Negociar, sin más

Déjenme que ejerza de adivino. En lo sucesivo, cada vez que un portavoz de la autoproclamada izquierda soberanista tire del sobadísimo repertorio para despotricar del Tren de Alta Velocidad, alguien del PNV le recordará con media sonrisa que EH Bildu respaldó en el Congreso de los Diputados una inversión de una porrada de millones para el supuestamente malvado ingenio. Valdría también la vaina, por cierto, para los aquí aguerridos ecocínicos de Elkarrekin Podemos, cuyos mayores en Madriz han dado carta de naturaleza al mismo pastizal para el TAV, al no impuesto al diésel y, ya si nos ponemos, a las partidas destinadas a sufragar el caspuriento ejército español, la Corona borbonesa, el CNI, las cloacas de Interior y me llevo una.

“¡Igual que los de Sabin Etxea!”, estarán clamando ahora algunos de mis más biliosos odiadores. Y no diré lo contrario. Mencionaré tan solo que hasta la fecha no recuerdo a ninguno de los representantes jeltzales que han propiciado la aprobación de los presupuestos de diversos gobiernos españoles justificando sus votos en nombre de la futura república vasca o de la destrucción del régimen. Menudas risas, si Anasagasti, Erkoreka o el propio Esteban hubieran salido por semejante petenera en lugar de explicar lisa y llanamente que esto de la política va de negociar. Sin más.

Maradona, juguete roto

Asisto desde el córner y no sin sonrojo a la hemorragia de excesos verbales tras la muerte de Diego Armando Maradona. Muchas de las loas fúnebres descangalladas llevan la firma de tipos que invariablemente participan en los festivales de desmesura que siguen a la muerte de cualquier celebridad; escriben a mayor gloria propia más que a la del difunto. Otros, los más descarados e hipócritas, se apuntan al concurso de elogios póstumos al pelotero fallecido después de haberlo puesto a bajar de mil burros cuando aún respiraba. Y no olvido, claro, a los que siempre juegan a la contra y saltan sobre el cuerpo todavía caliente para recordar con saña su lado menos amable.

En estas situaciones tengo la costumbre de optar por el respeto. Obviedades aparte, para mí, Maradona no es el primer, segundo o quinto mejor futbolista de todos los tiempos. Guardo, por supuesto, memoria de sus jugadas de dibujos animados, pero siempre he visto al astro argentino —yo también tiro de tópicos, sí— como el juguete roto de manual. O un paso más allá, como una enciclopedia sobre las miserias humanas. Y no por él, ojo, sino por las legiones de tipejos que lo rodearon a lo largo de su periplo desde el Olimpo al abismo, convirtiéndolo, como dijo ayer su excompañero Julio Alberto, en un cajero automático andante. Descanse en paz.

El cafetón

La bronca a cuenta del café para llevar en la demarcación autonómica contiene un cierto retrato social. En realidad, todo el pifostio hiperventilado por la hostelería cerrada, como si muchos otros gremios no las estuvieran pasando igual de canutas, es una exhibición impúdica de nuestras pequeñas miserias. A buenas horas íbamos a montar una llantina semejante por las bibliotecas, los cines o los teatros. Pero es que lo del trajín de los vasos de parafina con tapa de plástico —un saludo, Greta Thunberg— es directamente para hacérnoslo mirar. Y empezaré por lo último: cuando las autoridades rectifican y permiten que el preciado líquido marrón se despache sin necesidad de compañía sólida, varios de los mismos tasqueros que echaron las muelas por la medida desprecian el recule del gobierno tachándolo de parche inútil. ¿En qué quedamos?

Claro que eso es una nimiedad al lado del espectáculo bochornoso al que hemos asistido en los últimos días. Ni alguien que confía tan poco en la condición humana como servidor imaginaba que vería hordas de individuos haciendo cola para agenciarse un café, apiñándose en bancos públicos, escaleras o muretes para tomárselo y, finalmente, abandonando el envase vacío a la buena de Dios o en una papelera a rebosar. Decimos del botellón, pero el cafetón tiene también lo suyo.

Bares y bares

Si no fuera por el fondo de tragedia, sería otra vez despiporrante. Con un par, han cogido la vanguardia del canto de gesta lacrimógeno a la hostelería los mismos que llevan toda la pajolera vida bañándonos de teóricas pardas sobre la explotación laboral en el sector. Que si trabajo en negro, horarios esclavistas, sueldos de miseria o, cómo no, contabilidades en B para escamotear impuestos al pueblo obrero. Por no mentar, claro, la moralina estomagante sobre el ocio basado en el castigo del hígado. Es para miccionar y no echar gota que justamente esos paladines de lo correcto nos vengan ahora con monsergas de todo a cien exigiendo provisiones requetemillonarias de pasta pública para salvar a los otrora malvados tasqueros. Al resto de las actividades hundidas, como son menos fotogénicas, que les vayan dando.

