Todos los políticos con o sin responsabilidades de gobierno deberían revisar lo que han dicho sobre el estado de alarma desde que se decretó el primero hace más de un año. Comprobarían que han ido incurriendo no en una sino en una buena colección de contradicciones. Y da lo mismo la postura que se haya defendido. Quienes lo ponderaban como herramienta imprescindible e insustituible sostienen ahora que basta con la legislación ordinaria para hacer frente a la pandemia. Exactamente a la inversa, los que que proclamaban que era una exageración echar mano de un instrumento legal excepcional se han convertido ahora en partidarios de la prórroga.
Debo confesar que yo mismo no estoy libre de la contradicción o, si quieren, la incoherencia. En todo caso, después de lo visto en estos interminables 14 meses, opto por lo práctico. El decreto de estado de alarma —y más con la pachorra con que lo ha administrado el gobierno español— es la opción menos mala. Utilizando la metáfora al uso, es el paraguas jurídico que aun teniendo un montón de agujeros puede sacarte de un apuro en un momento dado. Vamos, que menos da una piedra. Por eso, y dado que los efectos de las vacunas todavía no han conseguido que la situación sanitaria sea muy distinta a la de octubre del año pasado, lo más lógico es mantenerlo.