Los intocables de ErNe

Ertzainas de paisano practicando el matonismo. No diré que es lo que nos quedaba por ver, porque desgraciadamente se ha hecho habitual contemplar a una jarca de malas copias de Harry el Sucio, con o sin uniforme, en el ejercicio del sindicalismo al estilo de los muelles de Nueva York en los años 30. Sin embargo, lo del pasado jueves a las puertas del Parlamento vasco, cuando trescientos presuntos servidores de la ley fuera de sí llegaron a la coacción física a las y los representantes elegidos legítimamente por los ciudadanos de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa batió todos los registros de vileza alcanzados anteriormente por esta suerte de banda de la porra que confunde reivindicar con acojonar.

Por si no había sido suficiente con las intimidaciones y los insultos a parlamentarios y miembros del Gobierno, el Torrente cetrino que hace de caporal de los susodichos se permitió anunciar a voz en grito un chantaje en toda regla. Ustedes, la Fiscalía y yo escuchamos al gachó amenazando con mandar una reata de los beneméritos locales a cogerse la baja por la cara el día en que se juega el Athletic-Olympique de Marsella, partido de altísimo riesgo.

¿Creen que ha pasado algo después de semejante acto de extorsión? Sí, es verdad que el Departamento de Seguridad ha advertido de que no tolerará esos comportamientos y que el de Salud y varias organizaciones médicas han protestado porque se toma a los galenos por el pito de un sereno. También que alguna que otra sigla sindical se ha desmarcado, pero solo la puntita. Me temo que poco más podemos esperar. Quien obra como hemos visto lo hace porque se sabe inmune… e impune.

Nuestros fascistas

Lástima que haya tenido que morir una persona para que nos demos cuenta. Lástima sobre lástima que, con nuestra memoria de pez, la revelación nos durará un suspiro. Insistamos con el fósforo, a ver si esta es la buena, y somos capaces de retener para siempre jamás que por estos pagos también tenemos una generosa cuota de bestias pardas sin escrúpulos que se envuelven en banderas futboleras y de las otras para practicar la violencia gratuita. Del mismo jaez que los del Frente Atlético que asesinaron a Aitor Zabaleta. Calcaditos en carencia neuronal a los cabestros del Sevilla que tienen a La Manada como ejemplo moral. Indistinguibles, salvo por los colores, del trozo de carne del Betis que hostió porque sí a un ciudadano que tomaba un café en Bilbao o que la jauría del mismo equipo que jalea al seis veces presunto maltratador Rubén Castro.

Cuánta razón —y me jode dársela a un personaje histórico que aborrezco— tuvo Winston Churchill cuando vaticinó que los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Pero es que tal cual, oigan. Vale, casi, porque los del terruño dicen faxistak, pronunciándolo en perfecta imitación de Macario, el muñeco de José Luis Moreno. Y así salieron con sus bufanditas, sus canesús y la quincalla habitual (puños de hierro, porras extensibles y demás) a disfrutar de lo que para ellos era una oferta dos por uno en el hipermercado del odio. Un chollo, oigan, por el mismo precio poder abrir unas cabezas de vándalos rusos y, lo mejor, ejercitarse en el pimpampum con la aborrecida zipaiada. Pero qué más da lo que se diga, si estará olvidado antes del próximo partido.

Cabacas, ya cinco años

Cuando pedimos justicia para Iñigo Cabacas, hacemos un enorme ejercicio de voluntarismo, y lo sabemos. Por desgracia, no hay modo de reparar lo que ocurrió. Ninguno. Nada le devolverá la vida. Nada aliviará el sufrimiento de su familia. A lo máximo que podíamos aspirar era a no hacer mayor la herida. El tiempo, estos cinco crueles años, ha demostrado que ni eso se ha conseguido. Al contrario, da la impresión de que cada movimiento ha profundizado en el dolor de sus allegados y en la absoluta sensación de impotencia y amargura de cualquier persona con un gramo de corazón. Como he hecho desde la primera vez que escribí sobre lo que nunca tendría que haber ocurrido, vuelvo a denunciar la colosal falta de humanidad que ha envenenado el tristísimo episodio. Mírese cada quien el ombligo y conteste honestamente qué ha tapado o qué ha amplificado por el más abyecto de los partidismos.

Y la cosa es que, a primera vista, no parecía tan difícil, como poco, determinar las responsabilidades básicas. Menos, cuando la inmensa mayoría de los testigos y protagonistas tienen la condición de servidores de la ley. ¿Es aceptable ampararse en la oscuridad, la confusión o la tensión? ¿Es profesional? Desde luego, es una actitud muy cobarde y, a la larga, perjudicial para un cuerpo, la Ertzaintza, contra el que hay algo más que una campaña de acoso y derribo sistemático. Claro que este asunto se ha utilizado como ariete en esa guerra sin cuartel, pero por eso mismo, la herramienta más eficaz, además de la más honesta, para hacer frente a los pescadores de río revuelto habría sido una transparencia fuera de la menor duda.

Cabacas y lo imposible

En todas las columnas que he escrito sobre la muerte nada accidental de Iñigo Cabacas he apelado, como quien predica en el desierto, a la humanidad. Testarudo y empecinado que fui parido, vuelvo a hacerlo en las líneas que vienen a continuación y me temo que deberé obrar igual en las que firme en el futuro. Conforme avanza el calendario —y cada día que pasa es un rejón clavado sobre la memoria de Iñigo—, va quedando más claro que la política en la peor de sus acepciones se ha impuesto a los sentimientos primarios. Esto no va de justicia ni de reparación, y mucho menos, de verdad. Bien sabemos, y no solo por este caso, que en ciertas bocas, diría yo que en la inmensa mayoría, esas bellas palabras tan manoseadas sirven únicamente para disfrazar intereses.

