El otro Machado, un franquista que dirigió la cárcel de mujeres de Amorebieta

Francisco, hermano de Antonio y Manuel, envió versos a Unamuno por si tenía la calidad poética de sus allegados

Un reportaje de Iban Gorriti

Más sombras que luces amanecen cada día en torno a la cárcel de mujeres de Amorebieta. Las grandes investigaciones sobre prisiones franquistas vizcainas de Larrinaga o Escolapios, entre otras, mantienen casi en el olvido almacenes humanos como el citado o el que también hubo de mujeres en Durango y que, entre otras reclusas, lo sufrió, por ejemplo, el icono revolucionario Rosario Dinamitera. El edificio zornotzarra se ubicaba en lo que hoy es el colegio El Carmelo, que funcionó bajo la tutela del dictador Francisco Franco con odio y muerte entre 1938 y 1947.

Junto a las mujeres se mantuvo encerrados en el penal a decenas de niños de corta edad, algunos de ellos nacidos y muertos en cautiverio, es el caso de José Humanes Aznar, que solo vivió diez meses. Terrible final padecieron también algunas madres procedentes de Albacete, Badajoz, Castellón, Ciudad Real, Girona, Madrid, Málaga o Toledo. Política penitenciaria de dispersión.

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Cada caso es un ejemplo que pone los vellos de punta a personas con un mínimo de sensibilidad. Como paradoja, el director del centro labró la sensibilidad… la poética. Lean los siguientes versos: “¡Qué triste contemplar en la montaña, el bajo mundo de la infértil tierra, y el tremolar de la voraz guadaña, sobre los yermos campos de la guerra!”. Estas palabras las envió el hombre que estuvo al cargo de las presas, de nombre Francisco Machado. El apellido remite a hermanos literatos, a otros versos como “se hace camino al andar”. Y es que los hermanos Machado no fueron solo Manuel y Antonio, sino también José, Joaquín, Francisco y Cipriana.

Los sensibles versos los remitió Francisco a un bilbaino internacional: Miguel de Unamuno. El oficial del cuerpo de prisiones quería saber desde El Puerto de Santa María -adonde dispersarían a muchos vascos presos de los golpistas militares del 36- si su ingenio que lamentaba la guerra de Europa, estaba a la altura del de sus hermanos. Francisco escribió un libro, Leyendas toledanas, y tuvo a su cargo la vida o la muerte de presas en Amorebieta y de infantes. Antes, vivió nómada de penal en penal: El Puerto de Santa María, Cartagena, Toledo, Barcelona, León, Alicante, Madrid, Valencia y Burgos. Allí conoció la muerte de uno de sus hermanos y la de su madre. Al ir a buscarles, fue expedientado por el régimen de Franco al abandonar, sorprendentemente, España con las “hordas rojo-separatistas”, le acusaron. Pero regresó al redil franquista y fue enviado a Amorebieta.

la historia de marina Allí, quizás conoció a Marina García -fallecida en mayo de 2012-, una antifascista con una biografía que pone la carne de gallina. Era hija de una reclusa, a la que se la arrebataron de sus pechos, como los de la mujer del Guernica de Picasso. Transcurría 1939. Sus padres trataban de recuperar la alegría después de que el 9 de abril de 1937 un conductor ebrio atropellara a una de sus hermanas causándole la muerte. Residían en Villar de Chinchilla, Albacete. Su madre, madrileña, era maestra de escuela. Su padre, toledano, trabajaba en Correos.

Pero la cotidianidad se les tiñó de tragedia cuando una familia de panaderos del pueblo les denunció. “Por envidias y por ser socialistas”. Condujeron al matrimonio al penal de Chinchilla. Junto a su madre encarcelaron también a su hermano recién nacido, Crescencio. La joven acogida por la familia, María, se hizo cargo de tres hijos, entre ellos Marina, y siempre se lo agradecieron. Hizo todo y más por quienes no eran sus hijos. Con el padre y la madre presos, la cuidadora recibió una cruel notificación avisando de que los franquistas iban a fusilar al padre sin haber sido juzgado para que presenciaran la ejecución. La familia decidió no acudir.

El fusilamiento se cumplió el 18 de mayo de 1939. El mismo día, dos años antes, Amorebieta había sufrido la entrada de los golpistas. De forma paradójica, los militares destinarían a ese municipio a la madre de Marina presa. La amatxo sobrevivió también a Saturraran y El Carmelo, cárcel de Amorebieta adonde María no dudó en desplazarse. La chica guardó las joyas familiares y las fue vendiendo para poder darles de comer. Tardaron en llegar al pueblo tres días en trenes de mercancías. Una vez allí, tuvo que hacerse cargo también del hijo menor, que se lo arrebataron a su madre “por cumplir el destete”.

