Aquella bomba olvidada

El reciente hallazgo en una casa de Bilbao de una bomba de la Guerra Civil sirve al autor para realizar un relato sobre el nacimiento y evolución de la guerra desde el aire

Un reportaje de José María Tápiz

La casa de Bilbao, en la plaza San Francisco Javier, sobre la que cayó la bomba, en una foto de los años 30. Fotos: Familia Tápiz
La casa de Bilbao, en la plaza San Francisco Javier, sobre la que cayó la bomba, en una foto de los años 30. Fotos: Familia Tápiz

DE todos es sabido que las guerras generan mucha chatarra. Chatarra a veces inofensiva pero en otras letal, como pueden ser bombas sin estallar. Sólo hace poco más de dos meses que en Alemania se ha producido el mayor desalojo de una zona habitada en dicho país desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La causa: la aparición durante unas obras de una bomba aliada de casi dos toneladas lanzada sobre la ciudad de Fráncfort durante la citada guerra. La enorme peligrosidad de la bomba hizo que se desalojara a 60.000 personas mientras duraba la desactivación de la misma. Y en zonas de conflictos tanto recientes como antiguos es frecuente que se encuentren restos de este tipo. Y de cuando en cuando salen en la prensa noticias al respecto.

Hace pocas semanas, sin ir más lejos, salió una noticia en las redes sociales que pasó casi desapercibida, sobre la aparición en una casa de Bilbao de uno de estos macabros recuerdos. En este caso se trataba de una bomba del modelo B1E incendiaria de un kilo alemana, desarrollada en los años treinta y probada para su perfeccionamiento en la Guerra Civil española. Fue uno de los modelos que los alemanes lanzaron, entre otras localidades, sobre Gernika. Estos primeros prototipos eran aún, sin embargo, poco fiables, pues en muchas ocasiones no llegaban a detonar, aunque si se lanzaban en racimo -como era lo habitual- explotaban por simpatía, al caer varias sobre una misma zona. En modelos posteriores se solventó esa carencia, siendo utilizadas con profusión durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente en los duros bombardeos de Londres durante la Batalla de Inglaterra, en 1940.

A estas alturas, seguramente muchas personas se hagan la misma pregunta: ¿por qué aparecen tantas bombas sobre poblaciones y ciudades indefensas? ¿Por qué se ataca a la población civil, cuando precisamente son ellos los más débiles en un conflicto armado, al no tener capacidad de defenderse? ¿Qué se gana con dicha estrategia?

Los bombardeos sobre la población civil se encuadraban en un nuevo modelo de guerra que se estaba desarrollando en el mundo en los años treinta del pasado siglo. La precedente Primera Guerra Mundial -conocida entonces como la Gran Guerra- había desvelado el enorme potencial que poseía la aviación. No en vano, a principios de esta los aviadores no eran más que simples exploradores aéreos, destinados a vigilar desde el aire las evoluciones de las tropas enemigas.

Con el desarrollo de la tecnología aérea, a los aparatos se les dotó de armamento y, posteriormente, de capacidad de bombardeo. Al final de la Gran Guerra todos los contendientes habían desarrollado numerosos modelos de naves aéreas, principalmente cazas y bombarderos. De esta manera, para 1918 todos los estados mayores reconocían, en mayor o menor medida, los efectos que podía causar una fuerza aérea eficaz y numerosa.

Ejércitos del aire Así, los gobiernos que con mayor claridad vieron las posibilidades de esta nueva herramienta de destrucción se aplicaron a desarrollar nuevos prototipos de aviones. Países como Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania o Italia fueron, paso a paso, desarrollando un ejército del aire capaz de cambiar en un determinado momento el curso de una guerra, como de hecho terminaría sucediendo.

Pero en una Europa en paz en los años veinte, ese esquema de guerra aérea no podía comprobarse sobre el terreno. Hubo que esperar a la siguiente década -los convulsos 30- para ratificar sobre el campo de batalla lo que los estados mayores profetizaban.

Y ese momento llegó desgraciadamente, en primer lugar en la llamada Guerra de Abisinia, que era el nombre de Etiopía entonces. Dicho país era independiente políticamente pero débil militarmente, y había puesto sus esperanzas de mantener su soberanía en la mediación internacional a través de la Sociedad de Naciones, de la que era miembro, y que era el precedente de la actual Organización de Naciones Unida (ONU). Pero la Italia fascista de Mussolini quería ampliar sus colonias en África y puso su mirada sobre Etiopía. No era la primera vez que Italia intentaba invadir Abisinia. La primera vez fue a finales del siglo XIX, pero la entonces joven república italiana fue estrepitosamente derrotada por las fuerzas nativas etíopes en la batalla de Adowa en 1896. Este fracaso alejó a los italianos de Etiopía durante más de treinta años.

