Me alegra infinitamente que mi última columna haya pisado algún callo. Y más todavía que haya provocado un hondo crujir de dientes acompañado de las jaculatorias de rigor dirigidas a mi humilde persona. Que si txakurra, que si la mano que me da de comer, que si esbirro del peeneuve, que si español, que si enemigo del pueblo, que si Inda a la vasca… y los que me dejo o los que vendrán, ninguno especialmente original, que hasta para insultar son haraganes.
Por lo demás, y como también me han señalado amablemente varios lectores, me quedé corto. No tanto en la caracterización de nuestros ultras, como en que dejé sin señalar a sus consentidores y patrocinadores. Entre los primeros, quizá nos contemos demasiados. Por la paz un avemaría, por pereza, porque nos gusta retratarnos con menos defectos de los que tenemos o simplemente porque estamos tan acostumbrados a su presencia que hace mucho ni les prestamos atención, hemos venido callando o mirando hacia otro lado. Qué bueno que el otro día, tras la muerte de un ertzaina y la conversión de Bilbao en campo de batalla, se abandonó el silencio y se puso nombre a los fascistas que van de antifascistas.
Respecto a los patrocinadores, ahí está la madre del cordero. No verán a ninguno de ellos, por cierto, embozados y machacando cráneos a pie de asfalto. Son más de alfombra, nómina institucional y, ya si eso, soflama en atril parlamentario o ante el micrófono de una tertulia dizque política. O, mejor todavía, en esa máquina de arengar moderna llamada Twitter donde denuncian con denuedo todas las vulneraciones de derechos humano salvo las cometidas por los suyos.