Marina cayó en gracia de dos familias: una de Amorebieta y otra de Ondarroa. La primera sufragó su internado en Santurtzi y la segunda la llevaba en verano cerca de su madre cuando estaba presa en Saturraran. Le llevaban al alto de la carretera entre Ondarroa y Mutriku, y veía cómo su madre nadaba en el mar.

En Santurtzi, las Hijas de la Cruz le prohibían decir que su madre estaba en la cárcel con las Carmelitas. La mayor alegría fue cuando liberaron a su ama después de que el médico le diagnosticara la “enfermedad de la tristeza”, como se denominaba entonces a la depresión. Pero sanó junto a su madre, quien pese a que los franquistas le privaron de tres viviendas, recuperó su plaza de maestra, esta vez en Ea. Marina, nacida de casualidad en Pontevedra, ciudad que siempre quiso visitar aunque no logró cumplir su sueño, falleció en mayo de 2012.

El movimiento anarquista en Durango en la II República

José María Larrinaga fue el referente de una organización a la que se acusó del asesinato del jefe de la guardia municipal

Un reportaje de I. Gorriti

EL anarco-sindicalismo re-presentado por la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) nace en Barcelona en 1910 en el congreso realizado por Solidaridad Obrera con el fin de conseguir por este medio el comunismo libertario. En Durango, según datos investigados por el archivero municipal José Ángel Orobio-Urrutia para el anuario Astola de Gerediaga Elkartea, el movimiento arrancó con afiliación escasa.

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El tribuno anarquista del norte Galo Díez pronunció un mitin en Durango en marzo de 1920 y varios sindicalistas como Fermín Manteca o Simón Marco estuvieron presos en la cárcel de Durango en 1921 “acusados de propaganda ilegal e incitación al desorden”, facilita.

La organización comienza en los años 30 con José María Larrinaga. En enero de 1932 la policía se incauta en Bilbao de 445 kilos de proclamas subversivas de carácter comunista y libertario, que figuran como remitidas desde el convento de jesuitas de Durango, en las que se dirigen “violentos ataques a la masonería, a la República y a los políticos republicanos”. Poco después, en mayo, son detenidos José María Larrinaga y León Escalona por colocar estos pasquines.

El 15 de septiembre de 1932, Ignacio Rojo, jefe de la guardia municipal, informa al alcalde de la detención el día anterior de Balbino Morado, Esteban Barreña, Antonio Lafuente, José María Larrinaga, Carlos Bilbao, Mauricio Aizpurua y Epifanio Osoro, por “reunión ilegal”.

Para Rojo se convierte en una obsesión personal la persecución de los elementos sindicalistas de la villa. La Dirección General de Seguridad había establecido en Durango una inspección de vigilancia encargada sobre todo de la represión de los nacionalistas vascos y de los anarquistas. En varias ocasiones los agentes de vigilancia se quejan al alcalde porque el citado jefe de la guardia se muestra reacio a facilitar información de “los individuos extremistas” de la localidad. Ante la presión del alcalde, Rojo le informa de que él se está ocupando de la persecución del grupo de sindicalistas, aportando la información de que los jóvenes Emeterio Raposo, Carlos Bilbao y Esteban Barreña se han fugado del hogar paterno y se dirigen a Zaragoza

Enero de 1933 es una fecha fundamental para el movimiento libertario en España y también en Durango. Los dirigentes de la CNT y de la FAI consideran que es momento de denunciar las penosas condiciones de vida de los trabajadores por lo que hacen un llamamiento a la insurrección general que produciría, por medio del “contagio revolucionario”, la aspirada revolución libertaria.

detención de Larrinaga El día 3 se descubre en Igualada que en una fundición propiedad del anarquista Antonio Guillén se están fabricando bombas preparadas para ser repartidas en todo el Estado entre los llamados grupos extremistas. En esta fábrica se encuentran tres mil bombas y varias cajas de explosivos. Se averigua que una remesa conteniendo dos cajas con 250 bombas y 180 kilos de peso en total se han enviado a Portugalete a nombre de un tal Ortiz y camufladas con el sello de una casa comercial de carbones de Bilbao. Cuando se presenta a recogerlas es detenido José María Larrinaga, a quien la prensa le atribuye la dirección de los elementos sindicalistas de Durango. La policía consigue saber por medio del citado Guillén que a primeros de mes se habían enviado a Durango dos cajas de bombas de 180 kilos de peso cada una.

