84 años del horror de Gernika. Todavía ayer, día del aniversario, tuve que leer a un imbécil con la matraca de que la culpa fue del deficiente servicio de bomberos del Gobierno vasco de la época. Y a otro que deslizaba que era mucha casualidad que hubieran quedado en pie la Casa de Juntas y las fábricas de armas. Por no mencionar al zascandil con título de historiador que se montaba un ejercicio de onanismo mental sobre no sé qué del cuadro de Picasso y los malvados nacionalistas.
No están los tiempos para entregarse al lujo del olvido. Si frecuentan estas líneas, saben que no soy dado a las exageraciones ni a los toques a rebato. Ni por asomo temo una reedición de la guerra incivil, pero tengo ojos en la cara y un par de orejas a los lados. Veo y escucho a un puñado de hijos de Satanás que tienen como sueño húmedo la vuelta a las andadas. Unos, para volver a ganar y otros, mucho me temo, porque tienen las tragedias ajenas como inspiración para sus tuits heroicos y grandilocuentes. Siempre a cubierto y libres de sus consecuencias, faltaría más.
En nombre de las víctimas de ese día, de los previos y de los posteriores —más de cuarenta años duró la represión franquista—, debemos conjurarnos para mantener viva la memoria de lo que ocurrió aquel infausto lunes de mercado en la villa foral.