Jose Manuel Zabalo al que asesinaron villanamente y dejaron su cadáver en la playa, y Monzón lo ha comunicado a sus familiares”, relata. Y va más allá en su exposición: “Resulta que este criminal huyó el miércoles nada menos que en el avión El Negus, llevando dos maletas. Ha huido con consentimiento del gobernador y demás. Es un tipo criminal y cobarde. Es causante de muchísimas muertes. Y anda ahora por ahí”.

La paradoja era máxima porque El Negus fue el avión utilizado por el lehendakari para partir al exilio desde Laredo en agosto de 1937, tras la ocupación por los sublevados de todo el territorio vasco.

El gudari Otsoa de Txintxetru fue pionero en la recuperación de la memoria histórica vasca con la localización de fosas de compañeros de batalla caídos en el frente. En 2009, calificaba a Neila como desalmado, asesino y enemigo de los vascos que pretendían huir a Francia por mar en barcos pesqueros pequeños. Les apresaba asesinándoles, y, con un tiro en la nuca, les arrojaba al mar por los acantilados. “Así murieron muchos gudaris y paisanos vascos, como mi hermano Iñaki, comandante intendente del batallón Kirikiño; Zubiri, Otazua, Andima Orueta y otros muchos. Se dijo que el torrero del faro murió loco al oír los lamentos de los que morían al fondo del acantilado. Y que Neila consiguió escapar a México”, redactaba.

El 16 de mayo de 2009, con 91 años de edad, la hija Argiñe de Otsoa de Txintxetru le llevó al gudari a conocer el faro de Cabo Mayor de Santander. “A pocos metros de éste hay un majestuoso monumento de piedra porosa al borde del mar. Sí, y al borde está un profundo acantilado. Muy profundo. Muy profundo y mortal. Al pie de una alta cruz ha sido esculpida la figura de un hombre con los brazos y manos alzados, asiéndose a la cruz y su cuerpo destrozado. Impresionante. No existe inscripción descriptiva de su simbolismo ni nombre de su autor”.

la muerte de andima orueta Entre esos riscos cayó el cuerpo de Andima Orueta, periodista del diario Euzkadi que acompañó a Patxi Zubikarai a visitar el 31 de marzo el bombardeo de Durango a las once horas, dos horas y media después del genocidio fascista. La periodista Onintza Irureta recoge las palabras escritas del segundo. “Fui con Andima Orueta, reportero del Euzkadi. Era muy amigo mío y muy buen periodista. Más adelante no supe de él. Desconocemos dónde murió. Acabada la guerra, no había rastro”, quedó impreso en el reportaje de Argia.

Neila se había encargado de asesinarle y conocer el final de su vida en las aguas capitalinas de Cantabria, dato que no pasó desapercibido. El periódico Mañana publicó el 5 de diciembre de 1937 que el diario Euzkadi volvería a publicarse, ahora en Barcelona. “El Euzkadi ha pagado tributo a esta guerra incruenta que ha sido de invasión de la Patria y de exterminio para muchos miles de hermanos nuestros”, y cita a Esteban Urkiaga Lauaxeta y a Andima Orueta. “Orueta poseía innatas condiciones para el reportaje y excelentes dotes que concurrían en él”.

Andima murió a manos de la policía del republicano Neila, hombre que según narraba Aguirre “hacía detenciones verificadas en plena calle por hablar euskera, las burlas a los soldados heridos porque tenían escapulario en los Hospitales de Santander, la rotura de certificados de inutilidad extendidos por el Tribunal Militar de Euzkadi, de carnets expedidos por el Gobierno de Euzkadi, etc. Todos estos eran signos “contrarrevolucionarios” para aquellos hombres que derrochaban valentía en sus palabras aun cuando los hechos luego no lo confirmaron por ninguna parte”.

Pero… ¿existió alguna vez un exilio vasco?

La Guerra Civil y el franquismo forzaron un exilio que, en el caso vasco, fue muy diverso en ideología e identidad nacional

Un reportaje de Óscar Álvarez Gila

Entrada de las tropas franquistas en Bilbao, el 19 de junio de 1937. Fotos: Sabino Arana Fundazioa
Entrada de las tropas franquistas en Bilbao, el 19 de junio de 1937. Fotos: Sabino Arana Fundazioa

LA cuestión que encabeza este artículo no es retórica. O quizá sí lo sea. En todo caso es una pregunta que se nos ha planteado en muchas ocasiones a los que, de un modo más o menos frecuente, nos hemos acercado al conocimiento de ese interesantísimo, y a la vez esperanzador y triste momento de nuestro pasado más reciente que, a pesar de los años transcurridos, aún sigue gravitando en la memoria de la población vasca actual: la Guerra Civil.