El día 20, Ignacio Rojo, junto con miembros de la Guardia Civil de Durango, según informa en el parte que remite al alcalde, pone “a disposición” del gobernador civil a varios vecinos de filiación anarco-sindicalista (Isidro Echaburu, Emeterio y Francisco Raposo, Juan Ibarra, Esteban Barreña, Mauricio Aizpurua, Epifanio Osoro y Balbino Morado). Se les acusa de hacer explotar dos cargas de dinamita de gran potencia en un pinar de Bitaño y “como supuestos complicados en el último movimiento de carácter anarquista” que se había producido en la villa. También se averigua el paradero de dos kilos de material explosivo oculto en un palomar adosado a la casa de Epifanio Osoro en el número 28 de Artekalea. Todos ellos son encarcelados en la prisión provincial de Bilbao.

Larrinaga y los otros ocho compañeros son absueltos por “inculpabilidad”. Días después, el dos de septiembre, Ignacio Rojo informa al alcalde de que han aparecido varios pasquines colocados sin permiso en la villa anunciando un mitin de la CNT en la Terraza de Bilbao y denuncia que los autores del hecho son Emeterio Raposo, Esteban Barreña y José María Larrinaga.

Ante el continuo acoso al que son sometidos por parte del jefe de los municipales, la reacción no se hace esperar. El día 2 de enero de 1934, hacia las siete y veinte de la tarde y tras haber acompañado al alcalde al que ofrecía servicios de escolta, Ignacio Rojo es esperado por varias personas apostadas frente a las casas de los números 76 y 78 de la calle Olmedal, cerca de la ermita de la Madalena, y recibe tres disparos que le provocan la muerte en pocos minutos, a pesar de ser trasladado y atendido en la farmacia de Sanroma en la calle Uribarri. Detienen a los sindicalistas Juan Ibarra, Franciso Raposo y Balbino Morado. También se buscan a sus compañeros Esteban Barreña y Mauricio Aizpurua, pero estos han huido en el tranvía hacia Bilbao. Serían detenidos pocos días después.

Curiosamente, José María Larrinaga, jefe de los anarquistas de Durango, no participa en la operación ya que se encontraba detenido en el hospital porque el día 23 de noviembre se le había disparado el arma que portaba y había resultado herido de cierta gravedad. Y tampoco participan Epifanio Osoro y Justo Longarte, que estaban detenidos por insultos a la autoridad. Al funeral, presidido por el gobernador civil y el alcalde de la villa, acuden entre otros, Marcelino Oreja y varios líderes tradicionalistas de la provincia. El pleno del ayuntamiento, entre otros acuerdos, decide conceder una pensión vitalicia a los cuatro hijos y a Luciana Miguel, viuda de Rojo. Paradójicamente, tras la guerra civil, se le retira dicha pensión a la viuda por sus “simpatías izquierdistas”.

Los ‘chimbos’ en sus chacolís

En el pujante Bilbao de hace un siglo, los chacolís de Begoña eran punto de encuentro para sus vecinos, los ‘chimbos’

Un reportaje de Amaia Mujika Goñi

EN los alrededores de Bilbao el domingo de Pascua empezaba el espiche en los chacolís, una costumbre decimonónica que sobrevivió hasta la explosión urbanística de 1960 al llevarse consigo los escasos caseríos que sobrevivían en Deusto y Begoña. De la mano de la última generación de hombres y mujeres que han conocido la Begoña rural, la de las campas verdes con frutales, huertas y parrales, la de los caseríos enlazados por caminos, estradas y lavaderos cercados por las fábricas y las cada vez más amplias carreteras, evocaremos una costumbre que forma parte del imaginario bilbaino: el peregrinaje de chimbos y mahatsorri(s) a los chacolís de Montaño, Matico y Zurbaran, Garaizar, Txabola y Uriarte, Larracoechea, Puerta Roja y Puentenuevo.

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Bilbao, hasta que en 1861 inicia sus proyectos de ensanche a costa de las vecinas anteiglesias de Abando, Deusto y Begoña, se circunscribía al casco urbano que todos conocemos como las 7 calles. A esta, su Villa, bajaban los pobladores de la Tierra Llana, aún después de perder definitivamente su condición de repúblicas, porque en su pequeñez se desarrollaba todo un mundo que les era ajeno y propio a la vez. En ella vivían los propietarios de sus caseríos y heredades a los que pagar la renta por Santo Tomás, el mercado para sus excedentes agropecuarios, la plaza para la venta de coronas por Todos los Santos y el espacio de oportunidades para los hijos-as que debían labrar su futuro al margen de la unidad productiva familiar destinada al mayorazgo.

