Mi madre es una zombi

DICEN que hay vida más allá de los hijos, pero es tan difícil encontrarla como en Marte. Nada más nacer te privan del sueño para anular tu voluntad y, a la que te descuidas, te mean para marcar territorio. A partir de entonces, ya eres suya. Y tu tableta también. Fuera amigos. Fuera aficiones. Fuera películas para mayores de 7 años. Fuera cualquier placer que no sea desvanecerse en el sofá sin clavarse una ficha de Lego en las costillas.

En esas condiciones de semiesclavitud, una llega a comprimir en formato Zip sus necesidades más básicas: come mientras rasca la vitrocerámica, se peina sentada en la taza y se viste con lo que descuelga del tendedero para evitar doblarlo. ¿Y la plancha? No me hagan reír. A lo sumo, MEJOR-DISFRAZ-ZOMBI-MADREusará la de los langostinos en Nochevieja. Llegados a ese punto en el que una se quita las legañas mirándose en los retrovisores, camino del colegio, no es de extrañar que el otro día una madre me preguntara por qué iba de zombi si ya había pasado Halloween. “No voy de zombi, voy de lunes y las ojeras son mías”. Para evitar confusiones, el martes me peiné y me puse minifalda. “Tienes unas piernas bonitas”, quiso arreglarlo. “Dejémoslo en que tengo piernas”. La verdad es que no había reparado en ellas. Me vine arriba y el miércoles me pinté el ojo. Solo uno porque justo el crío se lió a galletas (María) con la cría. Hoy me he decantado por un mono de retirar avispas asesinas. Mano de santo, oigan.

arodriguez@deia.com

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