Y sí, que no seré yo quien diga que no se debe echar un cable lo más gordo posible a aquellos que les llueven chuzos de punta. Me hago cargo perfectamente de la tremenda situación de los propietarios de esos locales, y desde luego, de los currelas. Otra cosa es que tenga un problema de nota con los genéricos. A mi no me hablen de “la hostelería”, sino de este bar, el otro y el de más allá. Distingo perfectamente a quien se lo suda y a quien se pasa cien pueblos. Y lloro o no en consecuencia.

Pactad, pactad, benditos

“Creo que estoy dando una noticia”, se adornó Arnaldo Otegi, después de adelantar en la radio pública vasca —el medio es el mensaje, decía el clásico— que la formación que lidera está muy por la labor de aprobarle los presupuestos al gobierno español. En efecto, el de Elgoibar, que no es nuevo, sabía de sobra el mondongo que acababa de lanzar a la pista de baile. Un gol en Las Gaunas en toda regla, con el ultramonte y la vieja guardia del mismísimo PSOE encabritados, los aspirantes a bisagra naranja con un palmo de narices y, para qué vamos a negarlo, el llamado nacionalismo moderado decidiendo si flipa en tecnicolor, la coge llorona o se descuajeringa de la risa al ver cómo los otrora irredentos se dejan acariciar el lomo pactista por los barandas del estado (ya no tan) opresor. Y casi gratis total, oigan.

Siempre queda, claro, la solución de compromiso, que es aguantarse la carcajada y afirmar como si lo creyéramos de veras que es una gran noticia que la política se normalice y entren al cambalache de cromos, digo al juego democrático, quienes daban lecciones de integridad y juraban que no beberían el agua del pozo de la sumisión. Tiremos, pues, de cinismo solo disimulado a medias y aguardemos al próximo capítulo de la tragicomedia. ¿El apoyo a las partidas para el Tren de Alta Velocidad? Quizá.

(Otro) Día de la Memoria

El día de la Memoria es cada vez más el día de la marmota. A tal punto, que según he anotado la frase anterior, he tenido la impresión de haberla escrito antes. Y aun así, pese a esa sensación de estar girando en un bucle infinito, sigue resultando conveniente dejar que el calendario nos obligue a hacer un alto en el camino, aunque sea de trámite, para mirar atrás con la menor cantidad de ira que nos sea posible. En este sentido, debo reconocer que yo todavía no he sido capaz de desprenderme de unas cuantas garrafas de bilis hirviente, no tanto por lo que pasó, sino por el descaro con que se le quita hierro, se niega, se justifica o, directamente, se glorifica.

Me hace gracia, por lo demás, que la conmemoración llegue en medio de una especie de borrachera de productos audiovisuales sobre el asunto. Se diría que los años del plomo se han convertido, como pasó (y pasa todavía) con la guerra civil, en materia para un entretenimiento con pedigrí o la captación de audiencias. No me quejaré por ello. Pienso sinceramente que se han hecho películas de ficción, series y documentales muy interesantes, aunque cada título tienda a enseñar la patita de un modo más o menos grosero. Gajes, supongo, de la dichosa batalla del relato que, como ya sabemos, nos seguirá acompañando por los siglos de los siglos.

Irene Montero se retrata

Cantemos con música de La cabra mecánica: Sororidad, qué bonito nombre tienes… Los del plan antiguo que no sepan qué diablos quiere decir el palabro pueden recurrir al clásico sobre quienes presumen de lo que carecen. Y si quieren ponerle rostro, ninguno como el la ministra española de Igualdad, Irene María Montero Gil. La de veces que habremos visto a la doña de Galapagar dar la caca sobre la necesaria solidaridad elevada al cubo entre mujeres —ese es el significado de la arriba mentada sororidad— o llamando a sus compañeras de sexo a la denuncia de los micro, maxi y megamachismos, ¿verdad?

Pues vaya con la señora, que ante la jugarreta de sus conmilitones para expulsar a la disidente de Podemos Teresa Rodríguez de su grupo parlamentario en Andalucía aprovechando que estaba de baja por maternidad, ha espetado que la política no se para por esas cosas y que ella ha tenido dos embarazos y dos partos y ahí ha seguido, como decía el bajito de Ferrol, al pie del cañón. Imposible no recordar a otra pregonadora de consignas requetemoradas que no son de aplicación propia, la tal Leticia Dolera, que despidió a una actriz de la serie que dirigía porque se había quedado embarazada. Y lo más desazonador de todo, aunque ya no sea sorpresa, es el silencio cómplice de las abanderadas de la ortodoxia de género.