Votar en Navidad

Se empieza asesinando viejecitas y se termina utilizando el cuchillo de la carne para la lubina. O traducido al pifostio político actual entre Ceuta y los Pirineos, que el gran escándalo no es que haya que ir por tercera vez a las urnas, sino que tal tomadura de pelo se vaya a consumar el 25 de diciembre, fun, fun, fun. Manda muchas pelotas —al tiempo que revela el mecanismo del sonajero— que los mismos partidos cuya tozudez, irresponsabilidad y desvergüenza va a provocar, salvo milagro de última hora, la nueva repetición de los comicios se alíen para buscar la trampa legaloide que impida la coincidencia. Hasta los más laicos de la contorna, esos reprimidetes con complejo de legitimidad de origen que llaman a la cosa Solsticio de invierno, andan soliviantados con la posibilidad de tener que votar en fecha tan señalada.

Pues anoten aquí a un disidente. Me ruboriza lo justo confesar que deseo con creciente ardor que la redundante y machacona fiesta de la democracia se celebre el día del inventado cumpleaños del Mesías. Y según escucho los crujires de dientes de uno a otro extremo del espectro ideológico, más pilongo me pongo imaginando la campaña entre villancicos y polvorones y, como remate, el sagrado —ejem— ejercicio de la voluntad popular en la jornada que amanezca tras la noche de paz. Aparte de que conozco a más de tres que pagarían para que les cayera mesa electoral en lugar de compartir la del comedor con la reata de cuñados, no se me ocurre mejor modo de visualizar el inconmensurable esperpento que llevamos padeciendo desde el 20 de diciembre del año pasado. Voto por votar en Navidad.

Abajofirmantes

A esta comedia bufa de la investidura imposible solo le faltaba la irrupción a trote cochinero de la hintelijenzia patria para ilustrar a la inculta e indocta plebe sobre lo que le conviene. Cómo no habíamos caído antes en que la solución a todos los males reside en una alianza entre santa, golfa y descangallante formada por el PSOE, Podemos más sus chopecientos afluentes y, como argamasa universal o lubricante infalible —elíjase—, esa excrecencia que atiende por Ciudadanos. Tal que así lo proclama una recua de sedicentes intelectuales orgánicos que incluye, como es norma y costumbre de la casa, la consabida cuota de faranduleros venidos a más.

Sin necesidad de ver la lista, y pese a la presencia de alguna cercana y descolocante sorpresa, serán capaces de adivinar los perejileros nombres de no menos de dos docenas de los abajofirmantes. ¿Sabina y Miguel Ríos? Bingo, aunque se echa en falta (por lo menos en las fotos, no sé en la letra menuda) a Victor y Ana. ¿Baltasar Garzón? ¡Cómo no va a estar el juez que veía amanecer mientras extendía el entorno de ETA hasta el infinito y más allá! Y entre los políticos en activo, todos aquellos a cuyo apellido cabe anteponer el epíteto inefable: Odón, Llamazares o el pinturero Baldoví, por ejemplo. No faltan tampoco varios incombustibles o insumergibles del pelo de Cristina Almeida, el truhán sindical Antonio Gutiérrez o el traidor de cada causa a la que se acerca, Carlos Jiménez-Villarejo. Y así, hasta setecientos señores y señoras con la tela suficiente como para pagar tres páginas completas de publicidad en El País. Si es que se las cobraron, claro.

De pacto a pacto

La Historia no es lo que era. Por lo menos, la de Celtiberistán. Ya no se preocupa de dejar pasar un tiempo prudencial para repetirse. Y cuando lo hace, ni siquiera es, siguiendo el tópico atribuido a Marx, primero como tragedia y luego como farsa. Qué va. La degeneración es tal, que cada reedición no supera la broma chusca y pedorrera. Vean como enésimo ejemplo el pacto-parto entre el PP y Ciudadanos.