Mussolini, al volver a poner en el punto de mira a Etiopía, se aseguró de no volver a repetir los errores de los italianos de décadas antes. Y para ello se apoyó especialmente en la nueva arma arriba citada: la aviación. Y en dos elementos que dicha aviación podía transportar, que eran las bombas de detonación y las armas químicas. De hecho, fue la primera guerra en la que se pudo comprobar sobre el terreno la potencialidad de los bombardeos: los soldados etíopes, mandados por oficiales mercenarios en muchos casos y carentes de armas antiaéreas, poco pudieron hacer contra el bombardeo sistemático de sus posiciones durante la breve guerra -de octubre de 1935 a mayo de 1936- que mantuvieron contra una fuerza italiana bien equipada, tanto desde tierra como desde el aire. Y a ello hubo que añadir el ensayo -luego explotado por la Alemania nazi- de bombardeos sobre la población civil, con el objetivo de quebrar la moral de los soldados que combatían en el frente, que veían que sus esfuerzos en tierra por contener al enemigo no servían para proteger ni a sus familias ni a sus ciudades.

‘Bombardeo de terror’ Nace así el concepto de bombardeo de terror, que tanta importancia tuvo luego en la Guerra Civil española y durante la Segunda Guerra Mundial. Un nuevo concepto de guerra psicológica que trazaron los alemanes en Durango y especialmente Gernika y que acabó siendo perfeccionado por los aliados, ocho años más tarde, en Hiroshima y Nagasaki.

Efectivamente, apenas acabada la Guerra de Abisinia comenzaba la Guerra Civil española. Y los efectos de la aviación se hicieron notar de inmediato: por una parte Franco consiguió trasladar a la península, con aparatos alemanes e italianos, gran parte del ejército de África en pocas semanas, ante la impotencia de los buques de la República estacionados en el Estrecho de Gibraltar que trataban de impedirlo. En una fecha tan temprana como el 22 de julio de 1936 se produce el bombardeo de Otxandio, en Bizkaia, que dejó más de medio centenar de muertos, la mayoría civiles. Este fue el preludio de otros muchos ataques en diferentes zonas de Euskadi. De hecho, la Campaña del Norte, como se definió entonces, tuvo un puntal importantísimo en la intervención aérea tanto en el frente como en la retaguardia vasca: para entonces las tropas de Mola contaban ya con la ayuda de la Legión Cóndor alemana y de la aviación italiana de Mussolini. Los bombardeos sobre poblaciones civiles cercanas o alejadas de frente comenzaron a ser frecuentes.

En algunos casos las incursiones aéreas eran imprevistas, como las de Durango o Gernika, sorprendiendo a la población en días de plena actividad económica o de feria, como ocurrió en ambas localidades. Pero en otros casos la agonía era mayor, puesto que los bombardeos se repetían una y otra vez, con la tensión y exasperación que eso conllevaba.

Así ocurrió en ciudades como Barcelona, Madrid, o entre nosotros, Bilbao. La villa no había sufrido ninguna agresión bélica desde la Segunda Guerra Carlista de 1872-1876, en la que fue sitiada y bombardeada durante febrero y mayo de 1874. Y se había perdido la memoria de aquellos bombardeos terrestres. En 1937 la situación era ya muy diferente. Los primeros ataques aéreos sobre Bilbao habían comenzado en septiembre del año anterior y se fueron incrementando a medida que avanzaba la guerra. Los efectos sobre los habitantes de la ciudad eran muy profundos. A la situación de racionamiento imperante había que sumar la obligación de refugiarse de los bombardeos cada vez que había una alarma antiaérea. En algunos casos eran simples incursiones de reconocimiento -en Bilbao a dichos aviones franquistas que sobrevolaban la ciudad para reconocer el terreno se les llamaba los alcahuetes-, pero otras veces eran ataques en toda regla. La espera, tanto en un caso como en otro, podía llegar a ser interminable.

Los bombarderos eran lentos, iban en formación -por lo que hacían un ruido considerable- y tardaban mucho tiempo en recorrer el espacio a atacar. Los refugiados podían oír los motores de los aviones acercarse más y más y también cómo las bombas caían cada vez más cerca. Al salir la angustia era comprobar si la casa en la que vivían había sido alcanzada o no. O si ese familiar del que no tenían noticias -un hijo que no llega a tiempo al refugio designado, un hermano en un refugio menos seguro- había sobrevivido o no al bombardeo. La tensión acumulada estalló de forma violenta el 4 de enero de 1937 cuando, tras un bombardeo especialmente virulento de la aviación franquista, fueron asaltadas las prisiones de Larrinaga, El Carmelo, Casa Galera y los Ángeles Custodios, dejando un balance de más de 200 presos derechistas muertos.

Los ataques aéreos sobre Bilbao no cesaron hasta la toma de la ciudad, el 19 de junio de 1937, dejando numerosas víctimas entre mutilados y fallecidos, además de múltiples artefactos sin estallar que fueron apareciendo con los años.