Frente a un puñado de votos convertibles en migajas de poder, una vida arriba o una vida abajo no pasa de ser una puñetera anécdota. Nauseabundo y miserable, pero es lo que hay. Aun más, para nuestra desgracia y no sé si también para nuestra vergüenza, es lo que ha venido habiendo en los últimos decenios. ¡Las filigranas que hemos sido capaces de hacer con los centenares de cadáveres que alfombran el pasado reciente de este país! Y que seguimos haciendo.

Será que a pesar de todo soy entre ingenuo e idiota, pero se me antojaba que esta vez podía haber sido diferente. Simplemente, por lo sencillísimo que resulta meterse en la piel de la familia y de los amigos de Iñigo Cabacas. No quiero ponerme melodramático, pero… ¡joder, es que pudo haber sido el hijo, el hermano o el amigo de cualquiera de nosotros! ¿Tan difícil es identificar y sancionar a quienes cometieron tamaña irresponsabilidad, que a la postre resultó homicida? ¿Tan difícil es resistir la tentación de apropiarse de un muerto para convertirlo en ariete y bandera de unas disputas que nada tienen que ver con él? Según estamos comprobando, no es que sea difícil, sino imposible.

Urquijo gana

Carlos Urquijo, procónsul de Hispania en Vardulia, no olvidará fácilmente esta, su mejor semana desde que fue largado con una patada hacia arriba del nido pop en que desentonaba su repertorio de cante jondo. Como entrante frío, la ventura de ver pasar ante su puerta el cadáver político de quien le premió castigándole o le castigó premiándole, nunca lo sabremos. Qué delicioso bocado de justicia poética saber que Los Olivos está más cerca de Gran Vía y Génova que cualquier búnker lujoso de México D.F. Y de postre, un dulcísimo tartufo horneado por encargo en Ondarroa, territorio comanche convertido para su exclusivo deleite en reñidero de las dos estirpes del Caín vascón, la que tira al monte y la que no tanto.

Pulso al Estado en carne ajena. Así se las ponían a Fernando VII y se las ponen a su excelencia el Delegado, que no obstante, no vio su dicha entera. Qué pena que, como había soñado, a última hora no recibiera una llamada de la Consejera pidiéndole sopitas. Con gusto infinito habría mandado la caballería a restablecer el orden al modo de los elefantes en las cacharrerías y, de paso, a demostrar que la Ertzaintza sirve para perseguir a ladrones de gallinas y poco más. “La policía española hace lo que la vasca no tiene pelendengues a hacer”, habría saludado la hazaña la prensa cavernaria, que se ha tenido que conformar —tampoco está mal— con difundir la especie del paripé pactado. La misma, por cierto, a la que se ha apuntado raudo y veloz el PSE que dirigía el cuerpo el día que cayó muerto de un pelotazo Iñigo Cabacas.

Hay mil formas de contar las cosas. Ocurre que cuando la propaganda entra por puerta, las verdades saltan por la ventana. Entre ellas, una que iba a misa desde el minuto cero: la detención de Urtza Alkorta era un desenlace tan inevitable como, pongamos, el ondeo de la rojigualda en el ayuntamiento de Donostia o en la Diputación de Gipuzkoa. Urquijo gana, ¿quién pierde?

Humanidad ausente

Rodolfo Ares, hace un año y seis días: “Este consejero que les habla tiene el firme compromiso de esclarecer los graves incidentes producidos el [día] 5 en Bilbao, llegando hasta el fondo, cueste lo que cueste”. Palabras pronunciadas, por supuesto, con la debida solemnidad y el gesto adusto de rigor. Pura cháchara oficialoide y desalmada al extremo de referirse a una muerte como “graves incidentes”, tal que si se tratara de media docena de cajeros reventados o un puñado de lunas rotas. Más allá del infame eufemismo, en la misma comparecencia, y cuando ya era un clamor incontestable que lo que acabó con la vida de Iñigo Cabacas fue una pelota de goma, no evitó la tentación de adornarse con el mendaz despeje a córner: “Todas las hipótesis permanecen abiertas”.

Estaba mintiendo y era plenamente consciente de ello. Si en aquel instante era una intuición apoyada en lo que ya se sabía y en los abundantes antecedentes del personaje, hoy es un hecho constatable por tierra, mar y aire. Para cuando se puso ante los focos ya debía de hacer tiempo que conocía el contenido de las grabaciones que nos han helado la sangre. Me pregunto, en primer lugar, si en él provocaron el mismo eclipse emocional que en cualquiera con dos gramos de sensibilidad o si todo lo que se le pasó por la cabeza fue que aquello había que taparlo como fuera. Sé que más adelante declaró que aquellos fueron los peores días de su paso por Interior, pero sus hechos contantes y sonantes hacen pensar que en la disyuntiva entre lo humano o lo político, optó sin dudarlo por aparcar los sentimientos y dar único curso a la epidermis de hormigón.

Ayer mismo, un Rodolfo Ares por el que sí pasan los años y seguramente también las circunstancias vitales, tuvo la oportunidad de reconocer que no obró del modo adecuado y, tal vez, de decir que lo sentía. Prefirió seguir en una huida hacia adelante que ha de terminar antes o después.