El regreso de la momia

He vuelto. No es una amenaza, pero les advierto desde ya de que durante mi ausencia en este rincón me he hecho más vieja. Lo sé porque me lo recuerda cada dos por tres el crío, que, además de mi gurú, es mi personal shopper: «Ama, esa ropa no te compres, que es de estudiante». También lo sé porque las gotitas que me salpican los chavales en la playa me sientan como perdigones y, lo mismo que el agua está siempre demasiado fría, la música, demasiado alta o la tortilla, demasiado seca. Unos indicadores como otros cualesquiera de que una tiene ya una edad, ahora que no te puedes orientar por las arrugas porque se funden la gafas de sol con las mascarillas y hay quienes se pinchan, además de la vacuna, las patas de gallo para hacerse un Benjamin Button.

Otra prueba irrefutable de que ya no soy la que era es que donde antes veía un parque ahora –es lo que tiene domar adolescentes– veo un campo minado. «No lo cruces de noche, sortea las zonas frondosas y poco iluminadas, ve acompañada, que no te asome el móvil por el bolsillo, cuidado con quien tenga pinta sospechosa…» y ahí me paro porque la innombrable hace rato que está whatsappeando y porque me acuerdo de la mujer de 79 años recién detenida por liderar una banda de narcos. Qué quieren que les diga, de joven era una kamikaze, de las de hacer dedo para ir a unas fiestas y montar seis en el coche, pero ha sido salirme canas y hasta los ventrílocuos me dan miedito.

Arantza Rodríguez

Un coletazo de sensatez

MENUDA llorera con lo del chiquillo”. Me lo dijo una vecina en la cola de la charcutería y asentí porque a mí también se me han escapado las lágrimas. Como a esa reportera a la que le pudo la emoción en directo a las puertas del funeral de Gabriel. Como a algunos de ustedes. A Patricia y Ángel les ha pasado lo peor que le puede pasar a un ser humano, la muerte de un hijo, en su versión más terrible. Y ella, como buena madre de un Pescaíto que es, nos ha sacudido las conciencias a todos con un coletazo de sensatez. Poniendo el foco en la bondad de la mayoría. Dando las gracias a quienes han echado el resto en su trabajo. Consolando, como lo oyen, a quienes le daban el pésame. Predicando serenidad con el ejemplo. Apelando al sentido común. Desprendiéndose, generosa, de su bufanda más preciada. Sonriendo desde lo más profundo de su dolor. Una mujer sencilla, rota, capaz de poner a toda una sociedad en su sitio. De enseñarnos a valorar lo importante, a no dejarnos llevar por la rabia ni invocar qué se yo en nombre del drama ajeno. Pena que haya quienes no han querido escucharla. Quienes parece que no se escuchan ni a sí mismos. “Qué suerte tenéis. Tenéis un ángel ahora para protegeros a vosotros”, les dijo a los padres una periodista casi camino del cementerio. De suerte, nada. Tenían un ángel en vida. Ahora tienen a un hijo enterrado. Y aún les queda lo peor.

Arantza Rodríguez     arodriguez@deia.com

Una huelga a la japonesa, sin proponérmelo

SE levanta. Qué pelos. Un lustro de estos tiene que ir a cortárselos. Desencarcela a los críos de la cama. Saca de la mochila del pequeño un hamaiketako caducado. Repasa la lección con la mayor. Prepara el desayuno. Programa una lavadora. Saca una bandeja de pollo del congelador. Dobla media colada. Deja una nota a la cuidadora. Los lleva al colegio. Llama a sus padres por si necesitan algo. Si hace malo, les sube el pan. De paso rellena el pastillero. Valora si esa tos es como para llamar al médico.

Camino de su trabajo, remunerado, compra bolis para su hija y pilas para el reloj de su pareja. No se lo ha pedido, pero ella está en todo. Comienza su jornada laboral. A veces ya llega cansada, pero nunca se queja, no vaya a ser que… De hecho, trabaja más que algunos de sus compañeros, no vaya a ser que… Emplea los cinco minutos del café para anular por segunda vez la cita con el dentista porque le han puesto otra reunión. La llaman para la revisión de la caldera. Le envía un WhatsApp a su pareja para recordarle que es el cumpleaños de su madre.

