Vayan mis disculpas, por adelantado, por hablar como lo hacen algunos en un bar de carretera. O en la oficina. O en su blog. Como el concejal del BNG que llamó «chochito de oro» en su bitácora a la vicepresidenta Sáenz de Santamaría. Y ni siquiera fue un tuit, fruto de un calentón. «Es una gracia que hago. Si la hace cualquier chirigota de Cádiz, seguro que no se saca de quicio», se justificaba poco antes de anunciar su dimisión. Está claro que Xaquín Charlín piensa con eso de ahí abajo, con su pollita de latón, para que él me entienda. Porque no tengo el disgusto de conocerle, ni le presupongo, por el hecho de haber ejercido un cargo público, especial inteligencia ni educación, pero que le lluevan las críticas y que siga insistiendo en que los demás no hemos entendido bien su ironía es de cabeza hueca.
Relegado el personaje al ámbito privado, lo penoso de todo esto es que existen muchos y muchas como él. Y ojito, porque andan sueltos. Vale que no lo dejen por escrito en un post ni lo suelten ante un micrófono o en una reunión de vecinos, pero, al igual que hacía Aznar con el catalán, hablan machista en la intimidad. Y, si me apuran, el resto de los mortales ni nos inmutamos. Otra cosa sería si les diéramos la vuelta a los comentarios. A saber con quién se habrá acostado ese para llegar a gerente. Fíjate cómo marca paquete, va pidiendo a gritos que le den un revolcón. Más le valdría dejarse de tanto fútbol y cuidar más de sus hijos. Suena raro, ¿verdad?
Igual que en la novela de Orwell, no se puede hablar machista ni en la intimidad. El lobby hembrista-machista te perseguirá hasta en la cama. Es obligatorio hablar hembrista a todas horas.