El circo facha se instaló el otro día en mi pueblo, mala suerte. Una triste carpa verde pistacho con los laterales descubiertos era todo su reclamo, junto al payaso principal —pido perdón a los clowns—, llamado Javier Ortega-Smith. Y ni se fíen de este último dato, que anoto porque se lo escuché en un semáforo a un jubilado local, que lo pronunció acompañándolo de un exabrupto que no reproduciré aquí. Ni me preocupé de confirmarlo, como tampoco perdí tiempo en buscar otros detalles como la hora de la función ni la lista del resto de oradores, o sea, rebuznadores. Desde hace mucho, salvo que sea estrictamente necesario para el desempeño de mi profesión, tiendo a ignorar un kilo las mentecateces de los abascálidos.
Y lo mismo que yo, oigan, la inmensa mayoría de mis convecinos. Es verdad que en las últimas elecciones rascaron un puñadito de votos, pero, o yo no conozco a mis paisanos, o el destino de ese mitin era no contar con más de una veintena de asistentes. Tras los regüeldos de rigor, el personal se recogería a sus guaridas, se desmontaría el chiringo y, desde luego, los medios no dedicarían un segundo a la pachanga. Sin embargo, la cosa fue noticia de relieve gracias a los aliados imprescindibles de los fascistas, esos que tienen los santos bemoles de presentarse como antifascistas.