Han transcurrido seis meses pelados desde su primera versión, que en lugar de a los de la gaviota tenía como abajofirmantes a los de la rosa empuñada. El elemento común, el aguaplás naranjito, que se apunta al bombardeo que le digan sin mudar el gesto de solemnidad de cartón piedra. Entonces era para la investidura imposible de Pedro Sánchez y hoy lo es para la más que improbable proclamación presidencial de Mariano Rajoy.

Todos sabían cómo acababa el cuento medio año atrás y todos tenemos claro el desenlace impepinable que arrojará la votación del próximo viernes. Nadie nos ha ahorrado, sin embargo, la cansina coreografía previa, con su palabrería rimbombante, su camisita y su canesú. Que si lo acordado es la hostia en bicicleta y dos huevos duros, que si la altura de miras, que si la responsabilidad, que si el sentido de Estado. Pura farfolla cutremente reciclada de la vez anterior y destinada a encallar en exactamente el mismo resultado. Se impondrá la terca aritmética y regresaremos a la puñetera casilla de salida. Quizá más cabreados y con la entrepierna más sobeteada, pero al fin y al cabo, igual de dóciles y lanares como para propiciar en las terceras elecciones idéntica situación.

A los que justifican

He acogido con alegría, satisfacción y hasta gustirrinín la (previsible) sarta de improperios que me ha llovido por mi enésima columna sobre la pazguatería justificatoria de las matanzas cometidas en nombre de Alá. De algún modo, esas invectivas nada ingeniosas —¡Cuñau, cuñau!, es lo más que llegan a balbucear, en general— son la prueba del nueve de mi denuncia. Y ni siquiera puedo decir que lo siento. Simplemente, creo que estamos ante una cuestión de una gravedad extrema —si no de la mayor gravedad, puesto que hablamos de la vida y de la libertad de las personas— ante la que no caben contemporizaciones.

¿O es que tragaríamos con alguien que viniera diciendo que la culpa de los crímenes nazis fue del mal trato que se le dio a Alemania tras la primera Guerra Mundial? ¿No nos acordamos de la puta calavera de quien porfía que el 18 de julio se debió a los desmanes de la República? ¿Aceptamos acaso que el GAL, las torturas o la ilegalización de la izquierda abertzale política son la justa respuesta a los atentados de ETA? Pues con esto, exactamente igual, salvo pecado de banalización de las muertes ajenas o, peor, de complicidad.

Por lo demás, es perfectamente compatible señalar la hipocresía nada inocente de nuestros mandarines —que, efectivamente, amamantaron al monstruo— con la denuncia tajante y sin ambages del terrorismo islamista. Como ya anoté en una de las mil filípicas que he aventado sobre tan lacerante materia, la sana y procedente contextualización no debe obrar como coartada exculpatoria para las carnicerías. Y cuando acaba de derramarse la sangre, ¡qué menos, joder, que una condena!

Justicia, ¿para quién?

Sanfermines 2014, concretamente, 8.37 de la mañana del 13 de julio en la calle Estafeta. Un baboso se abalanza sobre una joven que le ha dejado bien claro que no quiere nada con él. La sobetea por todo el cuerpo e intenta besarla, mientras ella tiembla, llora, le suplica que la deje en paz y grita el nombre de su novio. Cuando llega este, que venía de correr el encierro, le larga al agresor sexual un puñetazo en la cara que le hace caer al suelo, chocando con la cabeza en el adoquinado. A consecuencia del golpe, el tipo es operado, pasa 28 días hospitalizado y más de 200 de baja.

Dos años más tarde, y cuando aún duran los ecos de otras fiestas de Iruña empañadas por numerosos ataques a mujeres, llega la llamada Justicia a dictar sentencia y, en el mismo viaje, a mostrarnos el mecanismo del sonajero. Para el agresor sexual, al que deja en simple abusador, y le aplica la atenuante de embriaguez, una condena de un año —que seguramente no llegará a cumplir— y una ridícula indemnización a la víctima de 3.000 euros. Pero eso es solo la avanzadilla de la ola de estupor, rabia y asco que provoca la otra parte de la decisión judicial. Al novio de la joven le caen nueve meses de prisión, y se le obliga a indemnizar con 91.500 euros al que estaba forzando a la mujer y con otros 60.430 a la Sanidad navarra por los gastos de atención al tipejo. Como fulero argumento, los de la toga sostienen que había otras alternativas al puñetazo. Ténganlo en cuenta por si se ven en la tesitura de la joven o de su novio. La Audiencia Provincial de Navarra les viene a decir que impedir la agresión les puede salir muy caro.

