Que me corten la cabeza

Bueno, no voy a ser menos que Gabilondo, que ayer proclamaba sin rubor que se había equivocado en su vaticinio de un viernes de ira tras la declaración de la DUI y la consiguiente —más bien, subsiguiente— aplicación del 155. Con la honestidad que puede permitirse alguien que hace tiempo juega en otra liga, Iñaki reconocía que había sobrevalorado al independentismo y minusvalorado a Rajoy. Como moraleja y aprendizaje, concluía el comunicador de comunicadores que en lo sucesivo trataría de no ponderar de más ni de menos a estos ni a aquellos.

En mi caso, infinitamente más modesto y pedestre, la imperdonable gamba por la que me dispongo a fustigarme ante los amables lectores es el descreimiento que manifesté en la última columna. Sí, como en los tiempos del padrecito Stalin, que veo que aún no han pasado del todo, vengo a hacerme la autocrítica. Una mezcla de osadía de viejo resabiado y debilidad pusilánime me hizo dudar en falso de la pertinencia y precisión quirúrgica de cada paso del procés. ¡Oh, qué ceguera la de este insignificante garrapateador de menundencias, no ser capaz de recibir en mi holgazana pituitaria el aroma de la victoria que impregna el aire! La independencia es mañana, como fue hace 36 meses, y hace 24, y hace 18, y hace 12, conforme fue anunciada del modo en que consta en las hemerotecas. Pero, por lo visto, también los archivos mienten por recoger una realidad que no es la que se deseó y se desea. Puñetera manía de la verdad de entrometerse en todo. Menos mal que ahí están los millones de clones de la Reina de corazones para sentenciar a los flojos. ¡Que nos corten la cabeza!

Las garantías del 1-O

Tremenda escandalera. El lehendakari ha dicho que el rey va desnudo. No me refiero al Borbón joven, que la verdad es que tampoco se ha tapado mucho, sino al del cuento clásico de Andersen. Ya saben, el del emperador que iba en pelota picada mientras los súbditos glosaban la elegancia de su nuevo traje, hasta que una criatura soltó lo que todo el mundo veía y nadie quería o se atrevía a reconocer, que en el caso que nos ocupa es la falta de garantías del referéndum del 1 de octubre sobre la soberanía de Catalunya.

Pues sí, otro enemic del poble, de esos que mentaba ayer en estas mismas líneas, con el agravante de que sobre Urkullu siempre había pesado la sospecha o baldón de desafección a la causa. Era de manual que su enunciado de lo evidente, de lo palmario, de lo obvio, de lo impepinable, desataría la furia infinita de los que no admiten el menor matiz, ni siquiera (o menos aún) si se trata de una realidad, ya les digo, que cae por su propio peso.

Aquí es donde procede citar a Agamenón y su porquero o traer a colación la célebre frase nunca dicha, por lo visto, por Galileo: “Y sin embargo, se mueve”. Es decir, que el referéndum es justo y necesario, que nace de las más nobles intenciones, que es lo menos que se podía hacer frente la cerrazón del gobierno español, que tiene una indudable vocación democrática y, desde luego, pacífica… Pero que, pese a ello, las circunstancias en las que tendrá lugar harán imposible que su resultado pase los filtros mínimos que cualquiera exigiría a una consulta popular. A partir de ahí, cabe engañarse y tratar de engañar a los demás o ser honesto y reconocerlo.

A la carroña

Las desgracias nunca vienen solas. Suelen presentarse acompañadas de una cohorte de buitres sin escrúpulos dispuestos a ponerse finos de carroña. Todo es bueno para el convento ideológico. Primero dispara, y luego pregunta, que siempre cae algo. Mira, por ahí van los bomberos, ¡pum, pum, pum! Los registros pueden demostrar que pasaron alrededor de diez minutos desde que recibieron la primera llamada hasta que llegaron al incendio de Zorrotza. ¿Y eso qué más da? Calumnia que algo queda. Media hora, tres cuartos de hora, más de una hora, se acusaba con desmesura aquí y allá, dejando deslizar la nauseabunda especie de una desidia planificada, incluso ordenada, por motivos racistas. Han pasado cinco días y sigue sin llegar la disculpa.

Y esperarla será en vano. Una tragedia como la del sábado es demasiado golosa como para resistir la tentación de sacar los clásicos del repertorio. De repente, los santurrones de corps hacen como que descubren que a tiro de piedra de lo que sale en las guías y en las postales hay ristras de cuchitriles infectos que se caen a trozos literalmente sobre sus moradores, que no son precisamente clientes potenciales de esos garitos en que sirven quince clases de vermú.

Hace falta ser muy fariseo para proclamar que son realidades que se esconden. Sencillamente, es imposible. Están al alcance de cualquiera con dos piernas para pasear unos metros y dos ojos para mirar. Otra cosa es que resulten incómodos a la vista y a la conciencia, incluso para los más puros de espíritu. Por otro lado, si un día dejaran de existir, sobre qué íbamos a levantar nuestra indignación de chicha y nabo.