Este Bilbao rebosante de actividad, progreso y contrastes confinado entre la Ría y las laderas de los montes, era en cambio para sus habitantes un espacio constreñido. Y sentían por ello el campo circundante como su escape natural, bien orillando la ría hasta los Caños o en sentido contrario por el Campo de Volantín hasta La Salve; cruzando los puentes hacia las vegas de Abando o sencillamente subiendo a Begoña por las Calzadas, Zabalbide y caminos y estradas de nombre perdido para llegar al alto de Artagan donde se encontraba la Amatxu y a cuyas faldas el Botxo crecía y se expandía.

Por ello el bilbaino de entonces, que no la bilbaina confinada a un espacio aún más reducido que el urbano, el doméstico, recibía el apelativo de chimbo y chacolinero, al ser estos, según el lexicón de Arriaga, sus principales aficiones campestres.

Chimbo por su dedicación a la caza intensiva de unos pajarillos, de igual nombre y amplia variedad, que entre septiembre y octubre poblaban los campos en busca de insectos, zarzamoras y frutas, y cuyo destino era la cazuela, un delicado y apreciado manjar que, con ajo y cebolla, asado vuelta y vuelta en su propia manteca, se servía con pimientos entreverados. Y Chacolinero, por su asiduidad a los chacolís de los alrededores donde saborear el vino de la tierra junto con cazuelas de bacalao al pil-pil cocinadas a fuego lento por las etxekoandres, en amable y chispeante tertulia al caer la tarde.

El chacolí en Begoña La principal actividad económica de Begoña hasta avanzado el siglo XX ha sido la agricultura y aunque la primacía de unos cultivos sobre otros ha ido variando, la existencia de viñedos y parrales para la elaboración de vino ha sido constante a lo largo de su historia. Una producción siempre escasa para la demanda existente pero impuesta a los labradores y jornaleros por los propietarios de sus heredades que, puestos de acuerdo o formando parte del concejo bilbaino, reglamentaron desde 1399 el consumo y comercio de vino y sidra en la Villa y por ende la producción vitivinícola y de manzana en las anteiglesias vecinas. Este ordenamiento será el germen de la Hermandad y Cofradía de San Gregorio Nacianceno que reunirá a partir de 1623 a los dueños de las viñas para mantener las medidas proteccionistas del vino de cosecha-chacolín y la regulación estacional en la venta de los caldos foráneos en Bilbao hasta principios del siglo XIX.

A partir de 1816 el interés de los patronos por el chacolí desaparece, entre otras razones, por el fin de la exención fiscal al vino local y la implantación, a buen precio, de tintos y blancos foráneos debido, en gran parte, al desarrollo del ferrocarril Bilbao-Tudela. Ante la pérdida del mercado bilbaino, los labradores y jornaleros se hacen con su producción, bien para consumo propio al igual que la sidra o vendiéndolo directamente a tabernas y otros productores, o bien convertidos en chacolineros de temporada. Una fórmula, ésta última, que a pesar de las guerras carlistas, los profundos cambios socio-económicos, las sucesivas plagas que asolaron las cepas o la anexión de la anteiglesia a la Villa consiguió erigirse en una práctica exitosa al conciliar economía, gastronomía y ocio.

Los chacolís de temporada La temporada de chacolí en Begoña empezaba el domingo de Pascua, coincidiendo con las primeras fresas, y duraba sin tregua hasta finales de mayo. Siendo el espiche o apertura de las barricas muy esperado, éste se seguía por riguroso turno entre los distintos caseríos chacolineros, no abriendo el siguiente sin terminar la producción del que estaba en curso. El reclamo para dirigir a los clientes era el branque, una rama verde de laurel clavada en los postes de luz del camino o estrada a seguir en dirección al chacolí abierto, en cuyo balcón o puerta se mostraba la misma señal. La apertura, previa licencia municipal, podía durar desde las pocas horas de Cenobia La Rubia en Arteche al mes entero de Madariaga, que completaba su producción con la adquirida a sus vecinos.

Llegados al lugar el ambiente era el de un caserío cuyos moradores combinaban sus diarias labores agropecuarias con la atención a quienes se acercaban a degustar su chacolí. Habitualmente los hombres de la casa se ocupaban de servir y llenar las jarras directamente de los bocoyes y pipas en la bodega, situada detrás de la cocina o en chabola anexa, y las mujeres de tener el fuego bajo o la económica permanentemente encendidos para cocinar o calentar las deseadas cazuelas de bacalao al pilpil y alguna que otra a la vizcaina, con ensalada o pimientos, entre otras afamadas especialidades gastronómicas como el guisado de carne de Epifanía Larrañaga en el chacolí Lorente, las patitas de cordero de Trauco, las manitas de Isabel Añabeitia en Arteche, las asaduras con verduras de Larrazabal, las carnes de Patacón seleccionadas por los matarifes del vecino matadero, las sartas de chorizo de Andresa Gaztelu en Gazteluiturri o el arroz con leche de Celeminchu.

