Un ratito más en mi cápsula

SER el negro de los Reyes Magos, en sentido literario, ya me entienden, es un trabajo en sí mismo. Igual que rebozar croquetas como si no hubiera un mañana. O que tratar de terminar con los restos de los tuppers de tu madre antes de que ellos lo hagan contigo. Poseída por ese síndrome posnavideño que te escalfa el cerebro como el virus de la gripe, con los trapecios acartonados de llevar al crío encima para ver la cabalgata y el moratón nalguero tatuado en la pista de patinaje sobre hielo, ayer me dispuse a ponerme al día de la actualidad, más allá de los chascarrillos de Las Campos y la cartelera de cine infantil. Qué bajonazo, oigan. Fue echar un vistazo a las webs -pederastia en Donostia, supuestas fotos eróticas de Nadia…- y cortárseme el bocadillo de polvorones. Así que, si me lo permiten, por esta semana me quedaré un ratito más en mi cápsula de espumillón. Montando y poniendo pegatinas a las 1.300 piezas de la nave interestelar. Cargando la batería de la mascota interactiva, que se queda sin resuello a nada que hace el pino puente. Pensando si denuncio a la juguetería que prometía en su catálogo que su aspirador funcionaba como “los de verdad”. El crío se pasa horas dando vueltas por las alfombras con ese trasto sin agujero. Se ensaña con las pelusas. Creo que empieza a sospechar que no succiona. Voy a reclamar daños morales. No por él. Por mí, que ya me había hecho ilusiones…

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Queremos jugar, pero nunca tenemos tiempo

QUEREMOS jugar. Pero no a la lotería, ni a las apuestas deportivas, ni a la ruleta. Queremos jugar a defender a los peluches con las espadas láser, a apagar fuegos disfrazados de bomberos, a lanzarnos cojines hasta que tiemblen las lámparas. Queremos jugar, pero no encontramos el momento, porque cuando nos vamos a trabajar nuestros hijos están dormidos. Y índicea veces también lo están cuando volvemos. Porque si están despiertos apenas nos da tiempo a ponerles el desayuno y meterles prisa para que se calcen, antes de despedirlos con un beso a las puertas del colegio. Porque a las tardes, cuando dejamos caer el bolso, el portátil o la caja de herramientas sobre la mesa de la sala y avanzamos por el pasillo, un pequeño resplandor nos hace presagiar lo peor. No es un monstruo que ha venido a vernos. No es un muerto viviente despistado que sigue celebrando Halloween. Es la luz de la lamparita de estudio que alumbra un cuaderno y un libro de texto. Toca explicar, traducir, refrescar lo olvidado, corregir, preguntar la lección… Y luego la ducha y la cena y los dientes y el beso a los pies de la cama. Y la masa para hacer galletas de colores caduca. Y el Monopoly sigue sin estrenar. Y crecen dejando nuevo el zoo de Playmobil. Algo debemos estar haciendo mal porque queremos jugar, pero entre las irreconciliables jornadas laborales y los deberes, nunca tenemos tiempo.

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Del universo al huerto

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DECIMOTERCER día de penitencia, esto es, de vacaciones escolares. 23.45 horas. Cama de 90. Sudando la gota gorda con el crío fundido como un tranche-tte sobre mi espalda. Tras unos minutos de silencio, le doy por dormido y me dispongo a fugarme. “Ama, yo no quiero ir al cielo”, me suelta. Y ahora es un sudor frío el que me recorre el cuerpo. ¿Querrá decir que prefiere ir al infierno? ¿Me estará contando sus últimas voluntades? ¿Se habrá muerto el aitite de algún amigo y le habrán explicado lo del alma y todo eso? Si no fuera porque llevo puestas las aletas de buceo -¿qué pasa?, en algún momento me las tenía que probar-, saldría corriendo. Barajo darme un golpe en la nuca con un objeto contundente para poder descansar unas horas, pero estoy sepultada entre peluches. “¿Y por qué no quieres ir al cielo?”, pregunto expectante, hecha un matojo de nervios. “Porque se le puede acabar la gasolina al cohete y entonces me caigo y me hago un chichón”, me dice. Acabáramos. Pensaba que se avecinaba una conversación trascendental, de esas en las que encadenan un “¿por qué?” con otro hasta el amanecer, y esto va a ser tan simple como llenar un depósito. Al menos tiene claro que al espacio se llega en una sofisticada nave y no agarrado a los pies de un angelito. ¡Ya lo tengo! Seguro que quiere ser astronauta. Y me felicitará las navidades desde Marte por Skype. Sí, es eso. “Ama, ¿de dónde salen las sandías?”. Ya me ha matao.

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El fin del bicorderismo

cena nochebuenaforgesDE toda la vida de Dios en las fiestas navideñas se ha comido carne o pescado en tu casa o en la mía, pero agárrense los machos porque, entre los resultados de las elecciones y los txakolis de Santo Tomás, algunos se han venido arriba. Talo con chorizo en alto, más de uno pronosticaba ayer el fin del bicorderismo y la necesidad de someter a escrutinio los menús de Nochebuena y Navidad para hacer valer la voluntad de los comensales. Hubo quienes se aferraron al tradicional cochinillo como a un salvavidas y un poco más y se ahogan y quienes sudaron la gota gorda para intentar retener a un besugo que se les escapaba de las manos. Otros, en cambio, se pusieron morados a porciones de quesito. La peña quería cambiar de platos, lo ha expresado en las urnas y ahora pretende trasladarlo al mantel. Al noviete de mi sobrina, la jipi, que piensa adosarse por primera vez a las celebraciones en su calidad de archivo adjunto, se le ha ido literalmente la olla. Dice que es “ineludible e inaplazable” garantizar por ley una renta de garantía de langostinos, así como un hueco digno para sestear en el sofá tras la papeada. Se le ha subido el afán justiciero por las rastas hasta tal punto que reclama reformar los estatutos familiares para que su opinión tenga el mismo valor que la nuestra, que llevamos años fichando. Los entremeses pintan duros de roer. Esperemos alcanzar un pacto antes de que nos den las uvas.

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Muñecos de trapo

LA campaña está causando estragos. Catálogo de juguetes en mano, me he sorprendido pensando si no tendría éxito un kit de debate de la señorita Pepis para dos o cuatro jugadores. O un tragabolas electorales, con cuatro ciudadanos boquiabiertos, en vez de hipopótamos, dispuestos a comulgar con ruedas de molino culo en pompa. He vuelto en mí al ver las Nancys. Llámenme gore, pero añoro aquellas tardes en las que rodaban sus cabezas por la moqueta. Entonces las muñecas no se tiraban por una simple decapitación. Si perdían la sesera, se volvía a sujetar con una goma al muelle y tira millas. Una vez desmochadas e injertadas, peinarlas sin volverte a quedar con el tronco, a modo de antorcha, en la mano era todo un reto. Las había dislocadas, con collarín de esparadrapo, mancas, cojas y tuertas, con el pelo trasquilado y la cara tatuada con rotulador. En los hogares más modestos solo se tiraban cuando estaban completamente descuartizadas. En otros se conservaban expuestas dentro de sus cajas como el primer día para que no se estropearan. Como si tuviera algún sentido mostrar a un niño o niña una muñeca y no dejarle tocarla. Hoy apenas nadie las repara. Tampoco les da tiempo a romperse porque, antes de siquiera despeinarse, ya son reemplazadas. Cosas del consumismo, del absurdo de sepultar en regalos a quienes nadan en la abundancia, mientras otros se ahogan como muñecos de trapo en el mar.

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