Vacunas… y mascarillas

Por si no me he expresado bien o no se han entendido mis dos columnas anteriores sobre el inicio de la vacunación, aclaro que no tengo nada en contra. Vamos, ni de lejos. Sostengo que es un logro y que todos debemos ponérnosla con la misma firmeza que defiendo que me sobran la propaganda, las caralladas sentimentaloides, el politiqueo de todo a cien y la desmedida transmisión de expectativas. Diría, de hecho, que esto último es lo que más me preocupa. Si a bastantes de nuestros congéneres les hace falta poco para saltarse las normas de seguridad más elementales, la propagación de la idea de que tenemos al bicho a punto de ser fumigado puede ser letal.

Me gustaría exagerar, pero creo que hay la suficiente bibliografía presentada para temerse lo peor. Demasiadas veces a lo largo de esta pandemia la conjunción de unas autoridades que están a por uvas y la tendencia del personal a pillar siempre lo ancho del embudo han provocado comportamientos nada deseables. Hay un ejemplo de parvulario: las mascarillas. En todas las letanías nos repiten que debemos usarlas, pero se pasa por alto que hay quienes no se la cambian en semanas o fían su protección a un trocito de tela de colores. Y por si faltaba algo, ahora son moda esas transparentes —¡homologadas!— a través de las que se puede beber. Hagan la prueba.

Esto no ha terminado

Resulta difícil escoger bando. Por un lado están los agoreros enfurruñados porque han empezado a poner vacunas y no ha sido bajo mandato de un gobierno de su color. Enfrente bailan la conga los heraldos de la buena nueva del inminentísimo fin de la pandemia y elevan sus aleluyas al muy progresista ejecutivo español bicolor. Unos, en dialecto morado y otros, en jerga rojo desvaído. Estos últimos solo permiten dar gracias a Sánchez, a Iglesias o la Ciencia. A Dios, ni mencionarlo, ni siquiera como fórmula y costumbre; pobre Araceli, la primera inoculada en Guadalajara, que fue despojada de toda gloria y escupida vilmente a sus 96 años por haber pronunciado tras el pinchacito el nombre del objeto de sus creencias. Hasta ahí podían llegar los talibanes del laicismo fetén, que una vieja escogida por su benéfico dedo les saliera con supersticiones cristianas. Leñe, que todavía si es Alá, tendría un pase en aras de la integración y tal y cual.

Por lo demás, la verdad es la verdad, la diga Agamenón, su porquero o Díaz-Ayuso. La pegatina de las cajas, del tamaño a escala de la bandera de Colón, cantaba un huevo a propaganda. Y sí, hay motivos para la esperanza, fue muy emocionante ver la cara de nuestros veteranos y del personal sanitario. Pero se engaña y nos engaña quien anuncie que esto es pan comido.

Bienvenido, Mister Pfizer

Miren, ya en el título de esta columna nos cae la primera lección. En lugar de Pfizer, debería haber escrito BioNTech, pues en realidad es esta compañía alemana fundada por inmigrantes kurdos la que dio primero con la tecla que ha derivado en la vacuna que hoy se empieza a pinchar en Hispanistán. Pero donde hay poderoso patrón farmacéutico, a quién le importa la sucursal, por muy germana sea. Toda la gloria de la futura salvación de la Humanidad para el gigante yanki que hasta ha conseguido que seamos capaces de pronunciar su endiablado nombre: Fáiser, decimos con desparpajo cosmopolita digno de mejor causa.

Pero no solo iba ahí. En estas líneas quería poner en solfa el bochornoso show que se han montado el doctor Sánchez y su escudero Illa a cuenta de la inoculación de las primeras dosis de la vacuna entre el Cabo de Gata y el de Finisterre. Una cuestión de salud, una cuestión literalmente de vida o muerte ha acabado convertida en pura y barata propaganda a mayor gloria del inquilino de Moncloa, con las comunidades autónomas tragando quina y bajando la cerviz ante la brutal humillación. 405 pinchazos para las primeras fotos en la demarcación autonómica y 150 para lo propio en el trocito foral. Ni a cuenta sale el pifostio logístico, pero es lo que toca en la telepandemia española. A callar, pues.

Habla, mudito Felipe VI

Esta noche, gran velada. O sea, gran discurso. ¿Albergo expectativas exageradas? Seguro, pero si siguen mis desvaríos desde hace tiempo, sabrán que tengo entre mis perversiones menos presentables la de atizarme en vena el mensaje borbonesco de nochebuena. Del que toque. Lo hacía con el viejo y golfo y he seguido con su preparadísimo (ejem) vástago. Comprendo perfectamente el sarpullido que le puede provocar al común de los mortales, especialmente de los censados en la pérfida Baskonia, la sola idea de someterse al blablablá del coronado impuesto de turno. Sin embargo, entre que me dedico a esto de opinar y tengo ese natural bizarro que les decía, mientras las gambas chisporroteen en la plancha, yo estaré atento a la cháchara del inquilino de Zarzuela.