El mobiliario consistía en mesas y bancos de tablero corrido que, guardados durante el resto del año, se sacaban al zaguán o bajo los parrales y frutales en flor. Para el chacolí se utilizaban jarras de barro cocido y esmaltadas con babero, de 5 medidas: azumbre (de 1½ l. a 2 l.), ½ azumbre (1 l.), cuartillo y medio (750 ml), cuartillo (½ litro) y medio cuartillo (250 ml), siendo su capacidad algo más reducida al considerarse que en ello estribaba el verdadero negocio de la venta al menudeo. Se bebía directamente de las jarras de medio cuartillo al ser una medida individual o escanciado en vasos de vidrio prensado, grueso y estriado, de unos 10 cm de alto, boca acampanada y falso culo que en el catálogo de 1898 de la fábrica asturiana de vidrio Pola y Cifuentes se referencia como Vaso sorbete para chacolí. Según la tradición, el uso de estos vasos en los chacolís se debe al reciclaje del remanente de unas lamparillas que se utilizaron como iluminación de balcones en una visita regia a la Villa, y bien pudiera serlo si tomamos en cuenta el inventario de 1840 relativo a los enseres de la Real Junta de Comercio de Bilbao que dice tener: “1 partida de vasos pequeños que sirvieron para la iluminación del año 1828 en que estuvo el Rey en Bilbao” respondiendo a la visita de Fernando VII y Amalia.

Con el tiempo algunos chacolís como Patillas, Leguina, Lozoño, La Choriza, Mari o Abasolo se convirtieron en establecimientos permanentes, en los que el chacolí era sustituido por vino corriente, sidra y otras bebidas junto con las clásicas cazuelas de bacalao y sencillos menús a base de pollo asado con ensalada, huevos fritos con chorizo, productos de temporada (setas, caracoles…) o queso y pan, dejando para postre las exquisitas variedades de fruta que se producían en la anteiglesia, tan apreciadas en el mercado de la Ribera. Su clientela era básicamente familiar y en domingo, aunque también era lugar para celebraciones y onomásticas como la de San Isidro, que cada 15 de mayo organizaba el Sindicato de Labradores para sus asociados y que en 1934 sirvió Matías Sarasola en su chacolí de Zabalbide: entremeses, paella, tortilla de setas o jamón, merluza en salsa con espárragos, pollo asado con ensalada, flan y fruta y todo ello regado con vino Rioja.

Si bien la tertulia, las partidas de cartas y el dominó eran el entretenimiento habitual de los chacolís, en sus aledaños se organizaban también verdaderos campeonatos de lanzamiento de rana, caso de Gallaga o Abasolo, o se jugaba a los bolos en los carrejos de Mari, Urrinaga, Zizerune, Gardeazabal o Atxeta antiguo.

El término chacolí acuñó tal fama que se extendió a merenderos y tabernas, que proliferaron Zabalbide arriba, a partir de los de Katezarra y Urriñaga, en dirección a las cumbres de Archanda y Monte Avril tales como Oruetabarri, Merodio, Landazabal, León, Sanjinés, Jaureguizar o Isidro convertidos en lugar de esparcimiento dominical o de las romerías de Santo Domingo, Justibaso, Tetuane o la sondikatarra San Roque.

Sirva lo aquí escuetamente contado como homenaje a los mahatsorri(s) que nos han abandonado, especialmente a los más recientes que, aun sin ser nombrados, están en el recuerdo de todos. Y a los begoñeses-as que, con sus relatos en agradables mañanas de conversación están tejiendo la memoria viva de la anteiglesia, contribuyendo con ello a que no sea olvidada.

Beti-Jai, la ‘catedral’ deportiva de Madrid

El ayuntamiento de la capital española adquiere el inmueble por 7 millones de euros para su rehabilitación

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Un reportaje de Iban Gorriti

El pasado 30 de mayo se estrenó el primer documental sobre el frontón Beti-Jai, considerado la Capilla Sixtina de la pelota, diseño del arquitecto de Laredo, a quien también se le encargó el teatro Arriaga o el Ayuntamiento de Bilbao. La joya del siglo XIX fue bautizada, además, como “la catedral de los frontones”, es decir, como un San Mamés del cuero contra la piedra, pero en Madrid. A día de hoy es noticia por dos razones más: una, porque se cae de tristeza y, dos, porque el Ayuntamiento capitalino lo ha adquirido por 7 millones de euros, con el fin de rehabilitarlo.