En el caso que abría este artículo, sin embargo, la historia tuvo un final feliz, puesto que la bomba cayó sin detonar en un momento indeterminado sobre Bilbao entre septiembre de 1936 y posiblemente, febrero de 1937. Pudo ser incluso uno de los artefactos lanzados por los alemanes en el tristemente célebre bombardeo del 4 de enero de este último año, citado arriba.

La casa de la bomba La casa alcanzada fue el bloque de viviendas de la plaza de San Francisco Javier, en el bilbaino barrio de Indautxu, concretamente el tejado del portal número 3 de dicho inmueble. Este edificio era, en aquel entonces, uno de los más sólidos de la zona -urbanizada en aquella época con muchos chalés y casas bajas- y había sido construido tan sólo un par de años antes, concretamente entre 1934 y 1935, momento en el que comenzó a funcionar como edificio de pisos de alquiler de la empresa Larrea S. L. Esta compañía había sido creada por dos señoras mayores, hermanas y solteras, cuya familia había hecho fortuna en México años antes. Una vez regresaron a Euskadi, decidieron invertir su capital en el negocio inmobiliario, encargando a la constructora Prudencio, José y Compañía la construcción del inmueble. Las obras costaron un millón de pesetas de aquel entonces y como curiosidad, en uno de los pisos de dicho inmueble vivía el destacado dirigente de Acción Nacionalista Vasca Anacleto Ortueta. El edificio, de hormigón armado, fue considerado por los peritos del Ayuntamiento de Bilbao como seguro en caso de bombardeos y fue declarado refugio antiaéreo, sirviendo como tal durante las cada vez más numerosas incursiones de la aviación del bando sublevado. Durante uno de ellos fue cuando cayó la bomba sobre el tejado de la casa, sin llegar a explotar por los defectos en el sistema de detonación antes comentados. La presencia de la bomba en el tejado se descubrió cuando uno de los vecinos de la séptima planta se percató de que tenía humedades en el techo de su vivienda y le comentó a uno de los constructores de la misma, José Tápiz, que precisamente vivía en la misma vecindad, lo que le pasaba. José subió al tejado y se encontró el artefacto incrustado en la techumbre del inmueble. Una vez avisados los artificieros y desactivada la bomba, José Tápiz se quedó con la misma como recuerdo.

Esta bomba, guardada en la casa durante ochenta años en un armario, apareció hace unas semanas durante una limpieza que su nieto José María Tápiz -autor de este artículo- realizaba en la casa con motivo de unas obras. Cuando la vio, José María -que estudió la carrera de Historia- se puso en contacto con la Fundación Sabino Arana con intención de donarla. Y así dicha bomba ha pasado a formar parte del museo de la Fundación con la intención de que no se nos olviden estos pasajes de nuestra historia reciente.

Julián Tellaeche: crear, salvar y curar el arte

El pintor Julián Tellaeche se encargó durante la Guerra Civil de recorrer la geografía vasca no ocupada por los franquistas para identificar las obras de arte que debían ser salvadas antes de la invasión

Un reportaje de Javier González de Durana

‘Maternidad’, 1922-23. Óleo / cartón, 52 x 74 cm. Colección privada.
‘Maternidad’, 1922-23. Óleo / cartón, 52 x 74 cm. Colección privada.

Mañana se cumplen sesenta años del día en que el pintor Julián Tellaeche Aldasoro (Bergara, 1884) falleció en Lima (Perú), en la Nochebuena de 1957, en un exilio iniciado con el final de la Guerra Civil y que, tras residir en Francia, lo llevó al país andino en 1952. Pero también este año se cumplen ocho décadas de unas gestiones que, encargadas por el Gobierno de Euskadi, Tellaeche cumplió de cara a salvaguardar el patrimonio artístico de Bizkaia ante la entrada en este territorio de las tropas franquistas y el posible expolio o destrucción que estas pudieran cometer en su embestida bélica. Recordemos.

Tellaeche formó parte de la segunda generación de artistas vascos surgidos al calor de la modernidad que trajo la industrialización del País Vasco después de 1875. Esa generación fue la que presentó sus primeros trabajos en el contexto de las seis Exposiciones de Arte Moderno celebradas en Bilbao entre 1900 y 1910. De hecho, Tellaeche pudo mostrar cuatro de sus iniciales trabajos en la última de aquellas exposiciones, momento a partir de cual desarrolló una intensa actividad artística y socio-cultural, con exposiciones personales en Bilbao, Madrid, Bruselas, París, Estocolmo… En 1911 formó parte del grupo impulsor de la Asociación de Artistas Vascos, constituida en Bilbao, y en 1934 participó en la creación de la Sociedad Artística GU, fundada en San Sebastián, de la que al año siguiente fue nombrado presidente, y aportó pinturas para numerosas exposiciones colectivas que entre 1910 y 1936 difundieron el nuevo arte que se hacía en Euskadi.