¿Es que nos va a dar algún gran titular? Abandonen toda esperanza. La gracia residirá, sospecho, en cuánto tiempo va a estar amorrado el tipo a los topicazos de la pandemia para evitar el par de asuntos sobre los que lleva callando el muy joío desde tiempo ya casi inmemorial: las incontables manganzas de su progenitor y los apoyos a su coronada persona del más rancio facherío con o sin uniforme. Apuesto (y creo que gano) a que en el mejor de los casos hará una velada alusión a lo primero y dejará sin mentar lo segundo. Queda poco para comprobarlo.

No poder; no deber

La autoridad competente ha ajustado las restricciones de cara a la navidad —o sea, ya mismo— en la demarcación autonómica. Realmente, no hay novedades de gran relieve. Se adelanta el cierre de la hostelería en los días señalados y se reduce media hora el toque de queda en nochebuena y nochevieja, con la recomendación (porque no se puede obligar) de que no se junten más de seis personas por domicilio en la cena de fin de año. A la vista de los picaruelos que ya andaban buscándose cámpings, casas rurales u hoteles para bailotear y compartir fluidos, se limita también la posibilidad de reservar con determinada antelación.

¿Tan complicado es? A juzgar por las reacciones de primer bote, sí. Menudo pifostio del quince, resoplan los siempremalistas. Qué ganas de jorobar la marrana, se enfurruñan los chufleros sin fronteras, exhibiendo su inalienable derecho a contagiar y, aunque ellos no sean conscientes, a ser contagiados. Otros, los presuntamente muy responsables, dicen que jopelines, que con solo media hora de margen después las doce, no les va a dar tiempo a llegar a sus casas. Tal cual se lo plantearon a la consejera Sagardui que, después de contar mentalmente hasta mil y respirar profundamente, contestó con su mejor sonrisa que hace un buen rato que todos sabemos que estas navidades no-son-co-mo-las-de-siem-pre. ¡Leñe ya!

¡Y ahora muta!

Era justo lo que nos faltaba. En el peor momento —¿acaso ha habido alguno bueno desde marzo?— llega la noticia de una mutación británica del virus. ¡De un día para otro! No era algo de lo que se nos viniera alertando o que formara parte de las hipótesis que llegan a los titulares. Qué va. Ha sido un jarro de agua helada sin preaviso. “Está fuera de control”, reconoció el atribulado gerifalte sanitario del Reino Unido, alumbrando de inmediato la ceremonia de la confusión, alimentada hasta infinito por la profusión de expertos indistinguibles de cuñados.

Les juro que en el mismo exitoso programa de telepredicación hispanistaní vi ayer a un requetelisto proclamando que no había motivo para que cundiera el pánico y a otro, diez minutos después, exhortándonos a rezar lo que supiéramos. A tirar por el váter todas las vacunas, venía a concluir el fulano que, por cierto, no distinguiría una probeta de una onza de chocolate pero ejerce de sabio catódico con permiso para asustar.

Como siempre he sostenido que el miedo guarda la viña y que la prudencia es la madre de la ciencia, sin tener pajolera idea, me alineo con quienes piden o ya han decretado el bloqueo de los vuelos procedentes de las islas. Me acongoja, eso sí, que Illa diga que no se han dado casos. Eso juró, y era falso, en la primera ola.

Bien morir, por fin

Esta vez parece que por fin sí. Una amplia y transversal mayoría ha dado carta de naturaleza en el Congreso de los Diputados a la ley que permitirá morir dignamente en España. Seguro que el texto es mejorable. Se podría haber afinado más aquí, allá o acullá. Eso oigo, pero después de los años que llevamos esperando algo tan necesario y, al tiempo, tan humano, no me voy a meter en los decimales. Toca celebrar que haya imperado la sensatez para abrir un camino que termine con la despiadada obligación de mantener respirando a quien por decisión consciente presente o anticipada ni quiere ni puede seguir padeciendo una existencia vegetal.

Y no. En ningún caso se trata de barra libre para quitarse de en medio a los mayores que nos sobran ni para bajarnos en marcha de la vida porque estemos pasando por un bache. Basta leer las líneas básicas del texto para comprender que el proceso estipulado es absolutamente garantista. Antes de que se lleve a cabo una eutanasia, hay que completar una buena cantidad de requisitos, siempre bajo la tutela médica. Se libera de tal labor, por cierto, a los facultativos que por motivos de conciencia no quieran participar. Por más ladridos cavernarios que escuchemos, la realidad última es que la norma recoge lo que hace mucho está en la calle más allá de siglas políticas.