Entre 1936 y 1939, un grupo de militares sublevado, apoyado por sectores de la derecha tradicionalista y diversos movimientos de corte totalitario, aliados con los estados que eran los máximos exponentes del fascismo europeo, acabaría derrotando en una sangrienta guerra al gobierno legítimo de la II República emanado de las urnas. En Euskadi, la Guerra Civil, aparte de provocar una dolorosa división interna entre los vascos, trajo también consigo la puesta en marcha de la tan ansiada autonomía y el nacimiento del primer Gobierno vasco, que intentó organizar la resistencia frente a la maquinaria bélica franquista entre 1936 y 1937. Tras varios meses de infructuosa defensa, la caída a fines de junio de 1937 de Bilbao y los últimos resquicios de territorio vizcaino en manos de los facciosos traería consigo, entre otras muchas dolorosas vías de represión que tendrían que sufrir los vascos leales, una específica: la obligación de abandonar forzosamente su patria para marchar hacia un exilio tan incierto como indeseado.

Las motivaciones, caracterización, ritmo y volumen del exilio fueron cambiantes a lo largo de la guerra. Desde este punto de vista, quizá tendríamos que hablar más de la existencia de exilios en plural, antes que de un exilio homogéneo y uniforme. Por su localización, la Euskal Herria peninsular presentaba unas características particulares en el contexto de los diversos territorios que se mantuvieron leales a la legalidad republicana. En los primeros compases de la guerra, la proximidad de la frontera hizo que se produjera un notable movimiento de personas desplazadas que huían de la propia guerra en busca de seguridad física, más que de protección ideológica. El avance de las tropas sublevadas por Gipuzkoa llevó a que esta corriente de refugiados tomara dos direcciones: algunos pudieron cruzar la frontera hacia Iparralde, otros, en cambio, se vieron obligados a buscar protección en Bizkaia, donde el recién creado Gobierno vasco pronto establecería un sistema de auxilio a los desplazados.

Éxodo por mar Pero ya en la primavera de 1937, la ofensiva contra Bilbao y el repliegue de las fuerzas leales del ejército, las milicias republicanas y los batallones del Euzko Gudarostea hacia Cantabria llevó a un nuevo éxodo, esta vez por mar, hacia Francia. Desde allí, las autoridades francesas obligarían a muchos a una repatriación forzada hacia Catalunya. Y ya en 1939, el fin de la Guerra Civil volvería a poner a muchos en el camino de Francia; y pocos meses más tarde, el inicio de la Segunda Guerra Mundial añadiría para muchos un nuevo capítulo de aquello que parecía un exilio sin fin, buscando la protección en el continente americano.

Por sus características, aún siguen siendo imprecisas las cifras que alcanzó el exilio de los vascos, entre las cifras elevadísimas que en su momento ofrecieron políticos vinculados del Gobierno vasco (los 160.000 exiliados de los que hablaba Ramón María Aldasoro, delegado del gobierno en Buenos Aires, en 1938) hasta cifras más modestas pero no por ello menos sangrantes, como los 80.000 exiliados que propone Koldo San Sebastián, o los 50.000 que reconoce Jesús Alonso Carballés. En todo caso, una sangría de muy grandes proporciones para un país tan pequeño.

La Historia no es el pasado, sino una ciencia que se encarga del análisis del pasado. Y para ello, lo hace usando una herramienta: el lenguaje. Los historiadores hacen, por así decirlo, como decía aquella canción de Bob Dylan que recordaba que el hombre puso nombres a todos los animales: es decir, estudian el pasado mediante la elaboración de definiciones que sirvan para clasificarlo y comprenderlo. Y por mucho que se esfuercen, las etiquetas que usan los historiadores para ello nunca son neutras, sino que están ligadas a la propia experiencia vital del historiador, a sus ideas, sus intereses y su propia visión del mundo.

El pasado es uno, la Historia es una ciencia, pero los relatos que hacen los historiadores pueden ser múltiples, siempre que se hagan desde el respeto a los principios del trabajo científico. Esto no es una debilidad, sino una característica propia de la historia, por lo que debemos entenderla desde un punto de vista positivo, ya que es desde el debate entre los diferentes relatos históricos donde se afianza el verdadero avance de la historia como memoria compartida.

El exilio vasco ha sido, de este modo, uno de esos campos donde han chocado diferentes interpretaciones de la historia. Así, por un lado, se sitúan aquellos que niegan su misma existencia. No me malinterpreten: no me refiero a los negacionistas -que haberlos, haylos- que consideran que la guerra no fue sino un divertimento y niegan incluso la existencia de la represión, los asesinatos y las fosas comunes. Hablo de aquellos que, reconociendo la realidad del exilio y estudiándolo a fondo, son renuentes a aceptar la existencia de un exilio vasco, diferenciado en sus particularidades de forma cualitativa del exilio general de los republicanos españoles. Son quienes arguyen la unidad de las fuerzas leales a la República incluso en su marcha forzada más allá de las fronteras, y que a lo sumo solo aceptan hablar de una participación vasca en lo que consideran el único objeto de estudio posible, el exilio republicano español.

Por el otro lado, están los que defienden (defendemos) que el exilio vasco ha de ser considerado como una categoría de análisis propia y definida, claramente relacionada con -pero nunca confundida- el exilio republicano en su conjunto.

