Mañana a estas horas, todo quisque andará proclamando que ha pasado lo que había dicho que pasaría. Lastrado por un inconmensurable sentido del pudor, me declaro incapaz de sumarme a la legión de adivinos retrospectivos. Suerte tendré si soy capaz de comprender lo que sea que deparen estas urnas extemporáneas que no figuraban ni como plan Zeta en la archicacareada hoja de ruta, esa que, según se nos aseguraba, contemplaba hasta el menor de los detalles.
Sé que resulta incómodo y hasta rompepelotas, pero empezaré por ahí, porque del mismo modo que no sé leer el porvenir, sí se me da razonablemente bien poner en fila india los hechos que han sucedido. No es perspicacia, sino memoria. Y sorprende que algunos la tengan, con perdón, tan corta, pues fue apenas anteayer cuando tuvo lugar el último arreón de acontecimientos presuntamente históricos.
Qué tarde la de aquel viernes, 27 de octubre, que comenzó con una DUI a la remanguillé que hubo quien ni aplaudió y que terminó con unas elecciones salidas del escroto del presidente del Estado al que se había mandado a hacer gárgaras. Un tanto extraño, ¿no?, hacer cola para presentarse, mientras la metrópoli abandonada se hinchaba a empapelar judicialmente o, sin más rodeos, a encarcelar a los dirigentes de la secesión ahora mismo pendiente. Y los otros, en fuga a Bruselas, que es casi tanto como decir a ninguna parte, salvo que el objetivo fuera convertirse en extravagancia internacional, como en su día lo fue, qué se yo, el recién difunto Miguel de Rumanía.
Hoy, ocurra lo que ocurra, habrá que tener en cuenta ese pasado reciente. ¿O se está dispuesto a repetirlo?