No hago cupcakes ¿y qué?

cupcake buena

Vale, no tengo horno. ¿Y qué? No he matado a nadie. En su día optamos por dos caceroleros y hasta ahora no lo había echado en falta. La culpa de que me señalen en el patio la tiene esa cepa contagiosa que se manifiesta en un deseo irrefrenable de hacer bizcochos y cupcakes. Yo, que debo ser inmune, mandé a la cría a celebrar su cumple en el cole con un rosco del súper y desde entonces vivo estigmatizada. Espero que mi ignorancia culinaria no le cree un trauma y termine descuartizándome y gratinando mis sesos en el microondas. O, lo que es peor, haciendo con ellos un sorbete si es que todavía perdura la moda de los postres. Por si no lo saben, no tener hoy día el más mínimo conocimiento de repostería es equiparable al no saber zurcir un calcetín de antaño. Así que si aún no han sido descubiertos, callen.

En verdad, no me importaría poner un horno en el hueco de la tele -a la que prácticamente doy el mismo uso- pero temo que el pequeño, que de puntillas ya llega al cajón de los cuchillos, tome represalias. Otra cosa sería sacar tiempo para utilizarlo. Porque yo estaría encantada de hacer cojines de ganchillo, tapizar el sofá en patchwork y hornear una tarta de queso con arándanos, siempre y cuando el padre de las criaturas plante cebada para elaborar artesanalmente su propia cerveza, confeccione su camiseta del Athletic y se tricote los slips y la funda del smartphone.

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