El Beti-Jai se derrumba en una de las zonas más adineradas de la capital española, en la calle del Marqués del Riscal, perpendicular del Paseo de la Castellana y prolongación de la de Caracas. Gracias a la plataforma Salvemos el Frontón Beti-Jai, la esperanza continúa.

El director adjunto de la revista Interview ha abundado en las novedades de este exquisito solar días después de ver el documental y de que la jueza Manuela Carmena, líder de Ahora Madrid, pueda ser la próxima alcaldesa de la ciudad. “En aquellos barrios no la quieren del todo [a Carmena], pero si el Ayuntamiento rehabilita el Beti-Jai mata muchos pájaros de un tiro. Los defensores del frontón verían que su lucha no ha sido en vano. Los vecinos tendrían a tiro de piedra un recinto cultural espectacular. Chamberí ganaría una joya arquitectónica y, sobre todo, se haría justicia con un deporte, la pelota, que gusta en muchos sitios de España aunque lleve el apellido vasca”, escribe Alberto Gayo.

El frontón Beti-Jai es una antigua instalación deportiva en ruinas. Fue levantado en la última década del siglo XIX y recibió la declaración de Monumento del Patrimonio Histórico de España en 1991. Tan solo hace cuatro años, el 9 de febrero de 2011, fue declarado Bien de Interés Cultural. También se encuentra protegido dentro del Conjunto Histórico de la villa de Madrid, catalogado como singular Nivel 1, la máxima protección dentro del plan general de ordenación urbana.

Pese a este grado de protección, el edificio presenta a todas luces un alarmante estado de conservación: lo que algunos consideran “maltratado por el paso del tiempo y la dejación de sus propietarios”. Por ello, fue incluido en la Lista Roja de Patrimonio en Peligro. Pero, por fortuna, el edificio acaba de ser adquirido por el Ayuntamiento de Madrid, que ha puesto sobre la mesa siete millones de euros en su rescate. Quienes defienden sus características aseguran estar “ante la expectativa de si se llevará a cabo una respetuosa y efectiva restauración del mismo”.

construcción de 1893 El frontón se comenzó a construir en 1893, con un presupuesto aproximado de unas 500 000 pesetas, y se debe a un diseño del arquitecto Joaquín Rucoba (1844-1919). El autor era natural de Laredo (Cantabria) y también son suyos los diseños de la plaza de toros de la Malagueta, el mercado y el parque de Málaga, así como la Casa Consistorial de Bilbao o el teatro Arriaga, entre otras obras.

Fue la cuarta infraestructura de estas características abierta en Madrid a finales del siglo XIX, en un momento en el que el deporte de la pelota vasca alcanzó una notable popularidad en la capital del Estado. Le precedieron, por este orden, los frontones Jai Alai (1891), Fiesta Alegre y Euskal Jai.

Fue inaugurado el 29 de abril de 1894 -otras fuentes indican el 29 de mayo del mismo año- y estuvo en funcionamiento hasta el año 1919. Con la Guerra Civil sus instalaciones fueron reconvertidas en comisaría y, durante los primeros años de la dictadura franquista, sirvió como lugar de ensayo de bandas musicales vinculadas a la Falange española. A mediados del siglo XX, se vendió a la compañía automovilística Citroën, que lo utilizó como taller de reparaciones. En 1997 fue comprado por 2,3 millones de euros por la sociedad vasca Frontón Jai Alai, que inicialmente pretendía su recuperación para uso deportivo. Más adelante, la propiedad pasó a manos de la empresa Aguirene. El 27 de enero de 2011 fue declarado como Bien de Interés Cultural por la Comunidad de Madrid y hace escasas fechas el Ayuntamiento de Madrid lo ha comprado por un total de siete millones de euros.

El Beti-Jai se ubica en el número 7 de la calle del Marqués de Riscal, en el distrito madrileño de Chamberí. Ocupa una parcela de 3.609 metros cuadrados y la superficie construida alcanza los 10.800. Está realizado en diferentes estilos, entre los que cabe destacar el eclecticismo de la fachada principal, el neomudéjar presente en algunas partes del interior y la arquitectura del hierro característica del siglo XIX.