Más allá de alguna escena portuaria de naturaleza industrial, el universo de personajes y escenarios de Tellaeche estuvo en el puerto de Lekeitio, pero sin especificaciones que identificaran esa localidad para que pudiera parecer cualquier pueblo de la costa vasca. De hecho, en muchas ocasiones los niños y maternidades que pintó no se basaban en personas halladas en los muelles o barcos como modelos por su aspecto, sino que lo eran su mujer y sus hijos.

Vidas duras Ello era compatible con la búsqueda o encuentro de sujetos que, llevados al lienzo, transmitían claras alusiones al hecho de haber llevado una vida de duro esfuerzo en altamar: rostros macerados por la humedad, pieles resecas como cuero por los vientos o agrietadas por la edad y el cansancio o mejillas enrojecidas a causa del vino tabernario… Casi siempre vistos en primeros planos, con la mirada dirigida al espectador y un punto interrogativo.

Tras ellos, habitualmente se eleva una proliferación de mástiles y velámenes en estrecha vecindad, ocultando el mar, para generar unos paisajes artificiales de cierto aire surrealista. La intensidad del cromatismo y la descripción levemente expresionista de los individuos plasmados en sus lienzos, unido a lo anterior, señalaban a un autor de singular personalidad artística.

Los hechos que vamos a recordar ahora se refieren a los sucedidos en torno a la evacuación a Francia de obras de arte que el Gobierno de Euzkadi consideró se encontraban en peligro, unos hechos en los que el pintor bergarés colaboró estrechamente con su amigo el también pintor José Mª Ucelay, este como director general de Bellas Artes nombrado por el lehendakari José Antonio Aguirre el 23 de octubre de 1936, y Tellaeche como conservador de Museos dentro de dicha Dirección General, cargo al que accedió meses después de haber recibido la encomienda por parte del Bizkai Buru Batzar del PNV de proteger el arte existente en las iglesias del País Vasco, tarea con la cual adquirió experiencia en la defensa del patrimonio artístico que resultó de enorme valor para las decisiones que el Gobierno vasco tuvo que adoptar y las gestiones que realizó, todo ello en cumplimiento del decreto de protección del “patrimonio artístico, cultural e histórico existentes en territorio vasco”, aprobado por el Gobierno el 12 de octubre de 1936.

Dado que el ejército franquista avanzaba desde Gipuzkoa, las primeras tareas consistieron en preservar los bienes situados en la muga oriental de Bizkaia: Zenarruza, Elgeta, Markina, Lekeitio, Mendexa, Elorrio…, tanto de iglesias como de palacios privados dotados con valiosas bibliotecas, colecciones de pinturas, etc. Aunque Tellaeche se incorporó oficialmente al organigrama del Gobierno a principios de enero de 1937, ya desde finales de octubre se dedicó a recorrer el territorio para señalar los objetos concretos que debían ser retirados para su protección. Ambos eran artistas, pero el reparto de tareas entre Ucelay y Tellaeche consistió en que mientras el primero se movía más en el terreno de lo político, el segundo lo hacía sobre el territorio real del país. También algunas residencias privadas en Getxo, lejos del frente, fueron visitadas para la retirada de bienes y, al examinar los nombres de los afectados, se encuentran los de aquellos que estaban vinculados a la Falange y la derecha conservadora como los de gentes cercanas al nacionalismo vasco y la adscripción republicana. No se advierte, por tanto, que en la selección hubiera afán de especial protección para unos y de anhelos de expropiación para otros, sino pura prevención.

Seguimiento en París Trasladados los bienes artísticos a Francia, tanto los destinados a ser mostrados en la Exposición Internacional de París, vía puerto holandés de Ijmuiden, como los recogidos para ser protegidos, vía puerto de La Pallice-La Rochelle, el tándem Tellaeche-Ucelay quedó encargado de su seguimiento y, paralelamente, de la presentación de parte de ellos en la sección vasca del pabellón español de la Exposición Internacional, en la cual se presentó el Guernica de Pablo Picasso.

A finales de marzo-principios de abril de 1937, Ucelay asumió oficialmente el comisariado de la sección de Euzkadi, se integró en el Comisariado General del pabellón y nombró a Tellaeche subcomisario, si bien había sido éste quien en febrero de 1937, junto con Jon Zabalo, Txiki, se ocupó de seleccionar las obras del Museo de Arte Moderno de Bilbao que se mostrarían en París.

