El simple mal menor

Vaya con los franceses. Otros más que no saben votar, según andan proclamando los repartidores oficiales de certificados de aptitud democrática. Enfurruñados como los malcriados infantes políticos que son, llevan día y pico dando la murga con que Le Pen y Macron son la misma bazofia. Eso, en la versión más llana. La alternativa, con un toque mayor de elaboración, pretende que los dos que van a jugarse la presidencia de la República se retroalimentan en un bucle infinito de causas y efectos. “El liberalismo provoca populismo xenófobo”, recita el ejército de orgullosos papagayos, incapaces de asumir la derrota de su propuesta, si es que tenían alguna que fuera más allá de oponerse a lo que fuera.

En su cerrilidad de inquebrantables seres superiormente morales, ni siquiera caen en la cuenta de que tratar de imbéciles a las personas que echan la papeleta en la urna no es el mejor modo de granjearse su simpatía. Con medio gramo menos de soberbia y uno más de perspicacia, quizá hasta podrían llegar a comprender por qué en la mayoría de las últimas consultas electorales ha venido saliendo exactamente lo contrario de lo que propugnaban desde las atalayas con vistas a su propio ombligo.

Por lo demás, en el caso concreto de Francia, hasta el mismo domingo a las 8 de la tarde, lo que supuestamente mantenía apretados los esfínteres era lo que se atisbaba como nada improbable victoria holgada de Le Pen. Por poco que nos guste el ganador de la primera vuelta, parece de justicia reconocerle que es el mejor colocado para evitar el desastre anunciado. ¿O a estas alturas hay que descubrir la teoría del mal menor?

Trabajo de florero

Incómoda cuestión, la que suscita la modelo Sandra Martín en estas mismas páginas. “Lo discriminatorio es que te quiten el trabajo de azafata”, afirmaba en referencia a la supresión en algunas pruebas deportivas de las entregas de premios a cargo de mujeres. Aquí empieza el terreno para las precisiones. Cualquiera con dos ojos, memoria y la voluntad de no hacerse trampas en el solitario sabe que no hablamos de mujeres en general. Para participar en esas ceremonias es preciso responder a unos determinados cánones físicos y, en no pocas ocasiones, acceder a llevar un atuendo que resalte tales características. En cuanto al papel en el podio, y si bien hay diferencias en función de las modalidades deportivas —en las de motor es un punto y aparte—, diría que caben pocas discusiones. Es meramente ornamental y con frecuencia roza la sumisión.

Hasta algunos de los llamados al agasajo —el que más claro ha hablado es el ciclista Mikel Landa— se sienten incómodos con en ese trato y abogan por erradicarlo. Me resulta increíble que a estas alturas haya, sin embargo, quien defienda la permanencia del patrón casposo. Y mucho más, cuando no es descabellado pensar en una solución que, salvo a los que quieren que las competiciones incluyan de propina la exhibición carnal, puede ser satisfactoria para todo el mundo. Incluyo ahí a Sandra Martín y a sus compañeras, que podrían seguir en el desempeño de su oficio compartiéndolo con otras mujeres y otros hombres a quienes no se exigiera una presencia física determinada. Solo la aptitud imprescindible para un trabajo que, efectivamente, no es ni mucho menos una filfa.

Un final para ETA

Ahora que tanto se habla de Patria a mayor gloria del relato, me permito recomendarles otro libro, en mi modesta opinión, más enjundioso y pintiparado para el momento actual, aunque su primera edición tiene cerca de dos años y medio. Les hablo de Ekarri armak o, en su versión en castellano, Un final para ETA, de Imanol Murua Uria. Si en El triángulo de Loiola o Loiolako hegiak el concienzudo Murua nos ofrecía la crónica más minuciosa y documentada sobre la fallida tregua de 2006 y aquellas negociaciones de película en el santuario ignaciano, aquí nos detalla al milímetro el largo e intrincado proceso para terminar con lo que algunos llaman en revelador eufemismo el ciclo armado de la banda.

Intuyo un nuevo volumen sobre lo que ha ocurrido desde su publicación hasta la vistosa escenificación del desarme el pasado sábado —ya verán qué sorpresas; las cosas a veces no son lo que parecen—, aunque quizá merezca la pena esperar unos meses para incluir la inevitable disolución. Con todo, lo fundamental está en las poco más de 300 páginas de este trabajo que suma una investigación exhaustiva a los testimonios en primera persona de quienes fueron no solo testigos sino protagonistas de unos hechos indudablemente históricos.

Aunque se trata de un ensayo y no de una novela, no les despanzurraré el meollo. Simplemente les apunto, ahora que tanto se habla de victorias y derrotas y que aparece hasta el lucero del alba a colgarse las medallas, que se harán una idea muy aproximada de por qué ETA se ha echado a un lado.

Quién gana y quién pierde

El epílogo chusco pero impepinable del singular desarme del sábado en Baiona es la atribución de la victoria y de la derrota tras seis decenios de barbarie. La prensa del día siguiente, o por lo menos, buena parte de ella, entró de hoz y coz a la disputa. Con la camiseta del equipo correspondiente se proclamaba el éxito arrollador de las huestes propias. “ETA se ha rendido”, proclamaban los tirios. “El Estado español (y el francés) ha(n) hecho el ridículo”, bramaban los troyanos, tan venidos arriba que ni se daban cuenta de qué manera postrera le estaban dando la razón al juez que veía amanecer.

No es que sospeche ni me tema, es que sé a ciencia cierta que esta va a ser la gran contienda de los próximos años. De hecho, hace tiempo que ya entramos en esa fase, que no por casualidad llaman batalla del relato: ba-ta-lla. Lo de menos es la verdad. Se trata de saber venderla. Primero se coloca en la parroquia propia —eso ya está— y después, a base de lluvia más fina o más gruesa e inmisericorde repetición, se intenta hacer comulgar a todo quisque con la rueda de molino. Como si los acontecimientos históricos fueran cuestión de opiniones.

