Como hacen los compañeros que informan desde el epicentro de la bronca en Catalunya, habrá que empezar poniéndose el casco. Bien sé que no me libraré del mordisco de los que en lugar de chichonera llevan boina a rosca, pero por intentarlo, que no quede. Efectivamente, queridas niñas y queridos niños del procesismo de salón, no hay nada más violento que meter en la cárcel por la jeró a personas que, con mejor o peor tino, solo pretendían hacer política. Una arbitrariedad del tamaño de la Sagrada Familia; lo he proclamado, lo proclamo y lo proclamaré.
Y hago exactamente lo mismo respecto a la brutalidad policial. En la última semana hemos visto un congo de actuaciones de los uniformados autóctonos o importados que deberían sustanciarse con la retirada de la placa y un buen puro. Es una indecencia que Sánchez, Marlaska y demás sermoneadores monclovitas en funciones no hayan reprobado la fiereza gratuita de quienes reciben su paga para garantizar la seguridad del personal y no para dar rienda suelta a su agresividad incontenible.
¿Ven qué fácil? Pues lo siguiente debería ser denunciar sin lugar al matiz a la panda de matones que siembran el caos y la destrucción. Curiosa empanada, la de los eternos justificadores —siempre desde una distancia prudencial— que pontifican levantando el mentón que ningún logro social se ha conseguido sin provocar unos cuantos estragos para, acto seguido, atribuir los disturbios a no sé qué infiltrados a sueldo del estado opresor. La conclusión vendría a ser que debemos el progreso a esos infiltrados. Todo, por no denunciar lo que clama al cielo, amén de beneficiar a los de enfrente.