Hasta la coronillavirus

MEDIADOS de febrero. San Valentín o así. Llego a casa y veo por el rabillo del ojo una caja sobre mi mesilla. Vade retro. A ver qué se le ha ocurrido esta vez. Espero que se pueda revender por Wallapop. Me acerco. Es un pack de diez mascarillas. Pero no de esencia de pepino. Mis ojeras hace tiempo que fueron desahuciadas. Son mascarillas de las de coronavirus. A este se le ha ido la olla, pienso. “Son de las buenas”, aclara orgulloso. Como si fueran joyas. Lo confirmo, se le ha ido la olla sí o sí. “¿Y para qué quiero yo esto?”. “Para el trabajo”. “Ah, claro, ahora que lo dices mañana tengo una rueda de prensa en Wuhan”. Hago como que lo he soñado. No es ni de lejos el obsequio más raruno que me ha hecho. Al de dos días, me encuentro otra mascarilla en la mesa de la sala, esta vez en un práctico envase individual. “Para que la lleves en el bolso”, sugiere. Sopeso ponérmela por si se ha contagiado del histeriavirus y me lo pega. No lo hago por no asustar más a las criaturas, que bastante tienen. “Aita se ha vuelto loco. Nos está diciendo todo el día que nos lavemos las manos”, se quejan. A este paso se las despellejan. Los buzos blancos, me digo, tienen que estar al caer. Principios de marzo. Lo que parecía un regalo de perogrullo se cotiza a precio de gulas en internet y al virus le ha dado por hacer un tour con escala en Euskadi. Me tragaría mis propias palabras si no fuera porque he dado positivo en alarmitis y llevo una mascarilla puesta.

Arantza Rodríguez   

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