Papá Pitufo

Qué quieren que les diga. A mí eso de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid me recuerda a una excursión con las monjas del colegio, pero a lo bestia. De aquellas en las que todas las niñas de la clase, incluida la pitagorina, torturábamos al chófer del autobús entonando Para ser conductor de primera, acelera, acelera. ¿Pero qué tipo de cántico suicida era ese? ¿En qué parte del catecismo venía que daba puntos hacer el kamikaze? Por si fuera poco con azuzar al pobre hombre para que se estampara en una curva con cuarenta escolares, le minábamos la moral gritando El señor conductor no se ríe, no se ríe, no se ríe. Seguro que ese acoso hoy día está penado por ley. Inexplicablemente -entonces no existía eso del síndrome del chófer quemado– llegábamos sanas y salvas al Santuario de Nuestra Señora de Estibaliz, de donde las más pelotas se llevaban como recuerdo una postalita y lo más de lo más, una molona virgencita fluorescente que brillaba en la oscuridad.

Aquello me debió de dejar marcada, pero para mal, porque todo lo que leo estos días sobre el macrofiestón católico me da yuyu. Que si una capsulita con sangre de Juan Pablo II, que si un joven mexicano pirado… Hasta el papamóvil -es retorcido, lo sé- se me antoja un terrario. Benedicto XVI espera que el evento sirva para evangelizar a las nuevas generaciones, pero mi hija al único papa al que profesa devoción es a Papá Pitufo. Y mientras, en el cielo, Gérard Depardieu meando.

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