A propósito del Guernica quiero aclarar una cuestión. En diversos textos publicados se afirma que fue Tellaeche quien planteó la idea de sustituir la pintura de Picasso por el Tríptico de la Guerra, de Aurelio Arteta. Ignoro de dónde procede esta absurda idea, pero como ya dejé demostrado hace un año en mi libro Guerra, exilio y muerte de Aurelio Arteta (1936-1940) esto nunca sucedió porque Arteta no lo hubiera consentido, porque esa decisión no correspondía al Gobierno de Euzkadi, sino al español, y porque el Tríptico de la Guerra ni siquiera estaba pintado aún, ni lo estuvo hasta muchos meses después de que la Exposición Internacional estuviera concluida.

Lo que sí se puede asegurar es que, en protesta por el previo bombardeo de Durango, el pintor de Bergara desfiló en la manifestación organizada por la Liga de los Derechos del Hombre que recorrió París, desde el cementerio Père Lachaise hasta la Place de la Republique, el 26 de abril de 1937, mismo día en que Gernika era atacada.

Asimismo, Tellaeche aparece en la fotografía tomada en el mes de julio ante el Guernica junto con José Antonio Aguirre, con motivo de la visita oficial de este último al Pabellón de la República junto con la comitiva integrada por José Gaos, comisario general del Pabellón; Rafael Picavea, delegado del Gobierno de Euzkadi en París; Antón Irala, secretario general de la Lehendakaritza; Pedro Basaldua, secretario personal del lehendakari, y Francisco Basterrechea, diputado del PNV y supervisor en la Delegación Vasca en París.

Tras concluir la Exposición Internacional, con parte de las obras mostradas en la sección vasca se organizó una exposición más pequeña para realizar una itinerancia por diversos paisajes europeos con un mensaje vasquista y propagandístico en torno a la cultura, al mismo tiempo que lo hacía también el grupo de bailes y canto Eresoinka, creado en septiembre de 1937. Con este grupo colaboraron varios artistas vascos, entre los que Tellaeche se encargó de la decoración y el vestuario, mientras sus dos hijos, “combatientes voluntarios del Ejército de Euzkadi”, se encontraban prisionero y enfermo uno, y desaparecido el otro.

Nombrado responsable del tesoro artístico vasco en el exilio, Tellaeche cuidó los 44 embalajes en que se guardaban las obras de arte sacadas de Euskadi y fue responsable también de devolverlas a partir de agosto de 1939. Museólogo y museógrafo, su tarea fue impecable y leal desde donde le correspondió estar.

En 1944 su hijo Ramón se trasladó a Perú, junto con su familia. El otro hijo, Alberto, quedó en Bilbao. Tras la muerte de su esposa, Carmen Vallet de Montano el 20 de julio de 1952, Tellaeche arribó a Lima, capital en la que se instaló, si bien a los cuatro meses de llegar a ella le confesaba a José Antonio Aguirre que “el ambiente de esta ciudad de mercaderes me asfixia y tengo la triste impresión de estar enterrado en vida. Como tengo la convicción de que nunca podré desarrollar aquí ninguna de mis actividades posibles, a poco que viva, mi ruina material es inminente y lo que es peor me temo que la siga paralelamente mi ruina moral. Total, que caigo en cuenta un poco tardíamente que abandoné la partida antes de tiempo, dándome por vencido, cuando en realidad lo único que me hacía falta era un reposo de unos meses”.

A pesar de sus negros augurios iniciales, Tellaeche fue contratado por la Unesco para crear y organizar la escuela de restauración de cuadros coloniales en el limeño convento de San Francisco, llegando a ocupar el cargo de director del Tesoro Artístico Nacional. No obstante, como ha venido sucediendo con tantos exiliados en América, artistas o profesionales de otros oficios, es poco lo que sabemos sobre los años vividos allí. Si los dieciocho meses mexicanos de Arteta revelaron un universo sorprendente, los cinco años de Tellaeche, con cargos y responsabilidades públicas, nos mostrarían la enorme capacidad de este artista para reinventarse mediante el trabajo creativo… y quién sabe qué más.

La firma fascista que mancilló el libro de honor de la Casa de Juntas

El general piazzoni, de la aviación italiana que participó en el bombardeo de gernika, dejó su rúbrica y dedicatoria el 29 de abril de 1937 el día que los fascistas entraron al municipio

Un reportaje de Iban Gorriti

Dos soldados franquistas custodian el Árbol de Gernika, días después del bombardeo. Foto: Gernikazarra
Dos soldados franquistas custodian el Árbol de Gernika, días después del bombardeo. Foto: Gernikazarra

hay una pregunta que ronda la mente del historiador Alberto Santana: “¿Por qué los fascistas no destruyeron el Árbol y la Casa de Juntas de Gernika-Lumo en el bombardeo del 26 de abril de 1937?”. Y la interrogación se hace bola de nieve al aportar curiosos datos para la reflexión. El estudioso y también presentador de televisión asegura que la Casa de Juntas foral tenía entre 1914 y 1944 su Libro de Honor para recoger firmas y testimonios de las visitas. Sobre sus páginas dejaron también sus impresiones y firmas diferentes sublevados y aliados contra la legítima Segunda República. Entre ellos, destaca la del comandante Sandro Piazzoni, general en jefe de la Brigada Flechas Negras italo-española, que participó en el bombardeo de la localidad.