‘Sociedad distinta’ Lo que se esconde detrás de este debate no es sino un reflejo de las particularidades que el caso vasco presentó dentro del conjunto de la evolución política estatal durante la época de la República y, más visiblemente, a lo largo de la Guerra Civil e incluso tras su finalización. Muchos años antes de que Canadá usara el término sociedad distinta para reconocer el carácter nacional de Quebec, el lenguaje político de la República española había acuñado un término similar, aunque no desde el respeto institucional sino desde la crítica ideológica: el Gibraltar vaticanista del que hablara Indalecio Prieto para referirse al primer proyecto de estatuto vasco (el Estatuto de Estella) venía a reflejar, en cierto modo, la realidad de una diferente estructuración y práctica política en Euskadi. El estallido de la guerra hizo aún más visibles estas diferencias. Por un lado, en Euskadi, a diferencia de España, no se estableció una ruptura entre los dos bloques, de izquierdas y derechas, en los bandos opuestos, defendiendo y atacando a la República, respectivamente.

El partido mayoritario en Euskadi, el PNV, no ocultaba su ideología moderada y su filiación católica, moldeados por una generación de políticos que había desarrollado, a lo largo de los años de la República, lo que podríamos considerar como un antecedente directo de lo que tras la guerra mundial se conocería como democracia cristiana. Para la sorpresa de muchos valedores de los sublevados, en la desorientación de los momentos iniciales del alzamiento militar pesó mucho en el nacionalismo vasco el decidido apoyo a las reivindicaciones de autogobierno por parte de las instituciones republicanas, antes que las llamadas a la unidad de los católicos lanzadas por la jerarquía de la Iglesia, en España y en el Vaticano. De este modo, la vinculación del PNV con el bando republicano, y por lo tanto, el involucramiento de un amplio sector de la feligresía y del clero vasco en contra del bando alzado, contribuyó a desvirtuar la imagen de Cruzada que habían querido imprimir a la guerra los valedores políticos, militares y religiosos del bando franquista.

No olvidemos que fue el territorio bajo el control del Gobierno vasco el único lugar de dominio republicano en el que la Iglesia católica mantuvo sus actividades en un ambiente normalizado, sin cortapisas ni persecuciones. Fue aquí donde se organizó el único cuerpo de capellanes militares con los que contaron los efectivos del bando republicano. El propio exilio vasco, encarnado en la legalidad de su gobierno y lehendakari, intento desde el principio centrar su discurso, como recoge Ander Delgado, en “demostrar que la dicotomía izquierdas revolucionarias que defienden la república frente a derechas católicas de orden enfrentadas a ella no podía ser aplicada en el País Vasco”.

Estas diferencias trascenderían al terreno del exilio, una vez que se consumaría la caída del frente vasco y, más tarde, la victoria franquista en la guerra.

Diversidad ideológica El exilio vasco, en primer lugar, presentaría de este modo una mayor diversidad ideológica en su composición. Más aún, llegó a existir incluso un exilio religioso, como un capítulo más de la represión que sufrieron amplios sectores de la clerecía vasca por parte, en una inmensa paradoja, de un Estado que se definía a sí mismo como católico y defensor de la religión. Además de los religiosos asesinados, encarcelados o extrañados a regiones alejadas, no menos de 500 sacerdotes tuvieron que ser enviados por sus superiores fuera de territorio estatal, en muchos casos reconociendo que lo hacían por prudencia, debido a las sospechas que el régimen franquista tenía sobre su lealtad ideológica. Conocidos son casos, por ejemplo, como el de Félix Markiegi: huido a Argentina, el obispo de Bahía Blanca lo tuvo en cuarentena enviándolo a una remota población de su diócesis, temiendo que como buen rojo-separatista fuera un mal ejemplo para sus sacerdotes. Además, como recuerdan Coro Rubio y Santiago de Pablo, “otra de las características del exilio vasco fue que mantuvo a lo largo de todo el franquismo una continuidad orgánica muy superior a la de otras instituciones del exilio republicano”. La supervivencia del Gobierno vasco en el exilio fue, de hecho, el modo de establecer un puente de legitimidad entre la primera experiencia autonómica y su recuperación tras la muerte de Franco.

¿Existió, por lo tanto, un exilio vasco? Sin negar la base común que compartían todos los exiliados -su oposición al régimen franquista y su derrota en la guerra-, es preciso reconocer que incluso los propios protagonistas de aquella situación eran conscientes, no solo de los elementos que los unían, sino también de los que los diferenciaban. Incluso entre los propios vascos, las lealtades ideológicas y las afinidades de origen se entrecruzaban en ocasiones, basculando entre los diversos polos de un exilio plurinacional y policéntrico. Es tiempo que en la recuperación de la memoria en la que estamos ahora inmersos, hagamos reconocer la diversidad del exilio como el reflejo de la diversidad ideológica y nacional del Estado del que procedía.