Queremos jugar, pero nunca tenemos tiempo

QUEREMOS jugar. Pero no a la lotería, ni a las apuestas deportivas, ni a la ruleta. Queremos jugar a defender a los peluches con las espadas láser, a apagar fuegos disfrazados de bomberos, a lanzarnos cojines hasta que tiemblen las lámparas. Queremos jugar, pero no encontramos el momento, porque cuando nos vamos a trabajar nuestros hijos están dormidos. Y índicea veces también lo están cuando volvemos. Porque si están despiertos apenas nos da tiempo a ponerles el desayuno y meterles prisa para que se calcen, antes de despedirlos con un beso a las puertas del colegio. Porque a las tardes, cuando dejamos caer el bolso, el portátil o la caja de herramientas sobre la mesa de la sala y avanzamos por el pasillo, un pequeño resplandor nos hace presagiar lo peor. No es un monstruo que ha venido a vernos. No es un muerto viviente despistado que sigue celebrando Halloween. Es la luz de la lamparita de estudio que alumbra un cuaderno y un libro de texto. Toca explicar, traducir, refrescar lo olvidado, corregir, preguntar la lección… Y luego la ducha y la cena y los dientes y el beso a los pies de la cama. Y la masa para hacer galletas de colores caduca. Y el Monopoly sigue sin estrenar. Y crecen dejando nuevo el zoo de Playmobil. Algo debemos estar haciendo mal porque queremos jugar, pero entre las irreconciliables jornadas laborales y los deberes, nunca tenemos tiempo.

arodriguez@deia.com

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