Lo que nos espera (2)

Nada que objetar a los reproches —cariñosos y menos cariñosos— de los lectores por el evidente lapsus en la columna de ayer. Ni media palabra de los diez misteriosos apoyos que le llovieron del cielo al dueto de hecho PP-Ciudadanos en la votación para pastelearse la mesa del Congreso. A falta de mejor opinión de mi inexistente psicoanalista, achaquen el olvido a la ansiedad prevacacional —ni se imaginan lo largo y cabrón que se me está haciendo el curso—, a que hay ciertas costumbres que ya no resultan sorprendentes, o quizá, al bochorno ante una actitud que no tiene defensa.

¿La de quién? Confieso que ahí me pillan. Supongo que cabe aplicar la presunción de inocencia a quien llega a sacar una nota asegurando no haber hecho lo que todos los indicios apuntan, pero háganse cargo de lo difícil que es creerlo. Hablando sin rodeos, cuesta un congo aceptar que ninguno de esos votos todavía apócrifos provino de las bancadas de PNV y/o Convergencia. O soy muy obtuso, o no hay otra explicación. Prometo que si alguien me la pusiera delante de la nariz, haría la correspondiente contrición.

A la espera, anoto aquí mi perplejidad y, un peldaño por encima, mi desazón. No veo la necesidad de andarse con estas niñerías. De entrada, es patético y al tiempo, revelador, que una cuestión así se dilucide mediante voto secreto. Es un modo de reconocer abiertamente que el reparto de los cargos de la mesa es materia oscura y sujeta al chalaneo. Resulta burdo prestarse, siquiera, a la confusión. Por lo demás, reconozcan las formaciones presuntamente perjudicadas su hondo alivio. Han encontrado la excusa que necesitaban.

Lo que nos espera

Primer balance tras la constitución de las nuevas cortes españolas: el PP ha recuperado la presidencia del Congreso. O quizá más llana y explícitamente, el PSOE la ha perdido. Ahí hay materia para una docena de conclusiones, y ninguna buena para las autoproclamadas fuerzas progresistas, de lo que ha cambiado desde las elecciones del 20 de diciembre a su repetición el 26 de junio.

Todavía no se puede decir que lo de ayer vaya a ser el menú degustación de lo que acabará ocurriendo con la investidura. Las sumas necesarias para uno y otro asunto son distintas y, por lo demás, la tozudez suicida de las posturas exhibidas hasta ahora empieza a oler a callejón sin salida, o sea, a tercera convocatoria. En todo caso, aplicando la lupa allá donde, por suerte para los partidos, no mira el común de los votantes, sí tenemos el trailer del culebrón que nos van a largar hasta que haya presidente o se disuelvan las cortes.

¿Más de lo mismo? Les diría que aun peor. Los cada vez menos novísimos han empezado a cumplir el mandato de Pablo Iglesias de  “convertirse en un partido normal” —cita literal, no me escupan a mi, believers de la cosa— a marchas forzadas. Como prueba primera, el birlibirloque de presentar un candidato y anunciar dos minutos antes del pleno que en segunda votación estarían dispuestos a retirarlo y a apoyar a Patxi López. Juego de triles que se suma a su grandiosa acusación a Convergencia, ERC, PNV (y supongo que a EH Bildu) de haber propiciado con su abstención la elección de Ana Pastor. Miren por dónde, estarían reconociendo que al rechazar a Pedro Sánchez en su día votaron a favor de Rajoy.