Ya, muy bien, columnero, pero según usted, ¿quién ha ganado y quién ha perdido? Sinceramente, casi tengo una respuesta para cada vez que me lo pregunto. En ocasiones, creo que las más, siento la certeza de que prácticamente todos hemos palmado por goleada y con nulas posibilidades de equilibrar algo en el partido de vuelta. Otras, en cambio, miro a mi alrededor, veo escenas imposibles hace solo diez y no digamos quince años, y siento que poco a poco vamos remontando.

Última Fanta a ETA

Como decía Groucho desde su lápida, me van a perdonar que no me levante. Y desde luego, que no aplauda. El cínico que hay en mi llega, como mucho, a anotar que prefiero que se utilicen las armas para la propaganda que para limpiarle el forro al personal. Oigan, que ETA no era un grupo de malotes que hacían pintadas en las paredes. Bastante menos, una organización revolucionaria, como quizá se soñó en sus inicios. Se quedó en mafieta que mataba y acojonaba a quien le tosía. O a quien ni siquiera lo hacía, porque la lista de apiolados porque sí es vergonzosamente larga. Qué repugnantemente gracioso es ver a quienes jaleaban todo eso haciendo ahora profesión de campeones mundiales de la paz. Si tanto les gustaba, ya podían haber empezado a practicarla mucho antes. Algunos tenemos quinquenios en esto de recibir por las dos mejillas.

Pero bueno, ya está. Capri, c’est fini. Que se termine la Fanta y que ahueque el ala. Esta tiene que ser la última que le pagamos. Y con lo cara que nos ha salido, podremos darnos el desahogo de señalar que, alegres biribilketas aparte, el desarme de marras se ha hecho efectivo exactamente como podía haber sido en el mismo instante del famoso comunicado de hace cinco años y medio. Todavía el otro día le escuché a un egregio vocero de la causa diciendo que era “de subnormales” (sí, es literal) pensar que la cosa se podía hacer entregando una lista de localizaciones.

Queda claro que la cacareada (y no falsa, ojo) resistencia de los gobiernos de España y Francia era un comodín, una falacia más a mayor gloria del relato, que ayer en Baiona fue, en realidad, clamoroso retrato.

Deporte alevín

Le agradezco al cielo que a mi hijo no le guste el fútbol más allá de lo justo para dar un par de patadas a la pelota con sus amigos en la plaza donde se juntan. Ídem de lienzo con el resto de los deportes, que sin serle del todo ajenos, tampoco le suscitan gran interés. Me libro, de saque, de intempestivos madrugones de sábado y de viajes a casacristo. Pero especialmente, quedo exento de probarme como energúmeno a pie de cancha. ¿Quién me dice que en mi interior no habita uno de esos tipejos que echa espumarajos desde la banda al árbitro, a los rivales, a la propia criatura o al resto de los progenitores?

No lo pregunto por preguntar. En la media docena de ocasiones en que, por diferentes circunstancias, mis huesos han acabado en el escenario de una competición deportiva infantil, he asistido a los más sorprendentes fenómenos. Hombres y mujeres aparentemente razonables, de esos que te saludan con una sonrisa en el descansillo, pidiendo entradas al tobillo o pisotones con los ojos inyectados en sangre, bramando que arrieritos somos o, directamente, agarrando de la pechera al padre de otro chiquillo.

También he visto a un crío de ocho años hundido porque el entrenador de un equipo de barrio le llama maula o nenaza a cada rato y le insta sin tapujos a buscarse otras aficiones. O a ese mismo entrenador riéndole las gracias a su jugador gallito cuando se comporta como un matón con sus compañeros menos dotados. No negaré que igualmente he visto actitudes bastantes más sanas, pero haciendo el balance, me temo que, como acabamos de comprobar, en el deporte alevín prima la hijoputez sobre la bondad.

Cabacas, ya cinco años

Cuando pedimos justicia para Iñigo Cabacas, hacemos un enorme ejercicio de voluntarismo, y lo sabemos. Por desgracia, no hay modo de reparar lo que ocurrió. Ninguno. Nada le devolverá la vida. Nada aliviará el sufrimiento de su familia. A lo máximo que podíamos aspirar era a no hacer mayor la herida. El tiempo, estos cinco crueles años, ha demostrado que ni eso se ha conseguido. Al contrario, da la impresión de que cada movimiento ha profundizado en el dolor de sus allegados y en la absoluta sensación de impotencia y amargura de cualquier persona con un gramo de corazón. Como he hecho desde la primera vez que escribí sobre lo que nunca tendría que haber ocurrido, vuelvo a denunciar la colosal falta de humanidad que ha envenenado el tristísimo episodio. Mírese cada quien el ombligo y conteste honestamente qué ha tapado o qué ha amplificado por el más abyecto de los partidismos.

Y la cosa es que, a primera vista, no parecía tan difícil, como poco, determinar las responsabilidades básicas. Menos, cuando la inmensa mayoría de los testigos y protagonistas tienen la condición de servidores de la ley. ¿Es aceptable ampararse en la oscuridad, la confusión o la tensión? ¿Es profesional? Desde luego, es una actitud muy cobarde y, a la larga, perjudicial para un cuerpo, la Ertzaintza, contra el que hay algo más que una campaña de acoso y derribo sistemático. Claro que este asunto se ha utilizado como ariete en esa guerra sin cuartel, pero por eso mismo, la herramienta más eficaz, además de la más honesta, para hacer frente a los pescadores de río revuelto habría sido una transparencia fuera de la menor duda.