Redacta un informe. Malcome un sándwich. Piensa que mejor no se apunta a yoga porque, total, nunca va a poder ir. El jefe la intercepta a punto de ponerse el abrigo y le pide un favorcito de última hora. Llega tarde a recoger al crío. Se siente culpable. Baños y cenas. Hace un pedido por Internet. Revisa las agendas. Llega su pareja, cansada, pero del gimnasio. Le ha salido una huelga a la japonesa. ¡Va por vosotras!

Arantza Rodríguez   arodriguez@deia.com

Me río de la metamorfosis de Kafka

UN día, cuando menos te lo esperas, contándote que un chaval del cole tiene un smartphone mejor que el del gerente de tu empresa, tu hija te suelta: “Está to guapo” y se te atragantan las lentejas, que, por ahora, se pongan como se pongan los chefs, no tienen copyright. El caso es que te preguntas en qué momento tu dulce y angelical criatura, que parecía predestinada a ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua, ha sido poseída por el espíritu de El vaquilla.

Vete haciéndote a la idea porque eso es solo el comienzo. En apenas unos días intercalará interjecciones de protesta a cada frase, a modo de tecla Intro. “¿Que meta el plato en el lavavajillas? Joooe. Si ya metí uno ayer. Joooe. ¿Y él por qué no lo mete? Joooe. No es justo. Joooe”. Por si fuera poco con las conversaciones desquiciantes, le crecerán repentinamente las extremidades en plan palo selfi. Así que, de un día para otro, te sacará media cabeza y te verás echando la bronca de abajo hacia arriba mientras te preguntas si no serás tú la que encoges.

No entraré en detalles, pero mi traumatóloga y yo les desaconsejamos los zancos. Lo peor será cuando le vayas a dar un beso a la puertas del cole y te haga la cobra. Me río yo de La metamorfosis de Kafka. Y todo esto a pelo, porque en la parafarmacia tienen emplastos hasta de algas del Mar Muerto, pero ni unas tristes hierbas para sobrellevar la preadolescencia. Al loro los camellos, que ahí hay un nicho de mercado.

Arantza Rodríguez

arodriguez@deia.com

Helada, pero no de frío

LES escribo desde el búnker, donde me he refugiado tras oír que hay alerta naranja. No sé si van a llover meteoritos o nos van a fumigar porque nos empeñamos en vivir más pese a las exiguas pensiones, pero me he puesto a salvo porque dice mi madre que mujer precavida vale por dos, aunque a mí me siguen pagando el sueldo por unidad. El caso es que en ningún informativo hablan de que vaya a caer del cielo algo inusual. Ahora he visto a un reportero, con la nieve a la cintura, que apenas podía sujetar el micrófono tras haber sufrido la amputación de varios dedos, deduzco que por congelación. “¿Hace mucho frío?”, le preguntaba sonriente la locutora, en mangas de camisa, desde el plató. El pobre habría contestado si sus dientes hubieran podido dejar de castañetear.

A mí quien me ha dejado helada no ha sido el temporal, sino el crío, que se me cuela en la cama un día sí y otro también. “Cuando tengas novia -lo amenazo, muerta de sueño- me voy a tumbar entre los dos”. “Cuando tenga novia, estarás muerta”, me suelta. Con la sonrisa aún congelada, le pregunto: “¿Y me vas a echar de menos?”. “Sí, pero te pondré una notita”. “No creo que pueda leerla”, le informo. “Para que la tengas de recuerdo”. “¿Y qué escribirás?”. “Ama, te quiero mucho, pero como estás muerta, ya me puedo comprar todo lo que quiera”. De eso a que me atraviese con su espada láser y que parezca un accidente ¿hay un paso o me lo parece a mí? Ahora, sincero me ha salido. ¿Que no?

Arantza Rodríguez