Cuando Navarra debatió la creación de un ejército propio (1794)

Durante la Guerra de la Convención, las Cortes navarras sopesaron la formación de un ejército, lo que creó tensión con el Gobierno central

HISTORIAS DE LOS VASCOS

Un reportaje de Fernando Mikelarena

La pauta tradicional de movilización militar general en Navarra obedecía a lo señalado por el Fuero General. El Apellido o llamamiento universal, que ponía en pie de guerra a las milicias del reino, convocando a todos los hombres entre los 18 y los 60 años, debía realizarse en caso de invasión de Navarra por parte de ejército extranjero por un máximo de tres días. Bajo cualquier otro supuesto, el rey debía solicitar la concesión de un servicio militar a las Cortes navarras, las cuales podían concederlo o no.

En relación con esta otra posibilidad, las repetidas reclamaciones de contrafueros por los alistamientos efectuados por los virreyes en Navarra suscitaron el establecimiento en 1642 del servicio de soldados, destinados a campañas en el exterior. Los tercios concedidos, siempre muy por debajo de lo solicitado por el virrey, se entendían como una concesión voluntaria destinada con carácter temporal a empresas bélicas determinadas y con la condición de que el legislativo navarro designara a los oficiales y gestionase el alistamiento.

Por otra parte, Navarra se opuso a los diversos intentos de introducción de un sistema de quintas, un servicio militar obligatorio, a lo largo del siglo XVIII por parte de la monarquía, el último entre 1770 y 1777. Las resistencias por parte de la Diputación en esa ocasión consiguieron que Campomanes desistiese de sus propósitos. Posteriormente el problema no se volvió a plantear, al menos durante lo que restaba de siglo, porque en la guerra de la Convención se produjo un alistamiento general de todos los navarros según los patrones forales.

Durante la Guerra de la Convención las Cortes navarras de 1794-1796 debatieron sobre la creación de un ejército navarro propio, incrementando las tensiones con el gobierno central que ya inicialmente se había mostrado reticente a la apertura del legislativo navarro. Las Cortes fueron convocadas porque la Diputación respondió al virrey que solo el legislativo navarro podía introducir modificaciones en lo relativo a la contribución militar de los navarros, de cara a hipotéticas peticiones por parte de la monarquía.

Hasta junio de 1794, la demora de las autoridades navarras y de los municipios navarros en atender las continuas peticiones de los jefes militares españoles de cara a un incremento del número de voluntarios solo se palió en los momentos en que las ofensivas francesas amenazaban más peligrosamente. Con todo, incluso entonces se constataron recriminaciones y deserciones.

Pese a todo, la gravedad de la situación bélica motivó que el 21 de junio de 1794 las Cortes navarras decidieran en una reunión en la que previamente a ella se juró “guardar un escrupuloso silencio” sobre cuanto se iba a tratar, de llamar al Apellido (o movilización general) conforme al Fuero para llamar a 20.000 hombres. Esa decisión habría empujado a diversos miembros del legislativo navarro a elaborar documentos acerca de la conveniencia de que Navarra contara con un cuerpo militar estable propio. Se presentaron tres memoriales, uno del conde de Echauz, otro anónimo y otro del marqués de San Adrián.

El memorial de Echauz plantea un servicio estable de 6.000 hombres, recurriéndose al Apellido en caso de invasión. Para contar con ese “servicio estable u ordinario de campaña” de 6.000 hombres hacía falta formar un cuerpo de 18.000, que se dividirían en tres tercios que se alternarían en el servicio estable cada uno durante dos meses. Los 18.000 hombres estarían mandados por un Comandante General que estaría sujeto “únicamente al Reyno junto en Cortes o en Diputación”. Los mandos se elegirían entre la nobleza.

Tropa ligera El memorial anónimo hablaba de que los oficiales y soldados que entraran “a servir en este cuerpo” deberían ser navarros y de que “la constitución de este cuerpo será de tropa ligera”. En tiempo de paz estos batallones no permanecerían fijos en Navarra, sino que podrían salir fuera para adquirir experiencia militar y para fomentar el ascenso en la carrera militar de sus integrantes. Por otra parte, el nombramiento de mandos sería a propuesta de las Cortes o de la Diputación, siempre entre navarros que tuvieran la graduación correspondiente. También se planteaba el establecimiento de un colegio de cadetes. No obstante, también se sugería un segundo plan que se hacía “indispensable atendidas las actuales críticas circunstancias”.

Se proponía que todo navarro estaba “obligado a servir a la Patria desde la edad de 17 años hasta la de 56”. Los solteros de entre 17 y 56 años serían los primeramente movilizados, asumirían los destinos más alejados y harían instrucción militar en sus pueblos una hora todos los domingos, mientras los casados se ejercitarían con mayor intervalo temporal. Hacia el final del documento se habla de la necesidad de inculcación de valores navarristas puesto que se dice “para que nadie ignore desde su niñez las obligaciones que ha contrahído por nacer en Navarra, deverán imprimirse las que fuesen en preguntas, y respuestas, para que las aprendan de memoria”. Esto debería “enseñarse en las escuelas después de los compendios de Religión que regularmente se dan”.