Antes de saber qué escribió Piazzoni, Alberto Santana dibuja sin quererlo un boceto picassiano al afirmar que “Gernika fue la santa violada y asesinada por sus, entrecomillas, redentores”. Partiendo de ese axioma, pasa a imaginar, la villa el 29 de abril de 1937. Es decir, tres días después del bombardeo que protagonizaron la Legión Cóndor de Hitler y las también fuerzas aliadas fascistas de Mussolini el 26 de abril sobre la localidad vizcaina y otras anexas.

Lo narra Santana: “Aún ciudad todavía en llamas, sembrada de ruinas y cadáveres, una hora después de entrar en Gernika con sus tropas, al comandante Sandro Piazzoni, general en jefe de la Brigada Flechas Negras, le mostraron el Libro de Honor de las Juntas y escribió en él en italiano mezclado con palabras castellanas: “En el día de su Santa Redención, con todos mis Flechas Negras que entran en la ciudad justo a continuación de las columnas Iglesias (teniente Ricardo Iglesias), Sparta -en referencia al comandante José Martínez Esparza-, de la Brigada de Navarra (4ª), mando a la ciudad santa de Vizcaya, hoy aún más Santa, un saludo fraterno”, se despide no sin antes ser más preciso, como sabiendo que fue tan histórico como cruel, “a 29 de abril de 1937. Hora: 12,45. Viva España. Arriba España. El General Jefe de la Brigada Flechas Negras”.

Sobre la fotografía que aporta a nuestro imaginario el historiador vasco se leen, además, otros manuscritos de esa misma jornada. “Por la 4ª Brigada de Navarra que liberó a Guernica, incorporando a esta histórica villa a la España Nacional”, acuñaba el teniente ayudante de la División fascista.

Quien fuera parte del equipo del recordado programa La mirada mágica de ETB, muestra, además, un curioso retrato del citado Sandro Piazzoni. “Está personalmente dedicada por Piazzoni al subteniente Tulilla, que participó en la ocupación de Gernika y una semana más tarde se distinguió en la batalla del monte Jata del 7 de mayo de 1937”, matiza.

Curiosa también es la inscripción que se hace tres meses después -hay más de mil en el libro- de manos de un requeté, Francisco Biafo y Ortiz: “Al visitar por primera vez este noble templo de nuestras tantas libertades una vez más digo: Viva España, Viva Euskaleria. Viva Vitoria. Viva Álava. Viva los fueros”, escribió el 21 de noviembre de 1937. En publicaciones como En el requeté de Olite, de Mikel Azurmendi, o Requetés de las trincheras al olvido, de Pablo Larraz Andia, se cita cómo en sus tercios, en muchas compañías, algunos solo hablaban euskera. Por esa razón, se vieron en la tesitura de poner mandos intermedios que hablasen ambas lenguas para poder transmitir las órdenes a la tropa en euskera.

libro desaparecido El libro de honor de la Casa de Juntas (1914-1944) se encuentra en paradero desconocido. Fue robado y no se ha vuelto a saber nada. Antes de ello, Joseba Iribar, investigador de todo lo relacionado con el Árbol de Gernika y la Casa de Juntas tuvo el acierto premonitorio de fotocopiarlo y gracias a él, en cierto modo, sigue existiendo. El blog de la Asociación Sancho de Beurko es quien da a conocer el trabajo desempeñado por el investigador barakaldotarra en una entrada sobre la desaparición del libro y sobre el lehendakari Aguirre, en su web sobre el cinturón de hierro.

Un vasco, precursor de los kamikazes japoneses

La aviación republicana considera al teniente elorriarra Félix Urtubi Ercilla como el primer piloto que derribó a un avión enemigo mediante la técnica del espolonazo

Un reportaje de Iban Gorriti

El avión Breguet que Félix Urtubi pilotaba cuando asesinó a su escolta con una pistola. Foto: DEIA
El avión Breguet que Félix Urtubi pilotaba cuando asesinó a su escolta con una pistola. Foto: DEIA

LA poco conocida biografía del aviador republicano Félix Urtubi Ercilla ha sido heredada con tono grandilocuente y laudatorio como personaje histórico, mítico. Hay quien se aventura a calificarle como el primer piloto kamikaze de la historia porque murió en combate cuando, tras ser tocado, decidió mediante la acción del espolonazo derribar al aeroplano fascista contrario. Tenía 32 años. Ocurrió tan solo un mes después de estallar la Guerra Civil. Al de pocos años, Japón llevaría a cabo esa práctica de forma habitual contra los estadounidenses en días de la Segunda Guerra Mundial.

