Al barqui, barqui

Una de dos. O les ha dado el chivatazo un topo infiltrado entre los bañistas o tienen sensores de movimiento enterrados, porque ha sido atornillar la sombrilla en la Costa Brava y empezar a desfilar ante mí una legión de estilistas y vendedores ambulantes entregados. Una mujer oriental insiste en masajear mis chichas blanco nuclear, otra de raza negra quiere trenzarme las greñas y una tercera, autóctona, venderme uno de los vestidos playeros que lleva colgados del brazo. Rechazo las tres ofertas y apenas termino de rasear con crema solar protección 300 a la cría -el año que viene la cemento y me ahorro horas y horas de pringoso trabajo-, contraatacan un tatuador, un hombre que ofrece piñas y cocos y un africano cargado de cinturones, bolsos y gafas de sol. Por un momento, dudo de si he extendido la toalla en la playa o en un centro comercial tapizado de arena. Idea que termino descartando solo porque no veo ningún Zara a mano.

Mientras me pregunto si el del «¡barqui, barqui!» se habrá jubilado o le habrán cerrado la franquicia, temo que estén al caer los vendedores de implantes de silicona, jarras de sangría y triquinis para hacer posados a lo Anita Obregón. Resumiendo, si su jefe le sigue endiñando marrones hasta el último minuto y no ha tenido tiempo ni para comprarse unas chanclas, que no cunda el pánico. Puede tumbarse en la playa con el traje chaqueta de la oficina y customizarse en menos que se derrite un helado.

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