El regreso de la momia

He vuelto. No es una amenaza, pero les advierto desde ya de que durante mi ausencia en este rincón me he hecho más vieja. Lo sé porque me lo recuerda cada dos por tres el crío, que, además de mi gurú, es mi personal shopper: «Ama, esa ropa no te compres, que es de estudiante». También lo sé porque las gotitas que me salpican los chavales en la playa me sientan como perdigones y, lo mismo que el agua está siempre demasiado fría, la música, demasiado alta o la tortilla, demasiado seca. Unos indicadores como otros cualesquiera de que una tiene ya una edad, ahora que no te puedes orientar por las arrugas porque se funden la gafas de sol con las mascarillas y hay quienes se pinchan, además de la vacuna, las patas de gallo para hacerse un Benjamin Button.

Otra prueba irrefutable de que ya no soy la que era es que donde antes veía un parque ahora –es lo que tiene domar adolescentes– veo un campo minado. «No lo cruces de noche, sortea las zonas frondosas y poco iluminadas, ve acompañada, que no te asome el móvil por el bolsillo, cuidado con quien tenga pinta sospechosa…» y ahí me paro porque la innombrable hace rato que está whatsappeando y porque me acuerdo de la mujer de 79 años recién detenida por liderar una banda de narcos. Qué quieren que les diga, de joven era una kamikaze, de las de hacer dedo para ir a unas fiestas y montar seis en el coche, pero ha sido salirme canas y hasta los ventrílocuos me dan miedito.

Arantza Rodríguez