El tercer plan fue redactado por el marqués de San Adrían. Los cálculos aplicados por San Adrián a la población navarra, ponderados por parámetros relativos al número de soldados similares a los empleados para la conformación del ejército prusiano, fijaban en 10.556 hombres los que constituirían “el cuerpo militar de Navarra”, estructurados en once batallones y 91 compañías. Este nuevo sistema precisaría de un alistamiento general regular de todos los individuos de cada pueblo, introduciéndose algunos criterios de exención. Como es de suponer, los cargos de oficialía quedaban reservados para los nobles. El mando de los batallones sería fijado por las instituciones del reino entre “Personas entresacadas del exército” por méritos de graduación y de mérito militar, “prefiriendo para dichos empleos en igualdad de circunstancias a los que tubieren la calidad de naturales del Reino”. Habría dos batallones en cada merindad, a excepción de en la de Pamplona, donde habría tres, habiendo un cuartel en la capital de cada distrito.

Los soldados se ejercitarían dos meses al año, en los meses de abril y mayo. Cada dos años, en los mismos meses mencionados, se juntarían todos los batallones para ejercitarse en cuestiones de táctica militar de mayor enjundia. “Esta misma repetición de campamentos propagará insensiblemente por el País, un cierto entusiasmo y espíritu Militar que hará Marcial y Guerrero el carácter de todos los Navarros”. Con todo, en el cuartel de cada merindad habría siempre cinco compañías permanentemente dispuestas.

Las peticiones de llamada al Apellido de 21 de junio y de 22 de agosto, así como esas propuestas de alteración de la constitución militar del reino, no habrían sido del agrado del gobierno de Madrid. El 23 de agosto el virrey contestó a la segunda de las solicitudes de llamada al Apellido afirmando que no le parecía oportuno y recomendando que se formaran batallones de voluntarios. Una semana antes, las tres personas comisionadas por las Cortes ante el gobierno de Madrid y ante el rey (el obispo de Pamplona, el marqués de Fontellas y el representante de Tudela y dramaturgo Cristóbal María Cortes) se habían entrevistado con Carlos IV, a quien expresaron la preocupación de las instituciones navarras por la precaria defensa del reino de Navarra ante los franceses.

En su correspondencia con las Cortes navarras los delegados se hacían eco de que el rey no solo estaba “instruido (…) del estado actual de ese reino y necesidades de socorro, sino que también lo estaba de varias expresiones que se han vertido en el Congreso con alguna imprudencia, sobre lo que ha instado para saber si podría contar seguramente con la fidelidad de V. S.”, aludiendo con ello a las cuestiones de alcance que se habían debatido en los últimos meses. Los comisionados respondieron al monarca con “fuerza y vigor (…) asegurando que ese fidelísimo Reino derramaría la última gota de sangre, antes que apartarse del dominio de tan digno Dueño”.

Desconfianza del virrey Hacia julio de 1795 cuando Pamplona y toda Navarra estuvieron a punto de caer a manos de los franceses, el virrey Castelfranco no se recató de expresar su desconfianza hacia las instituciones navarras. Durante todo aquel mes se esforzó para que las Cortes se trasladaran a Olite, animando a la población a evacuar la ciudad. Castelfranco se mostraba sospechoso de la fidelidad de los pamploneses ya que mencionaba en dicho documento la posibilidad de que, “sitiada Pamplona, no resistiera el tiempo que debe esperarse por haber en ella las gentes y efectos que, por su número, devilidad u otras circunstancias, puedan ser obstáculo a la buena defensa”.

Asimismo, el virrey decía que “la prebención impone siempre al enemigo, así como se aprobecha de los descuidos y confianzas temerarias. Estas son las precapciones juiciosas que se siguen en la guerra, y el que resiste su execución y práctica pasará por la nota de descuidado o de preparador de las glorias del enemigo”. En su decisión de no abandonar Pamplona, las Cortes hicieron referencia a esas insinuaciones como “hideas de una sombra” y defendieron la probada fidelidad demostrada por el reino.

Finalmente, la firma de la paz de Basilea el 22 de julio y el éxito del representante español en sortear las solicitudes francesas de negociar aspectos que afectaran “la integridad del territorio peninsular de España”, conviniendo “en someter a examen la cesión de Santo Domingo y la Luisiana”, zanjaría cualquier polémica, si bien Godoy se instalaría en la desconfianza ante Navarra.