Félix Alejandro nació en Elorrio en 1904 y fue vecino de Arrasate y de Aretxabaleta, municipio del que su abuelo fue, además de filósofo licenciado y boticario, alcalde. De hecho, se le reivindica como el regidor que proclamó la Primera República en la localidad guipuzcoana en el siglo XIX. De su abuelo heredó no solo el apellido, sino también el nombre de pila.

Urtubi era descendiente de una saga de farmacéuticos atxabaltarras, ése fue el caso de su padre Pablo Urtubi Errazquin. Su madre, Matilde, sin embargo, era de Udala. Ya a una edad temprana, quiso ser aviador. El matrimonio vivía en Arrasate, en la calle Iturriotz. El miembro de Intxorta 1937 Kultur Taldea, José Ramón Intxauspe, estudió su figura y ha publicado el resultado en el libro Gerra Zibila Aretxabaletan. Ezin ahaztu! En el mismo recoge que Urtubi ingresó en “el Arma de Aviación, destacando desde sus inicios por su arrojo y determinación. Durante su periodo de instrucción como cabo piloto ya dejó entrever su espíritu luchador”, valora.

Con motivo de un concurso de patrullas y encuadrado en el Grupo 33 de Burgos se vio obligado a tomar tierra por avería del radiador. “Ni corto ni perezoso se echó el radiador al hombro y recorrió los kilómetros que le separaban de la localidad más cercana. Allí soldó el radiador y volvió de igual forma para montarlo y salir nuevamente en vuelo”, relata el historiador. Tras numerosas hazañas, su carácter le llevó a que le abrieran un expediente al considerar que “no cumplió correctamente con un servicio ordenado”, analiza Intxauspe. Por este motivo, le enviaron a Marruecos. De Getafe debió trasladar al general Cabanellas.

El 18 de agosto de 1936, día del golpe de Estado de militares españoles contra la Segunda República, Urtubi estaba en la base de Tetuán. “La guerra le coge en el escenario menos deseado para él -republicano como era-, dentro de la zona rebelde”, agrega Intxauspe.

Al guipuzcoano le envían a Sevilla, pero por su posicionamiento republicano le ponen un escolta en la parte trasera. Urtubi llevó oculta una pistola y al sobrevolar el Estrecho de Gibraltar disparó contra su guardián Juan Miguel de Castro Gutiérrez, dejándole sin vida. “Sin perder tiempo y con mucha sangre fría pone rumbo a su aparato hacia zona republicana”, tras lo que aterrizó en Getafe.

El 18 agosto su avioneta fue derribada en Extremadura por un piloto nazi. Le dieron por muerto cuando Urtubi había saltado en paracaídas y se internó en los montes donde por poco lo fusilan. Llegado a zona gubernamental, con el avance faccioso del general Yagüe para conquistar Madrid efectuó un vuelo de reconocimiento sobre Toledo. Le salió al encuentro una patrulla de tres aviones fascistas italianos. “Urtubi -relata Intxauspe-, en tan desigual lucha, logró derribar a uno de sus oponentes pero finalmente, viéndose perdido sin municiones, se abalanzó sobre uno de los aparatos italianos logrando embestirlo y precipitándose los dos aviones en llamas al suelo”.

Ascendido a capitán “Su final estaba escrito, ya que lo había anunciado con anterioridad a sus camaradas: “El día que no pueda hacer otra cosa perderé la vida; pero no se me escapará el avión enemigo”, agrega el de Intxorta 1937. Intxauspe también le reconoce como el primer kamikaze por llevar a la práctica el llamado espolonazo. “Fue el precursor de los kamikazes. No pasó inadvertida esta proeza heroica para los corresponsales de la prensa republicana madrileña, titulando sus artículos con frases como Gloriosa muerte de un caballero del aire. El teniente aviador Urtubi ha muerto como mueren los héroes”.

Murió a los 32 inviernos con graduación de teniente y ascendido con carácter póstumo a capitán. Estaba casado con María Cruz Robla Román y tenían una hija de tres años, Matilde (1933), nombre de su madre. El también componente de la asociación Intxorta 1937 considera a Urtubi “uno más entre tantas personas que han quedado ocultas por el paso del tiempo”.

Fusilamiento, amor de juventud y destino

Eloy Resano fue llevado a fusilar por el padre de Benito, que después se convertiría en el marido de su nieta Amelia

Un reportaje de Iban Gorriti
Benito Salvatierra y Amelia Resano terminaron juntos a pesar de las dificultades. Foto: Iban Gorriti
Benito Salvatierra y Amelia Resano terminaron juntos a pesar de las dificultades. Foto: Iban Gorriti

Hay historias de la guerra que sorprenden por su combinación de muerte, amor y, en este caso, destino. Son pasajes que, en ocasiones, se asemejan a guiones de película. La historia, en este caso, gira en torno al abuelo Eloy Resano, a su nieta Amelia Resano Campo (1950), y a Benito Salvatierra Del Campo (1946). Amelia y Benito forman una entrañable pareja navarra, republicana y activista del memorialismo en la que el padre de él fue quien llevó a fusilar al abuelo de ella el 27 de julio de 1936. A día de hoy, es uno de los más cien mil cuerpos desaparecidos aún en el Estado.