Cobrar por ser españoles

¡Milagro, milagro! El baranda de la Comunidad Valenciana ha visto la luz de la financiación territorial y ya no piensa que los ciudadanos de la CAV y Navarra son unos morrudos que viven a cuenta del sudor de los sufridos españoles. Gracias a la intercesión del lehendakari —¡Santo súbito!—, Ximo Puig salió de Ajuria Enea predicando que el Concierto (y entendemos que también el Convenio) no tiene nada de injusto ni es insolidario. Es verdad que, aún un poco apegado a su fe antigua, sostuvo que la prueba de la bondad del régimen propio está en que cabe en la Constitución española.

Le perdonaremos la minucia en atención a la rápida enmienda de su comportamiento anterior. Eso sí, a modo de penitencia, le sugerimos que haga labor de apostolado con su vicepresidenta, Mónica Oltra, que desde que se firmó el acuerdo sobre el Cupo no ha parado de soltar cargas de profundidad tiñosas. Y en las mismas anda el compañero de Oltra en Compromís, Joan Baldoví. Quién iba a sospechar que un tipo generalmente tan razonable, militante del Bloc Nacionalista Valencià, esté tan ofuscado con el supuesto privilegio. ¿Se ha parado a imaginar qué habría ocurrido en su Comunidad, donde se han batido récords siderales de mangoneo, si hubieran tenido que recaudar impuestos?

Claro que, en orden a decepciones, a este servidor le ha resultado especialmente doloroso, aunque nada sorprendente, que Carles Puigdemont haya escupido que hay españoles que cobran por serlo. Con amigos así, quién necesita enemigos. Qué reveladora, por cierto, la ovación que le han dedicado al president los notables del terruño que ustedes están pensando.

Tontos del Cupo

Los tontos del Cupo son una moda de ida y vuelta en bucle como los pantalones de pata de elefante. Aunque siempre permanecen ahí, en estado de latencia, de cuando en cuando reaparecen todos a una y con estrépito para bramar sus cánticos tiñosos. Qué mejor oportunidad para la vuelta a las andadas que los titulares gordos sobre el último acuerdo alcanzado por los gobiernos español y vasco (o por el PP y el PNV, que no sé si monta tanto). ¿Cómo es eso que de la noche a la mañana, estando las arcas españolas con telarañas, les largan a los insaciables vascones 1.400 millones del ala? Un atraco, un agravio intolerable, una vergonzosa cesión a los chantajistas periféricos, y así, hasta llenar cien barriles de bilis.

Y no crean que los bufidos salen solo de las gargantas de costumbre. La cosa no se limita a los inquebrantables de la rojigualdez. Hasta los requeteprogres presuntamente comprensivos con la vaina de la plurinacionalidad andan echando espumarajos. “¡España se rompe por el ministerio de Hacienda, señor Montoro!”, se tiró de los pelos en el Congreso el tenido por razonable Joan Baldoví. Por similares derroteros dialécticos han hecho slalom desde la bancada morada Iglesias, Errejón o la intrusa de tertulias Montero. No pasa de moda Josep Pla: no hay nada más parecido a un español de derechas que un español de izquierdas.

Quizá debamos echarle pedagogía. Por intentarlo, que no quede. Lástima que no podamos clonar a Pedro Luis Uriarte. Con todo, soy escéptico tirando a pesimista. Es verdad que esta bronca sobre el Concierto o el Convenio se basa en la ignorancia, pero diría que más en la maldad.

Quién gana y quién pierde

El epílogo chusco pero impepinable del singular desarme del sábado en Baiona es la atribución de la victoria y de la derrota tras seis decenios de barbarie. La prensa del día siguiente, o por lo menos, buena parte de ella, entró de hoz y coz a la disputa. Con la camiseta del equipo correspondiente se proclamaba el éxito arrollador de las huestes propias. “ETA se ha rendido”, proclamaban los tirios. “El Estado español (y el francés) ha(n) hecho el ridículo”, bramaban los troyanos, tan venidos arriba que ni se daban cuenta de qué manera postrera le estaban dando la razón al juez que veía amanecer.

No es que sospeche ni me tema, es que sé a ciencia cierta que esta va a ser la gran contienda de los próximos años. De hecho, hace tiempo que ya entramos en esa fase, que no por casualidad llaman batalla del relato: ba-ta-lla. Lo de menos es la verdad. Se trata de saber venderla. Primero se coloca en la parroquia propia —eso ya está— y después, a base de lluvia más fina o más gruesa e inmisericorde repetición, se intenta hacer comulgar a todo quisque con la rueda de molino. Como si los acontecimientos históricos fueran cuestión de opiniones.

Ya, muy bien, columnero, pero según usted, ¿quién ha ganado y quién ha perdido? Sinceramente, casi tengo una respuesta para cada vez que me lo pregunto. En ocasiones, creo que las más, siento la certeza de que prácticamente todos hemos palmado por goleada y con nulas posibilidades de equilibrar algo en el partido de vuelta. Otras, en cambio, miro a mi alrededor, veo escenas imposibles hace solo diez y no digamos quince años, y siento que poco a poco vamos remontando.