Eloy Resano Caparroso fue uno de los primeros asesinados tras el golpe de Estado militar contra la legítima Segunda República. “Toda la historia entre ellos me conmueve”, enfatiza con aprecio Mauro Saravia, fotógrafo vasco-chileno que aporta las primeras pistas a DEIA sobre esta extraordinaria microhistoria.

Pero no acaba ahí el periplo vital de la pareja. Es el momento de rebobinar 80 años atrás y, paso a paso, poner cada pieza en su sitio. El 27 de julio de 1936, los derechistas sublevados contra la democracia fusilaron a Eloy Resano en Zuñiga y a otros seis hombres en la orilla del río Ega, junto a un humilladero, según la tradición oral. Él era natural de Lodosa y “concejal de CNT o UGT, no hemos podido saber a ciencia cierta de cuál de las dos siglas”, explica a este diario su nieta Amelia.

Esta última, ella, hoy también abuela, es la protagonista de la siguiente gran historia de amor. “En 1965, cuando yo tenía 15 años, Benito venía de Antsoain a fiestas de Lodosa. Y empezamos, como era entonces, más a tontear que a salir juntos”, recuerda con la inocencia de entonces. Pero la alegría se volvió olvido por unas palabras del padre de Amelia, Cele. “Un día me preguntó a ver si ese chico que me esperaba debajo de casa era hijo de Zacarías y Dorotea. Le dije que sí, y me respondió que no quería que anduviera más con él, que nunca se sentaría a una mesa con ellos”.

A pesar de sus sentimientos encontrados, Amelia dejó de verse con Benito. “Le dije que no más”. Y pasaron 35 años sin verse. “Nunca”, subraya. Tanto Amelia como Benito se casaron con otras personas.

Un 24 de abril volvieron a coincidir en Lodosa. “Entre nosotros brotó la chispa otra vez. Él llegó a decir ese día que se tenía que haber casado conmigo”. A día de hoy, suman 17 años juntos como pareja casada hace dos años y medio. Son parte del colectivo de recuperación de la memoria histórica Gurugú. Es más, Benito es el presidente de la entidad, él que aún no sabía por qué, de jóvenes, Amelia le había dejado. “Cuando llevábamos -apunta Amelia- cinco o seis años juntos, al venir él de trabajar, le dije que le tenía que contar algo y se puso blanco. Le dije que su padre fue quien llevó a mi abuelo a fusilar, y se llevó el mayor de los disgustos de su vida porque nadie le había contado nada en su familia y me dijo: cariño, siempre te he apoyado, y desde este momento en adelante te voy a apoyar aún más”.

Habla Benito: “¡Imagínate! Yo no tenía ni idea. Aquel día la noté intranquila…. Soy memorialista y voy a seguir siéndolo. Yo no tengo por qué reconciliarme con el pasado de mi familia. Yo voy a seguir luchando por la memoria histórica”, subraya.

Treinta y cinco años después les volvió a unir el primer sentimiento. “Es el destino el que nos unió. Cuando ella tenía 15 años, su padre, lógicamente, estaba resentido. Y a mí era la mujer que me gustaba. Al final, 35 años después, fue el corazón el que dio un vuelco”, proclama Benito.

El año pasado el colectivo Gurugú con el apoyo de los ayuntamientos de Lodosa y Zuñiga instaló un monolito en recuerdo a aquellos fusilados a la orilla del río Ega tras no dar con los restos. “Después de muchos años de silencio y de intentos fallidos, no pudimos recuperar sus cuerpos, pero al menos sí su memoria. Y nuestro compromiso es que su recuerdo y ejemplo se transmita ahora de generación en generación porque mi abuelo fue ídolo para mí. Aunque resulte chocante, me siento de alguna manera afortunada: prefiero que lo mataran por estar en esa parte que con los otros”, dijo Amelia.

Ella es nieta de aquel concejal republicano que también perteneció a una gestora municipal de Lodosa del PSOE y que era amante de la música, la poesía y la lectura. Curiosamente, aún era conocido en el pueblo como el Niñito de las monjas. “Mi abuelo vivía en la calle que se llamaba Detrás del Hospital, junto al colegio y capilla de las monjas. Una de las religiosas le quería muchísimo. Por ello siempre nos decían: si Sor Ana hubiera estado aquí, a tu abuelo no lo fusilan, porque lo hubiese escondido debajo de sus faldas”.